Alberto Flores Galindo
realizó la crítica de la sociedad peruana de su tiempo a partir de la
revelación de sus raíces negativas. Ya antes Heraclio Bonilla había combatido
el proyecto historiográfico tradicional en “La Independencia en el Perú”. Los dos
pensaban que la definición que hicieron los ideólogos criollos de la peruanidad
surgió de y significó un encubrimiento primordial: la negación de la raíz
andina de este país, la negación de su historia propia y de su cultura
diferente a la occidental.
Esta negación fue la
causa determinante del fracaso del proyecto nacional criollo. Este proyecto,
como había sido definido por Víctor Andrés Belaúnde, partía de la aceptación de lo
dado y de la autoridad final de los hechos tal como existían. Del Busto heredó el
proyecto tradicional y representó la culminación de la historia peruana como
unitaria, cristiana e hispánica. El asumió la defensa del país tal como existía, por eso su actitud era conservadora y
satisfacían su pensamiento con los hechos, renunciando a cualquier transgresión
más allá del estado de cosas dado. Los historiadores oligárquicos consideraban
a cualquier formación social anterior como un estadio previo de la peruanidad.
No aceptaban que pudiera ser algo diferente de lo que ellos creían y se
resistían a aceptar un país diferente. La historia académica nacional llegó a
su término con Del Busto, de modo que en adelante cualquier avance en la
comprensión del país solo de conseguirá desde fuera del proyecto nacional
criollo.
Flores Galindo
proponía despojar a la historia escrita por y para la oligarquía de su posición
de autoridad. Intentó superar la historia como relato dogmático, como tradición
eterna, revelando que sus pretendidos hechos habían sido fabricados y puestos a
propósito, con una intención subyacente. La verificación histórica tradicional
se basaba en la justificación racional del proceso y se sostenía en documentos
escritos. Proclamaba el poder de la escritura y pretendía que toda verdad
estaba en esos documentos escritos. Negaba que los documentos tuvieran una
intención subyacente, oculta, y que respondieran a intereses particulares, de
un grupo, de clase. José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaúnde no podía
imaginar una transformación de la sociedad que significara una ruptura con el
orden presente heredado de la Conquista española. Flores Galindo quería
superar todo eso, pero la superación no significaba el olvido, no es dejar
atrás o divorciarse de ella. Superar es sobreponerse a la enfermedad que
significó la historiografía tradicional. Curarnos del proyecto tradicional no
ocurre sin dejarnos una cicatriz, de modo que logramos soportar aquella
ignorancia, pero aquella ignorancia nos deja una huella y determina nuestra
comprensión. Nos quedamos con la imaginería tradicional, nacional, católica y
conservadora pero nos sobreponemos a ella.
La utopía andina de
Flores Galindo quiso ser la cura de historiografía tradicional. Buscaba el
encuentro entre la historia y la posibilidad, para interrumpir el desarrollo de
este orden opresivo para el hombre en nuestro país. Desde el punto de vista de
la historiografía tradicional era necesario justificar/explicar el orden
existente, por lo que cualquier perturbación del pasado tal como había sido
consagrado por la República oligárquica resultaba una perturbación del sano
progreso social y un ataque a la peruanidad. Riva Agüero quería que fuéramos regidos por el
noble yugo de la verdad, pero sinceramente era el yugo de la oligarquía. Flores
quiso liberarnos de la vanidad del conocimiento.
Del Busto quería que creyéramos que había
inventado un instrumento mágico que nos pondría a salvo de la vorágine del
tiempo. Nos quería convencer que era un aparato útil y racional, que ofrecía
orden y legalidad a la historia.
Los historiadores tradicionales como Iwasaki
eran conscientes de que
La
voluntad de comprendernos a nosotros mismos a través de la contemplación de
nuestra historia ha sido una constante en la búsqueda de una conciencia del ser
nacional.
Esta
voluntad había dado origen a dos fenómenos diferentes: la conciencia histórica
y la conciencia de la crisis. La conciencia histórica actualizaba lo
insustituible, peculiar e individual, lo que no estaba fundado en un valor
general. Para Iwasaki solamente la conciencia histórica era la manifestación
auténtica de la identidad nacional. Por supuesto él y los que pensaban como él
encarnaban la voluntad de comprendernos y poseían la verdadera identidad
nacional mientras que sus adversarios solo tenían errores y falsedades, pura
conciencia de la crisis.
La
conciencia de la crisis, según Iwasaki, aparecía en momentos críticos, dando la
sensación de transformación y cambio en la historia. A su entender, el problema
de identidad del Perú se había producido debido a que la conciencia de la
crisis se generalizó hasta ser aceptada por todos los peruanos como la conciencia
histórica. La historia, según la entendía, no trataba de la transformación y
cambio, sino de permanencia. Para él los historiadores que promovían el cambio,
los marxistas, arruinaron al Perú al crear la falacia de la No-Nación:
De
alguna manera, todo esto es lo que han hecho con la nación peruana los
historiadores marxistas: convertirla en una entelequia barata y en una utopía
apocalíptica.
