lunes, 25 de noviembre de 2013

Sobre la Conquista

La facilidad con la que fue sometido el Tahuantinsuyo resulta pasmosa. Los mismos conquistadores se asombraban de ello y creían que su victoria se debía a la intervención divina. Las crónicas de Jerez, Sancho, Cieza de León, Pedro Pizarro o del padre Acosta apelaban al auxilio de la Virgen María y de Santiago Apóstol. Acosta afirmó que el Imperio incaico cayó por culpa de sus pecados, ya que Huáscar era hijo de la unión incestuosa entre hermanos. Dios habría puesto fin al Imperio incaico para acabar con la idolatría y establecer la verdadera religión cristiana. Los conquistadores también entendieron la destrucción fácil del Imperio se debió a la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa.
Las versiones de la Conquista, entre ellas la que ofrece del Busto, propusieron algunas explicaciones de por qué ocurrió tan exitosamente. La mayoría de los historiadores coinciden en el éxito militar de la Conquista fue posible por el colapso demográfico americano. Las causas del colapso demográfico comprenden: las guerras, la explotación, las epidemias y la crisis social. Fueron sobre todo las enfermedades infecciosas traídas por los europeos y desconocidas por los americanos, especialmente la viruela, las que diezmaron a la población originaria y desestructuraron a sus sociedades. En 1492 la población de la península ibérica era menor a 10 millones de habitantes y Europa tenía entre 57 y 70 millones. La población americana originaria pudo ser algo menor o similar a la europea y muy superior a la española. Los primeros cronistas describieron un Nuevo Mundo densamente poblado. Los conquistadores referían pelear con ejércitos nativos formados por cientos de miles de guerreros mientras que los misioneros referían haber bautizado a millones de paganos. Los cálculos modernos de Sapper, Spinden, Rivet y Denevan varían entre 40 y 60 millones. Las poblaciones de los Andes centrales y de México, cada una por separado, superaban a la población peninsular. En dos generaciones España y Portugal superaron en población a México y Perú y un siglo después tenían más habitantes que todos sus dominios americanos.
Varios historiadores norteamericanos han elaborado estadísticas sobre la evolución de la población americana. Borah y Cook calcularon la población de México central (Nueva España sin contar con Nueva Galicia) en 1548 en unos 7.4 millones y constataron un retroceso sostenido durante todo el siglo XVI. Así, en 1568 México central tenía solamente 2.65 millones, que se redujeron para 1580 a 1.9 millones y para 1595 a tan solo 1.395 millones. De acuerdo a esta tasa de decremento, en 1532 debían vivir en México central entre 16.3 a 17.3 millones de habitantes y calcularon que la población prehispánica debió ser de 25 millones. Empleando el esquema de distribución de Rosenblat para América central y del sur, estimaron que la población precolombina estuvo alrededor de 75 millones.
Frente a la catástrofe demográfica fue imposible que las culturas americanas continuaran su desarrollo autónomo. España había emprendido la conquista de América con menos de la mitad de la población mexicana, pero 20 años después tenía el doble, y 100 años después tenía más de diez veces la población de México. Frente a las epidemias mortales extendidas por la migración desde el Viejo Mundo, la importancia de los factores militares y culturales en el triunfo de los conquistadores debe considerarse en segundo lugar. El simple contacto con los occidentales ya había condenado a muerte a los americanos. Ya desde la colonización del Caribe los españoles fueron conscientes de la disminución de la población originaria. Tempranamente se organizaron expediciones para capturar esclavos y remplazar a los taínos que habían desaparecido en las Antillas Mayores.
En la actualidad el consenso entre los historiadores es que el contacto con Occidente produjo una catástrofe demográfica en América. La viruela, el sarampión y la peste bubónica fueron los principales agentes involucrados. Además, los africanos traídos en condición de esclavos introdujeron en el Nuevo Mundo la malaria y la fiebre amarilla. Los desplazamientos forzados de poblaciones que ejecutaron los conquistadores rompieron cualquier barrera natural para la extensión de las epidemias. Los únicos límites para las pandemias fueron los límites de la expansión española y el grado de explotación al que fue sometida la población americana. La movilización de mano de obra forzada no sólo favoreció la propagación de enfermedades sino también la desestructuración social, el abandono de los campos de cultivo y la escasez de alimentos. Violencia, explotación, hambre y peste atravesaron el continente junto a los conquistadores.  
