El
abandono de los relatos hegemónicos de la historia del país es una condición
necesaria para el establecimiento de una sociedad participativa y democrática.
Si existiera una verdad definitiva sobre la historia las personas no tendrían
nada que opinar y la construcción de una identidad nacional sería un proyecto
absurdo, ya que esta identidad precedería a las personas. Del Busto busca negar
el carácter de artificial (fabricado) de cualquier relato. Para lograr eso
insiste en la ficción de la peruanidad.
Del
Busto sigue creyendo en la existencia metafísica de la verdad histórica como
correspondencia entre el relato y el pasado, se niega a aceptar que su relato
es sólo otra versión e insiste en crear una identidad nacional a partir de la
aceptación de hechos incuestionables (como si los cronistas no se equivocaran o
no mintieran) y en base a esencias (la peruanidad). Para él no existe
participación colectiva en la creación histórica del país, solamente aceptación
o, mejor, franca resignación. Para del Busto la historia de ninguna manera
puede ser una creencia compartida, porque el pasado es una cosa cerrada e
inmutable.
Flores
Galindo buscó algo diferente, dio un paso más allá reconociendo que la verdad
no se encuentra en libros viejos, sino que se construye mediante el dialogo.
Sujetos a la
dominación, entre los andinos la memoria fue un mecanismo para conservar (o
edificar) una identidad. (Buscando un inca p. 20)
Conservar o edificar,
Flores aún vacilaba entre la idea del pasado como una heredad recibida o una
labor creativa. Había aprendido que los libros sirven como registro de
conocimientos. Pero también sabía que los libros sirven también para inventar
ideas, como un territorio para la especulación, la imaginación y la inventiva.
Los libros son además herramientas para la construcción de nuevos libros,
nuevos relatos. Un libro es una herramienta para aplicar sobre el mundo pero
también es una herramienta para perfeccionar otra herramienta.
Ruiz Zevallos
descalificó a Flores Galindo por apego a la utopía socialista, pero lo mismo
puede aplicarse a Del Busto: queda descalificado por su apego a los valores
tradicionales (los de una oligarquía en retirada).
Flores
Galindo murió prematuramente y no completó su evolución intelectual. Del Busto si
la completó y está entre los enemigos de la sociedad abierta sobre los que
escribe Popper: de la manera más intolerante ha proclamado la verdadera
historia del Perú y tiene el derecho y el deber de hacernos participar de la
peruanidad.
Popper
imaginaba la verdad como una prueba de ensayo y error, un sucesivo abandono de
hipótesis que se habían revelado obsoletas en un continuo viaje que no alcanza
ninguna verdad absoluta. Es la parábola del navío de von Neurath: hemos
preparado nuestra nave, la Ciencia, y zarpamos rumbo al país del Conocimiento.
Pero estando en alta mar nos damos cuenta que la nave hace agua. Nos apuramos en
achicar la nave y la parchamos como podemos para continuar el viaje. De pronto
alguien dice que no sabemos qué rumbo tomar y otro duda de la existencia del
país del conocimiento. Del Busto es un pasajero dormido, ignorante del problema
en que nos encontramos y que sueña ser de un filósofo de la República
platónica, dispuesto a obligar al resto a dirigirse a eso que ellos
consideraban la verdad.
Platón
había puesto la verdad en ideas, el cristianismo la envió al más allá. La
ciencia positiva del siglo XIX colocó la verdad en el hecho objetivamente
verificado, aunque sin reconocer que el hecho es producido por el sujeto que se
relaciona con el mundo. Nietzsche desenmascaró este engaño y afirmó que no
existía ninguna verdad objetiva, sino que todo conocimiento se disolvía en el
puro subjetivismo. Heidegger nos mostró el error de creer que el ser es un
objeto. No existe verdad sino interpretaciones. Cada narración histórica debe
ser comprendida en el horizonte del historiador que la enuncia y de la
comunidad que concuerda con ella. Del Busto creía estar haciendo historia, pero
sus oyentes pueden desconocer completamente el valor de su relato.
Esto ya le había
pasado a Del Busto en vida. De los docentes que yo conocí en la Universidad
Católica, el único al que se le atribuía leyendas propias era a él. Decían de
él y de Agustín de la Puente que hablaban estupideces.
