martes, 6 de enero de 2015

El tema de la historia

Alberto Flores Galindo realizó la crítica de la sociedad peruana de su tiempo a partir de la revelación de sus raíces negativas. Ya antes Heraclio Bonilla había combatido el proyecto historiográfico tradicional en “La Independencia en el Perú”. Los dos pensaban que la definición que hicieron los ideólogos criollos de la peruanidad surgió de y significó un encubrimiento primordial: la negación de la raíz andina de este país, la negación de su historia propia y de su cultura diferente a la occidental.
Esta negación fue la causa determinante del fracaso del proyecto nacional criollo. Este proyecto, como había sido definido por Víctor Andrés Belaúnde, partía de la aceptación de lo dado y de la autoridad final de los hechos tal como existían. Del Busto heredó el proyecto tradicional y representó la culminación de la historia peruana como unitaria, cristiana e hispánica. El asumió la defensa del país tal como existía, por eso su actitud era conservadora y satisfacían su pensamiento con los hechos, renunciando a cualquier transgresión más allá del estado de cosas dado. Los historiadores oligárquicos consideraban a cualquier formación social anterior como un estadio previo de la peruanidad. No aceptaban que pudiera ser algo diferente de lo que ellos creían y se resistían a aceptar un país diferente. La historia académica nacional llegó a su término con Del Busto, de modo que en adelante cualquier avance en la comprensión del país solo de conseguirá desde fuera del proyecto nacional criollo.
Flores Galindo proponía despojar a la historia escrita por y para la oligarquía de su posición de autoridad. Intentó superar la historia como relato dogmático, como tradición eterna, revelando que sus pretendidos hechos habían sido fabricados y puestos a propósito, con una intención subyacente. La verificación histórica tradicional se basaba en la justificación racional del proceso y se sostenía en documentos escritos. Proclamaba el poder de la escritura y pretendía que toda verdad estaba en esos documentos escritos. Negaba que los documentos tuvieran una intención subyacente, oculta, y que respondieran a intereses particulares, de un grupo, de clase. José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaúnde no podía imaginar una transformación de la sociedad que significara una ruptura con el orden presente heredado de la Conquista española. Flores Galindo quería superar todo eso, pero la superación no significaba el olvido, no es dejar atrás o divorciarse de ella. Superar es sobreponerse a la enfermedad que significó la historiografía tradicional. Curarnos del proyecto tradicional no ocurre sin dejarnos una cicatriz, de modo que logramos soportar aquella ignorancia, pero aquella ignorancia nos deja una huella y determina nuestra comprensión. Nos quedamos con la imaginería tradicional, nacional, católica y conservadora pero nos sobreponemos a ella.
La utopía andina de Flores Galindo quiso ser la cura de historiografía tradicional. Buscaba el encuentro entre la historia y la posibilidad, para interrumpir el desarrollo de este orden opresivo para el hombre en nuestro país. Desde el punto de vista de la historiografía tradicional era necesario justificar/explicar el orden existente, por lo que cualquier perturbación del pasado tal como había sido consagrado por la República oligárquica resultaba una perturbación del sano progreso social y un ataque a la peruanidad. Riva Agüero quería que fuéramos regidos por el noble yugo de la verdad, pero sinceramente era el yugo de la oligarquía. Flores quiso liberarnos de la vanidad del conocimiento.
Del Busto quería que creyéramos que había inventado un instrumento mágico que nos pondría a salvo de la vorágine del tiempo. Nos quería convencer que era un aparato útil y racional, que ofrecía orden y legalidad a la historia.
Los historiadores tradicionales como Iwasaki eran conscientes de que
La voluntad de comprendernos a nosotros mismos a través de la contemplación de nuestra historia ha sido una constante en la búsqueda de una conciencia del ser nacional. 
Esta voluntad había dado origen a dos fenómenos diferentes: la conciencia histórica y la conciencia de la crisis. La conciencia histórica actualizaba lo insustituible, peculiar e individual, lo que no estaba fundado en un valor general. Para Iwasaki solamente la conciencia histórica era la manifestación auténtica de la identidad nacional. Por supuesto él y los que pensaban como él encarnaban la voluntad de comprendernos y poseían la verdadera identidad nacional mientras que sus adversarios solo tenían errores y falsedades, pura conciencia de la crisis.
La conciencia de la crisis, según Iwasaki, aparecía en momentos críticos, dando la sensación de transformación y cambio en la historia. A su entender, el problema de identidad del Perú se había producido debido a que la conciencia de la crisis se generalizó hasta ser aceptada por todos los peruanos como la conciencia histórica. La historia, según la entendía, no trataba de la transformación y cambio, sino de permanencia. Para él los historiadores que promovían el cambio, los marxistas, arruinaron al Perú al crear la falacia de la No-Nación:
De alguna manera, todo esto es lo que han hecho con la nación peruana los historiadores marxistas: convertirla en una entelequia barata y en una utopía apocalíptica. 