En México la epidemia de viruela brotó en 1520 y en noviembre mató al tlatoani Cuitláhuac, quien había vencido en la Noche Triste. Durante el sitio del Tenochtitlan la viruela diezmó a la población mexica. La primera epidemia de viruela en los Andes ocurrió en 1529 y mató al mismo Inca Huayna Cápac, padre de Atahualpa. Nuevas epidemias de viruela ocurrieron en 1533, 1535, 1558 y 1565. Henry Dobyns estimó que el 90% de la población andina murió durante esas epidemias.
Del Busto sostuvo que la razón de la rapidez de la Conquista se hallaba en la tecnología militar superior de los españoles: ellos sobrepasaron a los hombres andinos por la caballería, las armas de hierro y de fuego. Sin embargo, del Busto ahondó poco en la técnica de combate de la hueste perulera. Además, la fase inicial de la Conquista se realizó con pocas acciones militares. Tras la captura de Atahualpa en Cajamarca, Pizarro se hizo con el control de la administración incaica. En la plaza de Cajamarca murieron de 6 a 8 mil personas, De allí en adelante, todas las acciones militares españolas contaron con el apoyo de guerreros andinos aliados. 
Si se estudia otros modelos, como la derrota de las legiones romanas antes los pueblos bárbaros, puede imaginarse mejor cómo fue la conquista de América por los españoles. Los incas habían extendido su dominio a través de montañas y de desiertos por casi dos mil kilómetros, pero nunca vivieron en ciudades amuralladas y casi no existieron verdaderas fortalezas en el Tahuantinsuyo. Su táctica de pelea, tantas veces exitosa, se basó en tres principios: la confianza en sus huacas, humanas o no; la confianza en la fuerza de los brazos, sea para arrojar lanzas o empuñar porras y la confianza en la resistencia de sus piernas.
El ejército romano luchaba de igual forma: desdeñaban pelear a distancia con arcos y arremeter con lanza a caballo, amaban pelear con la pesada lanza y la espada corta del legionario de a pie, agrupándose en torno a sus estandartes. Los romanos conquistaron el mundo antiguo a pesar de no ser jinetes. Sin embargo, cuando finalmente se toparon con jinetes que peleaban a caballo, los bárbaros godos, conocieron la ruina. El ocaso de la infantería romana quedó sellado en la batalla de Adrianópolis, donde cuarenta mil legionarios fueron aniquilados, junto a todos sus oficiales y el mismo emperador Valente. El día de la batalla la infantería romana había atacado el campamento godo y luchaba para abrirse paso entre los carromatos enemigos, cuando los escuadrones de caballería pesada bárbara atacaron a la caballería ligera tracia, en el flanco izquierdo. Los tracios no pudieron sostener el empuje de los godos y huyeron en todas direcciones. Luego los godos se volvieron, aplastaron a la infantería aliada y cargaron contra los legionarios, que peleaban entre los carromatos. Viendo el desastre que amenazaba, la caballería del ala derecha huyó y los godos cercaron a los romanos. Finalmente, la infantería bárbara salió de atrás de los carromatos y atacó por el frente. Completamente rodeados, los romanos fueron aplastados. Peleaban tan apretados que no tenían espacio para blandir sus espadas. Los lanceros no podían manejar sus lanzas entre los soldados apiñados o terminaban atravesando a los compañeros delante de ellos. Durante todo el día los jinetes godos masacraron a placer a los romanos, mientras la infantería goda diezmaba a las legiones con sus flechas.
