domingo, 2 de noviembre de 2014

Recordando a Sebastián Lorente

Sebastián Lorente (1813-1884) estudió en el Seminario de Murcia, optando grado de bachiller en Teología en 1828. Estudió medicina en la Universidad de Valencia, recibiéndose en 1834. Al año siguiente se trasladó a Madrid, donde obtuvo la cátedra de Filosofía en el Colegio Real de San Isidro. Sus convicciones liberales lo expusieron a la reacción absolutista, por lo que aceptó la invitación de Domingo Elías, entonces presidente peruano y viajó en 1842 para incorporarse al Colegio Nuestra Señora de Guadalupe. En 1843 enseñó geografía en 1843 y luego ejerció la dirección del plantel entre 1844 a 1849. Lorente reformó el programa de estudios, introduciendo nuevas asignaturas: Historia Antigua, Media y Moderna, Historia General de América, Historia del Perú, Literatura, Economía Política, Estadística e Historia Natural.  Debido a la falta de profesores, Lorente tuvo que dictar hasta diez cursos en 1846. Además. dictó en el Convictorio de San Carlos las asignaturas de Geografía y Literatura, y en el Colegio de Medicina dictó Filosofía, Higiene, Historia Natural y Medicina Legal.
Por problemas de salud se mudó a Huancayo en 1850. En esta ciudad fundó el Colegio de Santa Isabel en 1851, y secundó la revolución liberal en 1854. En 1855 redactó el primer reglamento general de instrucción pública y como inspector de instrucción pública se encargó de aplicarlo. En 1856 integró la legación de Pedro Gálvez ante los gobiernos de la América Central, Colombia, Venezuela, España y Francia. En 1866 volvió a ocupar el puesto de inspector de instrucción pública. Se incorporó a la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos y en 1867 fue elegido como decano.
Viajó a Europa entre 1870 y 1872 para desarrollar nuevas propuestas educativas aplicables al Perú. En 1872 volvió a ocupar el Decanato de San Marcos. En 1875 inauguró el curso de historia de la civilización peruana.
Lorente narró la historia peruana como un relato unitario y continuo a partir de las primeras comunidades hasta la República liberal. Su narración era providencial e inclusiva, comenzando en sus orígenes primitivos hasta su triunfo como República. No fue la suya una historia de reyes sino una historia para el pueblo, un texto de difusión masiva que nos enseñara a reconocernos en la nueva historia republicana, liberal y patriótica.
La crisis desencadenada por la guerra con Chile llevó al abandono del proyecto de Lorente. Los restauradores del país, tanto la oligarquía reconstituida como sus oponentes, condenaron a la primera República como vergonzosa y estéril. González Padra proclamó la urgencia de abandonar todos los proyectos previos y Riva Agüero se convirtió en el nuevo padre de la historiografía nacional. La idea de encontrar la esencia del Perú en su interior y rastrear su origen en la noche de los tiempos fue abandonada y tuvo que esperar a que Jorge Basadre la volviera a anunciar. 
La administración colonial se organizó para aprovechar los recursos de la sociedad andina. La riqueza dl país estaba en las provincias altas. La primera República había encontrado en la exportación del guano una vía para librarse de la herencia parasitaria de la administración colonial y crear un Estado que no viviera a expensas de los campesinos, sino que los incorporara a la sociedad moderna. Pero la República aristocrática estaba decidida a vivir de espaldas al mundo andino y a los ideales liberales de la Independencia. Para ello condenó a los hombres andinos con el cargo de ser indios salvaje y ocultó la labor de los pensadores liberales. Uno de sus proscritos fue Sebastián Lorente. El había visto crecer a la joven República y prosperar. Aunque llegó a ver la ruinosa guerra con Chile, su obra (publicada entre 1855 y 1879) tiene una perspectiva optimista y confiada en el futuro.
Riva Agüero tuvo éxito en condenar al olvido a Lorente. El Perú ya no fue entendido como el pueblo que había evolucionado en este suelo sino como un enclave establecido por la colonización española. Riva Agüero ya no buscó las raíces originarias del país sino sus raíces "latinas" que el ubicaba en Europa. Lima dejó de ser el nombre con que se cristianizó el curacazgo de Gonzalo Taulichusco y se convirtió en una versión de Sevilla, traslada hasta la costa del Pacífico.

viernes, 1 de agosto de 2014

Narración

En 1943 Víctor Andrés Belaunde publicó Peruanidad. La peruanidad era la esencia de los peruanos, una síntesis de sus herencias indígena e hispánica. El destino del Perú era continuar el orden que había surgido con el encuentro de andinos y españoles. La historia del país era una historia de esperanza y salvación. 
Belaunde y Riva Agüero establecieron el nacimiento del Perú en la obra de Garcilaso de la Vega, Ellos difundieron la imagen del cronista como un aristócrata culto y nostálgico, síntesis brillante de la estirpe de los conquistadores y las raíces indias. Garcilaso fue presentado como el prototipo de los peruanos, como el hombre que había logrado la fusión armoniosa de los dos legados. La reflexión de Belaunde sobre el mestizaje era una apología de una apología de la obra colonial española y una defensa de sus autoproclamados herederos, las familias notables de la República aristocrática. El enemigo que quería vencer eran el indigenismo y el socialismo.
Estos mismos adversarios continuaron activos mucho tiempo después de su muerte. Ya no se llamaban a sí mismos o los identificaban como indigenistas, sino que producían la nueva narrativa andina.
El grupo Narración estuvo integrado por Gregorio Martínez, Antonio Gálvez Ronceros, Augusto Higa, Roberto Reyes, Hildebrando Pérez Huarancca, Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Vilma Aguilar, compañera de Gutiérrez.
Aunque el promotor del grupo fue Oswaldo Reynoso, que ya era un escritor de oficio, el verdadero organizador fue Miguel Gutiérrez. Fue el quien propuso una doctrina para el grupo y modelo sus intereses teóricos. Narración fue un grupo de escritores de izquierda, pero no tuvo unicidad hacia el maoísmo y finalmente hacia Sendero Luminoso. Sus integrantes debieron tomar una decisión definitiva durante la represión de la dictadura militar de Morales Bermúdez: mantener su compromiso en el terreno puramente literario o pasar a la lucha armada. Vilma Aguilar e Hildebrando Pérez se integraron a Sendero Luminoso y terminaron muriendo durante los años de violencia.