Frente
a Del Busto uno debe emplear la noción de verdad como interpretación para
desenmascarar las trampas de un relato diseñado para justificar la dominación
establecida por la Conquista. Del Busto se negaba a aceptar que la verdad era
un hecho interpretativo, de modo que podía proclamar la correspondencia exacta
entre su narración y el pasado, no aceptaba un consenso respecto a la memoria
comunitaria. Ningún historiador ha contado jamás toda la verdad, sólo la verdad
y nada más que la verdad. Cualquier libro de historia es un relato donde se ha
escogido hechos que se juzgan importantes y se los ha ordenado de forma
comprensible. Este relato nunca es desinteresado, sino que responde al
horizonte dentro del cual fue elaborado.
En
este sentido, cualquier narración que se presente como verdad histórica
absoluta, como relato objetivo y última instancia sobre un periodo (y en el
caso de Del Busto, lo que él considera el nacimiento de la nación peruana) más
que un valor es un peligro. Hay quienes dicen que del Busto nos sigue dando
lecciones de historia y que nadie puede discutir su palabra, porque es la
palabra final sobre el tema. En última instancia es él quien decide que es la nación
peruana, sin tomar el cuenta la opinión de los otros peruanos o incluso contra
ella. Más que una lección de historia nos da una lección de intolerancia. Allí
donde un historiador declara haber encontrado la verdad definitiva e
irrebatible sobre el pasado se acaba la historia como ciencia y se convierte en
farsa. La verdad sobre el Perú como nación debe buscarse en el consenso, en ese
plebiscito cotidiano en el que debemos decidir qué significa ser peruano.
Los
periodos en los que se ha enunciado una única narración histórica han sido
épocas de gran cohesión social y de tradiciones compartidas, pero también de
autoritarismo y tiranía. No es una casualidad que Del Busto se adhiriese a la
institución más despótica e intransigente de la Iglesia católica, ni que
proclamara la revelación divina como sustento definitivo de la verdad.
Con
el desarrollo de la ciencia y el triunfo de la técnica se vuelve más evidente
la ilusión de Del Busto. Cualquier médico sabe que todos los años pueden
aparecer nuevos tratamiento, que condenen al olvido lo que antes se tenía como
norma. Cualquier persona sabe que todos los años saldrán a la venta nuevas
computadoras y se volverán obsoletas las que hayamos tenido hasta entonces. Por
eso que en medicina se habla de state of the art, lo que puede hacerse en este
momento, pero nos asombramos ante lo que se podrá hacer el año venidero. Si la
medicina es una ciencia, la verdad de la medicina se está haciendo cada año,
constantemente repensamos los problemas y pensamos nuevas soluciones.
El
intento de Del Busto fue crear su propia dictadura en el campo de la historia,
lo que se relaciona claramente con el viraje político de la sociedad peruana,
la crisis y la desaparición de los partidos de izquierda en la década de los
ochenta y los noventa. Es llamativo que la dictadura de Fujimori nos quisiera
imponer héroes como Montesinos y fraguara un edificante relato patriótico sobre
quienes nos salvaron de las hordas senderistas. Se parece mucho al relato que
hizo Del Busto de Pizarro.
En
resumen, Del Busto es un enemigo de los peruanos por la concepción esencialista
que tiene de la nación: todos los peruanos tenemos que responder ante la
peruanidad, que es nuestra identidad fundamental y obligatoria. Para que uno se
reconozca como peruano no puede hacer otra cosa que someterse a ese modelo
esencial. Dado que él como historiador ha descrito la formación de la
peruanidad, le toca a él decidir quién es peruano. El se ha designado guardián
de nuestra identidad.
Del
Busto seguía preso de fantasmas metafísicos, tenía la idea de ser peruano como
algo dado definitivamente, una manera de ser objetiva establecida de una vez
por todas. La historia del país estaba cerrada y que no deja espacio para la
libertad de elección.
Esto
era justamente lo que Flores Galindo cuestionaba: para él no tenía ningún
sentido esa obligación de ser peruanos de una sola manera, sino que entendía la
identidad como una elección y un proyecto.