Adrianópolis no fue la primera vez que la infantería romana fracasaba ante la caballería pesada. Lo mismo había ocurrido en Cannas, donde los jinetes númidas habían destrozado a la caballería ligera romana y completado el cerco de las legiones, que igualmente fueron exterminadas. Los infantes no podían resistir la carga de los lanceros vestidos con armadura.
Las luchas de la conquista de América reeditaron estas batallas de la Antigüedad. Al enfrentarse los infantes indígenas de los Imperios azteca o inca a los jinetes con coraza españoles, primero de la Reconquista y luego de la Conquista del imperio ultramarino de Occidente, se repitieron las catástrofes de las legiones romanas. Los conquistadores no fueron numerosos, sino escasos, pero eran solados de profesión, especialista en el uso de armas. No ha sido la primera vez que pequeños ejércitos conquistaban territorios extensos: lo hicieron los griegos con Alejandro, los romanos, los ingleses en la India. Belisario, el último gran general romano, que adaptó las tácticas de caballería pesada al ejército romano, recuperó Africa con una fuerza de 15000 hombres, 6000 de los cuales eran jinetes, frente a los 100000 guerreros vándalos. Luego inició su campaña de Italia con 12000, frente a los 100000 jinetes y 100000 infantes arqueros godos. En la antigüedad ocurrieron peleas de fuerzas inferiores en número contra fuerzas superiores y en las que vencieron porque el número no era una garantía de victoria. En el pasado, antes de la invención de medios de comunicación a distancia, era difícil mantener el orden de 15000 hombres en batalla, menos podía mantenerse el orden de treinta o de cuarenta mil hombres. Este problema lo sufrieron los ejércitos andinos, que acudían en grandes masas a peleas rituales, que se realizaban siguiendo reglas establecidas, cerradas a la iniciativa personal. Además los ejércitos andinos carecían del espíritu profesional de las huestes de la Conquista. No había en ellos nada parecido a soldados de oficio españoles ni tenían formar de hacerles frente.
El Descubrimiento y la Conquista no fueron acontecimientos accidentales para España, sino que ella fue al terminar la Edad Media el país mejor preparado para emprender la empresa ultramarina. Aunque las Indias fueron patrimonio del reino de Castilla, todos los dominios de Carlos V contribuyeron con distintas habilidades para la Conquista.
La gran época de la Conquista ocurrió en las décadas de 1520 y 1530.  
También asombra las pocas batallas que peleó Pizarro, de modo que los españoles marcharon hasta Cusco sin que nadie les cerrara el paso. Se comprende esto porque el Tahuantinsuyo no fue estado nacional, sino la hegemonía de una etnia, la inca, sobre los otros pueblos andinos. La población del Tahuantinsuyo fue estimada por Cook entre 4 y 15 millones. Se ha planteado incluso cantidades tan grandes como 30 millones de habitantes. Sin embargo, la etnia inca sólo era una parte de este total, tal vez medio millón de personas. Ellos fueron quienes tomaron parte en la guerra de resistencia, mientras que las otras etnias andinas no se levantaron contra los españoles. No existió un enfrentamiento general de los pueblos andinos contra los españoles. La mayoría de las etnias andinas se desentendieron del curso de la guerra entre incas y españoles o incluso se unieron a los españoles para librarse de la hegemonía cusqueña. Muchos curacas locales ayudaron a los conquistadores y les proporcionaron apoyo militar y logístico: guerreros, portadores y víveres. Pizarro supo sacar provecho de los deseos de autonomía de los señores étnicos y en muchos casos ganar su voluntad y su colaboración. De esa manera, la hueste perulera no se movió por un país hostil, sino que contó en algunos casos con el apoyo de los señores locales.