Luego
de descalificar a todos los que se pronunciaron por la transformación y el
cambio, reclamaba a los modernos sociólogos que no se limitaran a plantear el
problema del Perú como nación sino que contribuyeran a su solución, a la
construcción de una sociedad más libre, justa y democrática, sin dar valor a su
postura crítica ni a las pretensiones de la utopía andina, una utopía
socialista. Claro que construir tal sociedad solo podía hacerse reiterando el
proyecto conservador.
Contra esta postura se
revelaba Flores Galindo. La historiografía tradicional había basado la nación
en la religión católica, el Estado centralizado y la cultura en castellano.
Flores quiso abrir la narración a la conciencia de su condicionamiento
histórico y protegerla contra la presuntuosa manía del relato verdadero u
definitivo. La historiografía tradicional ya no podía escudarse en la antigüedad
de los documentos sino que debía proporcionar una justificación histórica de si
mismo. La esperanza de una sociedad más solidaria requería una práctica
histórica actual para cumplirse. La práctica histórica debía declarar sus
motivos. La esperanza necesitaba imaginación. Flores no dudaba en justificarse:
su legitimidad partía de su anhelo de justicia. La utopía andina buscaba brotar
del terreno de lo imaginario y crecer en lo actual.
El Perú en la actualidad, está viviendo
quizás, lo que Europa vivió en el siglo XIX. Este último fue para el Viejo
Mundo un siglo de búsqueda de la identidad nacional. (Mesa redonda: la utopía
andina. Publicado en Utopía. Revistas de política y cultura. Lima. Año I Nº 1.
Enero de 1990, reproducido en Kapsoli: Modernidad y tradición p.
228)
La nacionalidad no era
una herencia del pasado colonial sino una labor pediente, actual, urgente. Para
comprender estas afirmaciones de Flores era necesario ubicarse en el marco
cultural del Perú de las décadas de 1960 y 1970. El Perú vivía el desborde
popular, la transformación llevada a cabo por las migraciones del campo a la
ciudad, desde los Andes hacia la Costa, el fin de la ilusión de un país
hispánico en el océano Pacífico. El Perú vivía el fracaso del reformismo civil
y los primeros experimentos de insurgencia comunista. El impacto de la
revolución cubana era profundo, en especial entre la juventud intelectual. Ya
había caído la dictadura de Odría, una de las formas más crueles y vergonzosas
de tiranía militar, que había aterrorizado al país con delaciones y arrestos
imprevistos. Los militares habían logrado un acuerdo con Acción Popular para
impedir el ascenso del APRA al gobierno, para conseguir un gobierno civil
relativamente funcional y estable. Sin embargo el resultado de este acuerdo no
fue satisfactorio y finalmente las Fuerzas Armadas volvieron a tomar el control
del Estado para iniciar una reforma de la sociedad desde arriba.
Durante la década de
1970 sin la oposición e incluso con cierto apoyo del Estado, creció un espíritu
crítico de las condiciones de la sociedad. Públicamente el Estado cuestionaba
el papel que la oligarquía había cumplido en el gobierno del país. Los
problemas políticos y sociales eran discutidos en las universidades en términos
contestatarios, se exaltaba la dignidad del hombre andino y su derecho a
realizar su vida de acuerdo a sus propios patrones culturales. Se denunció la
hegemonía de la herencia hispánica. Se celebró la consagración del quechua como
lengua oficial. Se enalteció la justicia social como valor fundamental. Sin
embargo, a muchos de estos jóvenes intelectuales les seguía impresionando la
revolución cubana y las transformaciones sociales que había producido y les
indignaba el contraste entre los potenciales sociales y la situación efectiva del
país. Muchos de ellos se convencieron de que no había la menor posibilidad de
que los derechos del hombre ocuparan el lugar que merecían en la sociedad
existente y terminaron evolucionando hacia el extremismo de izquierda. Creyendo
en la doctrina del partido como vanguardia revolucionaria abandonaron los
espacios de discusión pública y se autoproclamaron la conciencia del pueblo.
Estos jóvenes rojos
cantaban entonces y seguirían cantando hasta el fin de siglo canciones de
protesta, harían plantones y gritarían contra los dictadores, aunque con
bastante certeza se podría afirmar que todas esas protesta no hacían ninguna
mella en el régimen dominante. Ellos mismos lo podían reconocer. Esto no
significaba negar la posibilidad de realizar reformas en la situación
existente, sino creer que ninguna de estas reformas podía alterar la real
naturaleza del régimen instaurado.
Este ambiente fue
propicio para la imaginación y la búsqueda de un momento en que hubiera unidad
entre la racionalidad y la realidad de la vida. En esta búsqueda Flores
encontró la utopía andina. La utopía andina constituyó la totalidad de
proyectos del hombre andino para enfrentarse a la irrupción de Occidente. Pero
el peligro reapareció porque la utopía andina fue tanto un concepto metafísico
como un desarrollo histórico y, por lo mismo, permanente y variable a la vez.