lunes, 11 de febrero de 2013

La humillación


Flores Galindo se dedicó a la tarea de liberar las palabras (y por tanto los conceptos) de la distorsión de sus significaciones, realizada por el orden establecido. Por eso rescató el término andino, usado por la antropología americana de 1950. Buscó remodelar el vocabulario del historiador, despojándole de su falsa objetividad; para moralizarlo en términos utópicos. La moralidad de Flores no es ideológica porque no pretende ser absoluta. Frente a una sociedad amoral, el convirtió a la ética en un arma política, una fuerza efectiva que impulsa a la gente a desacralizar a los líderes nacionales y las ideas que han querido imponer. También lo había dicho Heraclio Bonilla: la Cripta de los Héroes de la Guerra del Pacífico debía abrirse para todos los campesinos que pelearon en la campaña de la Breña.
Flores Galindo exploró el significado de ser peruano. Ser peruano es sentirse humillado. Ser o sentirse humillado significa para el sujeto no reconocerse como los demás, identificarse como demasiado poco, de forma que esa carencia le hace merecedor de un trato denigrante, que le inhabilita como ser humano. Ser o sentirse humillado es convertirse en algo que sobra, que debe ser escondido, apartado o eliminado. El humillado experimenta la amargura de su condición y se ve obligado a afrontar las emociones que suscita esa degradación forzosa. Se somete con frecuencia, se subleva a veces. ¿Cuáles han sido y continúan siendo las razones de ese maltrato que no necesita pruebas para justificarse, o que es capaz de inventarlas para poder negarle a alguien el derecho a la igualdad, la libertad, la dignidad, incluso la vida, sólo por las diferencias que tiene o que se le atribuye? ¿Cuáles son los mecanismos que generan, permiten desarrollar y acaban legitimando esa construcción social del otro como enemigo al que hay que someter, neutralizar y suprimir, después de haberlo humillado?
La peruanidad es un ideal que ha perdido su antigua dignidad y poderío, que ha muerto con del Busto y que afortunadamente no tiene sucesores. Este ideal es un ídolo, su brillo es artificial. Del Busto se aferra al valor de ese ideal con una frivolidad inevitable. Nos habla de su fe en la peruanidad con la sonrisa de los adivinos, más preocupado en que los otros crean que en creer el mismo. Al final, la peruanidad se revela como una ficción útil para un grupo, el que se aprovecha de los peruanos. Por ejemplo, quienes detentaban el poder durante la República oligárquica. Esta apariencia les sirvió para responder a la pregunta por el significado de “peruano”. Del Busto pretendía que este significado era objetivo, no el resultado de los sujetos que lo formularon.
La República oligárquica estuvo atravesada por este anhelo de aparentar. El país quedó deformado por lo que no era auténtico. El lenguaje se convirtió en amaneramiento retórico y exhibicionismo sentimental. Pocas cosas pueden sentirse tan pretenciosas y artificiales como la semblanza de Pizarro hecha por Felipe Sassone. Se busca impresionar dando el aspecto de algo importante. Se formaron los mitos de epopeya de la Conquista, la arcadia colonial y Lima ciudad jardín. Los materiales fueron usados de manera tramposa. El dorado era pintura y el mármol era yeso. Se intentó resucitar el pasado colonial en un nuevo estilo, la ciudad se lleno de copias: casas de estilo Tudor, castillos medievales, palacios renacentistas, hoteles franceses, incluso templos griegos, con columnas y cariátides. La vida pública era una escenificación y se echó mano al único escritor que había alcanzado éxito editorial para demostrar el supuesto fasto colonial. La actitud de los oligarcas, y de sus historiadores, frente al pasado era la celebración: lo adornaron, lo decoraron, lo arreglaron de modo que tuviera el aspecto de algo valioso. Pregonaban que el Perú era un país que valía algo y de ese modo se ahorraban el esfuerzo de hacer algo.
Esta actitud de aparentar abrió el camino al oportunismo histórico de Haya de la Torre. Este oportunismo reduce la verdad a un criterio de pura eficacia. El error queda desprovisto de su horror ontológico y la verdad se define como un error provechoso. Es la verdad que declaraban Fujimori y Montesinos: era verdadero lo que les convenía. El culto a la apariencia de los historiadores de la peruanidad fue el maestro de los operativos psicosociales de la dictadura.