La explicación de la Conquista dada por Del Busto se basaba en la supremacía de los caballos, en la superioridad de un ejército montado, el ejército desarrollado en las guerras de la Baja Edad Media y de la Reconquista. Aunque la imagen de la caballería pesada había monopolizado la naturaleza de la guerra en la Edad Media, los ejércitos medievales también estaban integrados en el siglo XV por otros especialistas, tales como piqueros, ballesteros, arcabuceros o tropas de asedio. Al final de la Edad Media ocurrieron dos cambios importantes en la forma de guerrear. El primero fue la posibilidad de reunir ejércitos mayores de carácter permanente. El segundo fue el rol protagónico que adquirieron las armas de fuego. El apogeo de los cañones quedó sellado con la caída de Constantinopla, cuando el sultán Mehmet II destruyó las murallas de la ciudad cañoneándolas durante seis semanas. La novedad de los cañones para destruir las fortalezas medievales alcanzó hasta el siglo XVII, durante el sitio de Drogheda y de Wexford. Para el siglo XVI largamente ya había concluido la edad dorada de la caballería, ocurrida entre los siglos XI al XIII. A partir del siglo XIV ocurrió la decadencia del rol preponderante de la caballería feudal, que perdió terreno ante el apogeo progresivo de la infantería y de la artillería. La caballería fue perdiendo preponderancia a medida que las transformaciones sociales fueron cambiando los ejércitos bajomedievales y mermando la importancia de la nobleza en ellos. Sin embargo, aunque los conquistadores de América fueron predominantemente infantes, hubo un porcentaje alto de jinetes. En la hueste perulera, uno de cada tres hombres fue encabalgado.
Durante los siglos XIII a XVI se observó un proceso de decadencia de la caballería feudal relacionado a su inadaptación a los cambios tecnológicos en la guerra: la expansión y especialización de la infantería, el desarrollo de las armas de fuego. La evidencia de la decadencia de la caballería feudal quedó manifestada en la mutación funcional que los torneos sufrieron entre los siglos XII al XV, cuando dejaron de ser el ejercicio nobiliario de entrenamiento militar por excelencia y se convirtieron, sobretodo en el siglo XV, en un espectáculo cortesano de recreo nobiliario, un ritual de autoafirmación de la nobleza, ya sin valor militar real. De hecho las mejores armaduras, aquellas forjadas por Konrad Seusenhofer en el siglo XVI, eran inútiles ante las nuevas armas de fuego. Los torneos se habían convertido en un enfrentamiento deportivo, un ritual cortés, una fastuosa ceremonia.
La caballería se vio forzada a adaptarse a las nuevas técnicas de combate al final de la Edad Media, de  manera que vivió un nuevo apogeo hacia 1450. Una caballería mejor equipada seguía siendo la columna vertebral de los ejércitos, aunque ahora trabaja más estrechamente vinculada con la infantería. La eficacia de las cargas de caballería requería de la acción coordinada con otros combatientes, especialmente tiradores, arqueros y ballesteros. La caballería del siglo XV actuaba menos en grandes batallas campales y más en las operaciones que ya dominaban la naturaleza de la guerra, los asedios y las incursiones de pillaje y destrucción. La guerra se había vuelto más intensa y compleja. Los jinetes y los infantes se integraban en ejércitos cada vez mayores y de rasgos contractuales, donde el reclutamiento se hacía por sueldo. La infantería se diversificó: al lado de los combatientes tradicionales proliferaron las tropas mercenarias, como los almogáveres. La caballería pesada también cedió espacio a la caballería ligera, de mayor movilidad y rapidez, los jinetes castellanos y los cavalls-alforrats catalanes, nacida de los enfrentamientos con los musulmanes. La caballería mantenía su importancia, pero actuaba en coordinación con la infantería y peleaba de manera polivalente. Los jinetes podían combatir montados, realizando cargas, como también desmontados, en formación compacta, usando las lanzas a modo de picas o blandiendo las espadas. Esta caballería renovada peleaba en una nueva unidad de combate, la lanza. Las lanzas españolas, a diferencia de las lanzas inglesas o francesas, estaban formadas solamente por jinetes, un caballero, un jinete ligero y un paje. En Castilla incluso se dio más relevancia a la caballería ligera, debido a las luchas fronterizas constantes con los musulmanes, y se diferenciaron las lanzas a la jineta y las lanzas de hombres de armas, de caballería ligera y pesada respectivamente. Esta nueva caballería polivalente luchó en una fase final gloriosa, hasta decaer ya bien entrado el siglo XVI.