Luego de descalificar a todos los que se pronunciaron por la transformación y el cambio, reclamaba a los modernos sociólogos que no se limitaran a plantear el problema del Perú como nación sino que contribuyeran a su solución, a la construcción de una sociedad más libre, justa y democrática, sin dar valor a su postura crítica ni a las pretensiones de la utopía andina, una utopía socialista. Claro que construir tal sociedad solo podía hacerse reiterando el proyecto conservador.
Contra esta postura se revelaba Flores Galindo. La historiografía tradicional había basado la nación en la religión católica, el Estado centralizado y la cultura en castellano. Flores quiso abrir la narración a la conciencia de su condicionamiento histórico y protegerla contra la presuntuosa manía del relato verdadero u definitivo. La historiografía tradicional ya no podía escudarse en la antigüedad de los documentos sino que debía proporcionar una justificación histórica de si mismo. La esperanza de una sociedad más solidaria requería una práctica histórica actual para cumplirse. La práctica histórica debía declarar sus motivos. La esperanza necesitaba imaginación. Flores no dudaba en justificarse: su legitimidad partía de su anhelo de justicia. La utopía andina buscaba brotar del terreno de lo imaginario y crecer en lo actual.
El Perú en la actualidad, está viviendo quizás, lo que Europa vivió en el siglo XIX. Este último fue para el Viejo Mundo un siglo de búsqueda de la identidad nacional. (Mesa redonda: la utopía andina. Publicado en Utopía. Revistas de política y cultura. Lima. Año I Nº 1. Enero de 1990, reproducido en Kapsoli: Modernidad y tradición p. 228)
La nacionalidad no era una herencia del pasado colonial sino una labor pediente, actual, urgente. Para comprender estas afirmaciones de Flores era necesario ubicarse en el marco cultural del Perú de las décadas de 1960 y 1970. El Perú vivía el desborde popular, la transformación llevada a cabo por las migraciones del campo a la ciudad, desde los Andes hacia la Costa, el fin de la ilusión de un país hispánico en el océano Pacífico. El Perú vivía el fracaso del reformismo civil y los primeros experimentos de insurgencia comunista. El impacto de la revolución cubana era profundo, en especial entre la juventud intelectual. Ya había caído la dictadura de Odría, una de las formas más crueles y vergonzosas de tiranía militar, que había aterrorizado al país con delaciones y arrestos imprevistos. Los militares habían logrado un acuerdo con Acción Popular para impedir el ascenso del APRA al gobierno, para conseguir un gobierno civil relativamente funcional y estable. Sin embargo el resultado de este acuerdo no fue satisfactorio y finalmente las Fuerzas Armadas volvieron a tomar el control del Estado para iniciar una reforma de la sociedad desde arriba.
Durante la década de 1970 sin la oposición e incluso con cierto apoyo del Estado, creció un espíritu crítico de las condiciones de la sociedad. Públicamente el Estado cuestionaba el papel que la oligarquía había cumplido en el gobierno del país. Los problemas políticos y sociales eran discutidos en las universidades en términos contestatarios, se exaltaba la dignidad del hombre andino y su derecho a realizar su vida de acuerdo a sus propios patrones culturales. Se denunció la hegemonía de la herencia hispánica. Se celebró la consagración del quechua como lengua oficial. Se enalteció la justicia social como valor fundamental. Sin embargo, a muchos de estos jóvenes intelectuales les seguía impresionando la revolución cubana y las transformaciones sociales que había producido y les indignaba el contraste entre los potenciales sociales y la situación efectiva del país. Muchos de ellos se convencieron de que no había la menor posibilidad de que los derechos del hombre ocuparan el lugar que merecían en la sociedad existente y terminaron evolucionando hacia el extremismo de izquierda. Creyendo en la doctrina del partido como vanguardia revolucionaria abandonaron los espacios de discusión pública y se autoproclamaron la conciencia del pueblo.
Estos jóvenes rojos cantaban entonces y seguirían cantando hasta el fin de siglo canciones de protesta, harían plantones y gritarían contra los dictadores, aunque con bastante certeza se podría afirmar que todas esas protesta no hacían ninguna mella en el régimen dominante. Ellos mismos lo podían reconocer. Esto no significaba negar la posibilidad de realizar reformas en la situación existente, sino creer que ninguna de estas reformas podía alterar la real naturaleza del régimen instaurado.
Este ambiente fue propicio para la imaginación y la búsqueda de un momento en que hubiera unidad entre la racionalidad y la realidad de la vida. En esta búsqueda Flores encontró la utopía andina. La utopía andina constituyó la totalidad de proyectos del hombre andino para enfrentarse a la irrupción de Occidente. Pero el peligro reapareció porque la utopía andina fue tanto un concepto metafísico como un desarrollo histórico y, por lo mismo, permanente y variable a la vez.