Flores Galindo rechazó la teoría de la historia de los peruanistas porque al objetivar la historia legitimaban el orden social existente, eliminando la posibilidad de libertad y originalidad para un país andino. Los peruanistas habían convertido al Perú en una cosa, cerrada al cambio. Flores Galindo creía que el Perú era una comunidad e intento recuperar la apertura de ser peruano, apertura de significados y de posibilidades. El Perú no es un ente que se nos muestre objetivamente, sino que debemos seguir generando significados para ser peruano. Es necesario conservar la curiosidad para seguir escuchando lo que aun no se ha dicho. O de otra forma: el discurso del conocimiento está formado por paradigmas sucesivos de validez temporal que anulan la pretensión de un saber definitivo. El conocimiento de la historia se realiza de dos maneras: como aceptación de un paradigma (un consenso temporal y transitorio sobre lo que sabemos) y como suspensión de la validez de cualquier paradigma, en función de aquello que aún no ha sido dicho (lo que aún no sabemos). El conocimiento de la historia de lo no dicho es el conocimiento de las voces que han sido silenciadas, la voz de los que perdieron, de los oprimidos, de los ninguneados. O como diría Arguedas: “¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de hacienda de nuestro pueblo; de los asnos y los perros el más azotado, el escupido con el más sucio escupitajo? Convirtiendo a ésos en el más valeroso de los valientes, ¿no aceraste su alma?”
Los que antes eran invisibles se convierten en personajes centrales de la narración. La historia que proponía Flores Galindo permite darle voz a quienes la han perdido. No solamente el discurso de los ganadores y poderosos, sino las palabras de todas las sangres, de todos los hombres.

Del Busto y Flores Galindo II



La posición conservadora de Del Busto se entiende ya que él estaba seguro de su posición en el orden establecido, por eso se dedicó a la defensa de la historiografía más tradicional, la proclamó como valedera y digna de valer por siempre. Para Del Busto no hay superación de ese discurso histórico porque es esencial para nuestra identidad como peruanos. La verdadera identidad de ser peruano es una estructura estable y duradera, objetivamente reconocible y fuente de conductas y normas que alcanzan a toda la sociedad nacional. En lugar de enfrentar a nuestra historia con libertad, el exige que nos sometamos a la objetividad de la ciencia histórica. Se daba cuenta que la gente se había desencantado del relato tradicional, pero reaccionó exaltando hasta el extremo sus valores sagrados: culto a los héroes y peruanidad. En lugar de reconocer los muchos rostros de los peruanos volvió a sumergirse en falso misterio de la arcadia colonial.
A partir del rechazo de la idea de peruanidad recién podemos plantearnos el valor de la historia para la construcción de nuestra identidad. Solamente el abandono final de esta narración tradicional puede abrirnos el camino a una sociedad inclusiva y democrática. Una democracia no puede existir allí donde alguien se proclama poseedor de la verdad verdadera, despreciando las opiniones de los otros. Además, para cualquiera que haya estudiado alguna ciencia social es obvia la disolución de la narración tradicional, a la vez que perdía el poder y el prestigio social que alguna vez tuvo.
La crisis de la historiografía tradicional ha dejado un vacío que no se puede ignorar. La historia como disciplina maestra y guía para los pueblos está muerta. Los historiadores no son conductores ni líderes de opinión. Los historiadores ya no pueden presumir de ser los técnicos especializados del pasado, sino que tienen la tarea de pensar la narración. Los historiadores ya no pueden dictar cátedra y pretender que la gente los escuche en respetuoso silencio y acate sus palabras.
La historia está oculta en lo que se nos presenta cotidianamente, su verdad es la apertura a las interpretaciones que tienen sentido dentro de un horizonte (un paradigma como diría Kuhn), aunque tal la misma idea de algo oculto sirva para reconstruir la metafísica.
Del Busto negaba el valor de la imaginación en la historia recurriendo a Parménides: lo que es es y lo que no es no es. De nada valía especular sobre lo que pudo haber sido, debíamos resignarnos a lo que es y aceptar lo que fue. Desde su punto de vista no existía la libertad en la historia. Los hechos estaban allí antes que nosotros: no extraña su cercanía al fujimorismo y al Opus Dei.