La artillería desempeñó un papel relevante en las campañas de reconquista de Granada de la década de 1480 y la conquista del reino de Nápoles por Carlos VIII entre 1494 y 1495. Durante la segunda mitad del siglo XV, la artillería ganó la iniciativa en el asalto a las fortalezas. A comienzos del siglo XVI consiguió movilidad y cobró importancia en el campo de batalla. Las armas de fuego individuales ya habían sido empleadas con éxito en combate por los husitas, en sus carros artillados. Los disparos detenían y desorganizaban al enemigo y preparaban el terreno para el asalto de infantería. El arcabuz se fue difundiendo desde el siglo XV, pero era un arma lenta para recargar y por ello demoró algún tiempo en desplazar a la ballesta. Sin embargo, para 1470 Carlos el Temerario, duque de Borgoña, tenía arcabuceros a su servicio y el rey Matías de Hungría planteaba que una quinta parte de la infantería fueran arcabuceros. Se difundió la práctica de mantener ejércitos permanentes, algo que no ocurría con ningún ejército en los Andes. Numéricamente, el mayor ejército europeo fue el turco. Mehmet II reunió 80,000 soldados para el sitio de Constantinopla. Las tropas de elite otomanas eran reclutadas entre los hijos de los súbditos cristianos y entrenadas como fanáticos musulmanes. Durante el reinado de Mehmet II, los jenízaros aumentaron de 5,000 a 10,000 en 1472. Ningún gobernante europeo logró mantener una fuerza comparable.  Los reyes Valois de Francia fueron los primeros en establecer ejércitos permanentes en Europa occidental. La gran dificultad para conservar estos ejércitos era recaudar el dinero necesario para pagarlos. Antes de 1445 no se había planteado la posibilidad de retener a las tropas en servicio, pero los ejércitos franceses después de sus victorias en Normandía entre  1449 y 1450 y en Gascuña entre 1451 y 1453 fueron mantenidos. Durante la segunda mitad del siglo XV y comienzos del siglo XVI se generalizó el empleo de infantería mercenaria, fuesen landsknechte suizos o alemanes. Los Reyes Católicos realizaron su primera gran empresa militar, la reconquista de Granada, empleando contingentes reclutados y dirigidos por la nobleza a la manera tradicional. Sin embargo, cuando participaron en las guerras de Italia tuvieron que crear un ejército real permanente al nuevo estilo: la ordenanza de Valladolid de 1496 estableció el servicio obligatorio para uno de cada doce hombres entre los 20 y los 45 años.
Los ejércitos españoles eran asalariados. Los combatientes acudían equipados a cambio de una soldada establecida mediante contrato. Las monarquías bajomedievales se esforzaron en mantener ejércitos regulares. En los ejércitos castellanos existía una significativa vinculación con el monarca. Las tropas reales, diferenciadas de las mesnadas o compañías nobiliarias y las milicias concejiles, no sólo englobaban el conjunto de vasallos del rey, caballeros que percibían pensiones o feudos de bolsa por mantener monturas de guerra y estar dispuestos a acudir al ejército real ante cualquier convocatoria, sino también por los contingentes directamente dependientes de la Casa Real. Aunque en torno a la cámara real existió inicialmente un pequeño grupo de monteros, encargados de la custodia personal del monarca, el principal contingente recaía en las denominadas Guardias Reales, unas capitanías de lanzas de hombres de armas que quedaron reguladas en 1406 a 300 lanzas (900 combatientes a caballo organizados en tres capitanías de 100 lanzas), ascendiendo en 1420 a 1.000 lanzas (3.000 efectivos) para volver a fijarse en 1429 a las iniciales 300 lanzas, cifra que descendió a tan sólo 80 lanzas en 1462. Al calor de los conflictos internos castellanos de la segunda mitad del XV, las lanzas de la Casa Real fueron adquiriendo cada vez mayor relevancia como centro de la caballería de los reyes castellanos, dotando de contingentes relevantes de caballería para las campañas de conquista de Granada: así, si en 1481 las Guardias Reales sólo suponían 893 lanzas entre hombres de armas y jinetes, al finalizar la guerra de Granada en 1495 eran 1.400, de las que el 80 % eran de caballería pesada, hombres de armas; y desde 1493 habían sido reestructuradas en 25 compañías uniformes de 100 lanzas y rebautizadas como Guardias de Castilla (también conocidas como Guardias viejas), erigiéndose como el centro del ejército permanente. Las compañías que formaban la milicia en tiempos de los Reyes Católicos no podían operar independientemente a causa de su escasa potencia y de su modesto número de efectivos, y por esta causa se crearon los regimientos o coronelías y luego, con la reforma de 1534, los tercios, con objeto de disponer de unidades de combate autónomas y de características adecuadas para satisfacer las necesidades de las campañas imperiales. La ordenanza de Valladolid reformó la infantería española. Fue organizada en base a regimientos o coronelías, compuestos por doce compañías quinientos soldados. Dos de estas compañías estaban integradas únicamente por piqueros, mientras que las otras diez compañías incluían doscientos piqueros, doscientos espadachines y cien arcabuceros. Cada regimiento de infantería era acompañado por seiscientos jinetes, una mitad de caballería pesada y otra de caballería ligera. La fuerza del ejército español estuvo en los piqueros y en los arcabuceros, ya que su caballería era inferior a la francesa. La fama de los escuadrones de piqueros fue creada por los mercenarios suizos. Ellos infringieron tres grandes derrotas a Carlos el Temerario en Granzón (1476), Morat (1476) y Nancy (1477): las cargas de caballería se mostraron incapaces para detener a los piqueros y menos aún para desordenar sus filas. Los soldados suizos derrotaron a Gonzalo de Córdova, el Gran Capitán, en Seminara en 1495. Después de esta derrota él reorganizó al ejército español, dando preponderancia a las picas y a los arcabuces. Los tercios quedaron formados por tres mil hombres, agrupados en tres regimientos, cada una de con cuatro compañías, lo que permitía un gobierno interior más sencillo. Cada regimiento estaba al mando de un Coronel y el mando del tercio lo asumió un Maestre de Campo. De las doce compañías que formaban el Tercio unas eran de piqueros y otras de arcabuceros, destinándose a las primeras los hombres más fuertes, ya que debían vestir armadura y manejar una pica de grandes proporciones. En Ceriñola en 1503 se enfrentó a los caballeros franceses y a los mercenarios suizos del duque de Nemours: los detuvo con fuego de arcabuces, los atacó con sus escuadrones de piqueros y los persiguió con su caballería ligera, alcanzando una gran victoria. Los arcabuces volvieron a tener un papel principal en las victorias de Bicocca en 1522 y de Pavía en 1525. Las guerras de Italia mostraron al combate como un oficio sanguinario y feroz. El número de bajas aumento, las armas de fuego alcanzaron un papel significativo. La guerra se volvió más profesional. Aunque los capitanes y comandantes de los ejércitos eran en su mayoría de origen noble, debían justificar su posición con experiencia y conocimientos, más amplios de lo que mostraban tradicionalmente.
Para el siglo XVI España había dado a luz al primer ejército moderno. La Conquista fue llevada a cabo por hombres formados bajo el modelo de los tercios. Estos regimientos estaban abiertos a todos los españoles, desde los adinerados, provistos de títulos nobiliarios, seguros de su ascendencia, hasta gente llana, labradores o villanos. Los tercios estaban formados por hidalgos, artesanos, marineros, campesinos o gente sin oficio, incluso marginales que esperaba adquirir una mejor condición social. No faltaron entre ellos escribanos, contadores y notarios. El conquistador de México, Hernán Cortés, fue hijo legítimo segundo, cursó estudios universitarios y fue escribano en Santo Domingo; mientras que el conquistador de Perú, Francisco Pizarro, fue hijo bastardo e iletrado. Pizarro encarnó muy bien el ejemplo de ascenso social que podía conseguirse en el servicio militar y en el Nuevo Mundo.