Del Busto nos dice en sus libros la verdad de lo que fue, ya que él como historiador tenía un acceso privilegiado al pasado. El se resistía a aceptar el final de la historia, el final de cualquier narración hegemónica, cuando los historiadores pierden el acceso privilegiado al pasado y poder para guiar y enseñar a las masas.
Flores Galindo intentó elaborar un relato igualmente imaginativo del pasado, una metafísica para las clases populares que se realiza con la revolución, retomando el proyecto de Mariátegui de elaborar una nueva mitología para el proletariado. Pero al contrario que Del Busto, Flores Galindo se mostró imaginativo y abierto a la especulación, buscador de nuevos significados, siempre leyendo el pasado desde el presente, como una tarea pendiente de realizar y no como un recuento de cosas muertas. La historia es una herramienta para comprender nuestra situación, no es una verdad dogmática. Este es el mejor historiador, al que debemos continuar más allá de sus intenciones.
Cuando hemos llegado al fin de la historia no podemos seguir buscando narraciones privilegiadas. Todos los relatos que hacemos del pasado son actuales y corresponden a la experiencia colectiva de cada época. La integridad de la narración que se hace del pasado debe escapar a la esquizofrenia especializada y el delirio autoritario. Los historiadores ya no son sabios ante los cuales los hombres comunes deben inclinarse y escuchar sus palabras en silencio respetuoso, hay que imaginar un nuevo rol para ellos. Flores Galindo era consciente de este desasimiento, de esta pérdida de función que tan dolorosa le resultaba. El sufría sabiendo que la historia ya no servía para nada y en verdad al leer los libros de Del Busto uno comprende que la historia no sirve para nada, que el historiador es el sabelotodo de un concurso televisivo, el predicador de una de las tantas iglesias que proliferan o un artista de la farándula local.
Estos historiadores consagrados han sido degradados. Han perdido autoridad y respecto y se los llama en burla Antonio Dubidubi y Tintin San Agustín. El historiador no es un cronista, su trabajo no es contar el pasado sino hacerlo comprensible. Del Busto se esmeraba en hacerlo pesado. Quería que el pasado pesara sobre nosotros y nos forzara a hincar las rodillas.  Quería reducir la historia a un discurso sobre objetos, mientras que Flores Galindo percibía la historia en un doble sentido, tanto objetivo como subjetivo: no solamente lo que se cuenta sino quien lo cuenta. Del Busto no quería reconocer lo subjetivo de su narración, sino que pretendía que lo aceptáramos como un hecho real y que moldeáramos nuestra conducta sobre esa esencia que él había inventado, la peruanidad, invulnerable a cualquier crítica histórica que se pudiera realizar. Para del Busto la historia nos brinda una base sólida y clara para nuestra nacionalidad, la peruanidad.
Flores Galindo entendía la historia como algo muy diferente: no una voz que se impusiera sobre las otras sino muchas voces, muchos proyectos, muchos discursos para entender lo que nos ha pasado. Para Del Busto no tiene interés debatir lo que significa ser peruano, porque ser peruano es un tema resuelto que llega a una solución esencial, la peruanidad. El significado de ser peruano ya está fijado.
Los intentos de revalorar lo peruano (el culto de la peruanidad de Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras o Del Busto) son un esfuerzo para convertir una antigua servidumbre en voluntaria. Estos intentos tratan de convertir a los patrones en amos benévolos y buscan dejar sin fundamento a quienes rechazan el orden establecido, asegurando que no puede ser esclavitud un sometimiento libremente aceptado. La exaltación de la peruanidad impide abandonar las rutinas de comprensión de las cosas. Estas nociones buscan quedar lo más lejos posible de la rebelión, no importa cuán destructiva y autodestructiva pueda ser la sociedad occidental aclimatada al país, no importa cuán gran­de sea la distancia entre los habitantes de las ciudades (de las partes más occidentales e integradas a una economía de mercado) y los miserables de los pueblos y las barriadas. El orden establecido emplea la antigua estrategia de la paciencia y la persuasión, la confianza en el progreso (el mito del progreso) y el ascenso social (el problema es el indio y la solución el mestizo), sus falsos elogios a la cultura popular (revalorizar lo andino, lo criollo y lo afroperuano para sostener la sociedad constituida) y la crueldad de su abundancia (que existe a pesar de la miseria de muchos). La transformación del país en una sociedad de la abundancia justifica el dominio occidental.