Dos personajes representan bien las características opuestas y compartidas de los conquistadores: Pedrarias y Balboa. El primer gobernador de Panamá y Nicaragua, Pedro Arias Dávila ha sido considerado como el paradigma de la crueldad y la codicia de los conquistadores. El mandó dar muerte a Vasco Núñez de Balboa, capitán valiente y generoso, descubridor del océano Pacífico. Pedrarias era cuarto hijo de una las más notables familias castellanas, los condes de Puñonrostro. Fue formado en la Corte y sirvió en Granada, Francia, Portugal y Africa antes de ser comisionado por la Corona como representante suyo en Tierrafirme. Pedrarias permaneció al servicio del Rey en las Indias hasta su muerte en 1531. Su adversario, Balboa, fue segundón de un hidalgo pobre de Jerez de los Caballeros, que llegó a Tierrafirme huyendo de la justicia y supo ganarse el liderazgo de los españoles en el Darién. Pero ambos habían venido a América a ganar un patrimonio que no tenían asegurado en España. Los dos eran miembros de las élites peninsulares y buscaron mejorar su posición social en el Nuevo Mundo. Ambos eran hidalgos valientes y ambiciosos.
Los hidalgos tuvieron una participación importante en los tercios. Los soldados nobles eran numerosos, incluso llegaron a ser mayoría en los tercios viejos de Sicilia, Nápoles y Lombardía o en el tercio de Flandes. Hasta una cuarta parte de los soldados tenían derecho al tratamiento de don (dueño), lo que señalaba su condición de caballeros o de hidalgos solariegos. Hubo soldados grandes y titulados, que tenían a más honra pelear como infantes piqueros. 
Bernal Díaz del Castillo, hidalgo de Medina del Campo, autor de la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, afirmó que la mayoría de la hueste conquistadora de Hernán Cortés eran hidalgos, lo que sin duda es una exageración. Pero no existen razones para suponer que la proporción de nobles debía ser menor entre los conquistadores que entre la población general. Al contrario, la esperanza de gloria y riqueza debía atraer a muchos más hidalgos.  
Flores Galindo exageró al afirmar que la cuna marcaba todo el derrotero de la vida en la España del siglo XVI. Fue injusto al creer que todos los conquistadores eran marginales. Sí acertaba, pensando igual que esos aventureros quinientistas, que en las Indias, los actos, la práctica podían permitirles conseguir aquello que sus padres no les habían legado.
Antes del establecimiento del virreinato llegaron a Perú  unos 5000 a 10000 españoles, de los cuales casi 500 consiguieron una encomienda. La colonización de América siguió el modelo de la Reconquista: los conquistadores victoriosos se establecían en las ciudades recien fundadas y esperaban recibir una encomienda para convertirse en una nobleza con base territorial, como eran la nobleza en España. Por ello rechazaron la autoridad de los funcionarios reales en cuanto esta quiso frenar sus ansías de honra. Este rechazo fue el fundamento de la rebelión de Gonzalo Pizarro, quien con su deseo de convertirse en un rey del Perú se volvió abiertamente subversivo, considerando que la realeza era una condición otorgada por gracia divina, no por sus ascendientes sino por sus méritos. El sistema colonial español trasladó tanto instituciones como poblaciones. Los migrantes españoles se establecieron no sólo en las ciudades de las costas, sino en el interior de los antiguos imperios americanos, en los centros mineros, en las ciudades mercantiles de provincias y en explotaciones agrícolas. Pese a sus deseos, hubo entre ellos quienes no consiguieron una situación favorecida en los Andes y terminaron conviviendo con los indígenas. Guaman Poma menciona a españoles bribones y vagabundos, que vivían extorsionando a los indios. Tal vez dos a cuatro mil de los españoles cayeron en esta condición marginal, empujados a vivir junto y como los indios que querían dominar.

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