Pérez Huarancca alcanzó a publicar una única obra, una colección de cuentos titulada Los ilegítimos. El cuento más notable de la colección es “Cuando eso dicen”. Es el relato de un niño y de su madre, una mujer abandonada, que acepta cualquier trabajo para poder sobrevivir, incluso la prostitución. Para Pérez el balance del mestizaje era miseria, vergüenza e ilegitimidad.

También en La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez el mestizaje queda definido como defecto, mancha y humillación. El mestizaje no significa la síntesis de dos herencias sino la humillación de un origen por el otro en una misma persona. La condición de mestizo es vivida como una enfermedad incurable, marcada por la vergüenza. Al igual que con una enfermedad venérea no hay forma de sentir orgullo de ellas. En su versión del mestizaje no ni siquiera un padre ausente ni pena porque una mujer blanca haya desplazado a la madre india. El mestizaje no proviene del olvido, la negación o el abandono. sino de la pura ignorancia. Según La violencia del tiempo los conquistadores tomaron a las indias como ahora los campesinos piuranos toman a las burras: simple bestialismo, fantasía masturbatoria para calmar una ansiedad y nada más, sin considerar la formación de una estirpe. Los españoles nunca quisieron forman un linaje mestizo. En la novela de Gutiérrez el mestizo es el huaccha absoluto, perpetuo huérfano sin identidad, sin pertenencia, sin participar de ninguna comunidad.
El pecado del mestizaje se encuentra en el racismo. No en el racismo que pueda sufrir un mestizo sino en el racismo interiorizado como escala de valores, que se perpetua y denigra a los otros a quienes no se identifique como blancos. El mestizaje no solo se revela como humillación sino también como violencia 
Uno no puede negar que el indigenismo parece ser una teoría paranoica, una ficción que define un mundo de contrastes y oposiciones absolutos. El indigenismo es una interpretación ideológica del mundo. Pero este no es un rasgo característico del indigenismo sino de todo el pensamiento occidental. La paranoia es una racionalización sistemática, una interpretción del sujeto cognoscente que percibe todo como significativo. Jacques Lacan  había resaltado la relación entre razón y paranoia al recalcar que las dos diferencias estrictamente al yo del exterior. La razón instrumental que triunfó en Occidente y que permitió el triunfo de Occidente había organizado al mundo en base a un principio paranoico que separaba al sujeto racional de la realidad. La delusión estab en creer en la existencia de un sujeto del conocimiento completamente autónomo y centrado en sí mismo.  
El indigenismo no fue una reducción vulgar sino una herramienta útil para estudiar a la sociedad republicana anterior a la Reforma agraria. El indigenismo realizó una hermenéutica implacable de la sociedad oligárquica. El indigenismo que se desarrolló entre Enrique López Albujar y José María Arguedas explotó las contradicciones entre la modernidad (la modenidad tradicional y excluyente establecida en Perú) y sus límites. El indigenismo exacerbó la tensión entre crítica social y fantasía. Es ciertos que los Andes del indigenismo eran imaginarios, pero el malestar y la metáfora auténticos,

martes, 29 de julio de 2014

Peruanidad

En 1943 Víctor Andrés Belaunde publicó Peruanidad; en 1957 publicó una edición revisada y aumentada. En esta obra inquirió por los elementos constitutivos del Perú y definió la peruanidad como la esencia de los peruanos, una síntesis de sus herencias indígena e hispánica. Belaunde continuaba una temática que ya había tratado en Meditaciones peruanas y La realidad nacional.
Aurelio Miro Quesada Sosa describió la obra de la siguiente manera:
Con esta valiosa obra, Belaunde confirma y acentúa su preocupación por los problemas fundamentales del país, la meditación esforzada y fecunda a que ha dedicado con ahínco los mejores años de su vida y en que ha logrado —con una compensación muy merecida— los frutos más preciados de su labor intelectual… Obra de análisis y de síntesis, con objetivismo de sociólogo pero también con evidente emoción personal, en ella se reúnen la sagacidad y la observación, el experto manejo de las ideas generales y, sobre todo, el intenso fervor que es la nota más grata y más eficaz de Belaunde.


La Peruanidad según Belaúnde es el sentimiento de identidad que vincula a los habitantes del Perú, basado en el afecto hacia sus tradiciones y la fe en su destino. Aunque afirmaba que el país era una continuidad histórica, que se extendía desde las sociedades prehispánicas hasta el presente, creía que solo se podía hablar del Perú como nación a partir de la Conquista. Todas las épocas que se habían sucedidos eran necesarias para configurar la realidad actual, pero solo a partir de la gesta española podía hablarse de constitución de la nacionalidad. Interpretó la Conquista como un evento espiritual, al estilo de los relatos franciscanos del siglo XVI, que veían la invasión española como un instrumento divino al servicio de la evangelización. Para él la Conquista fue una epopeya de aproximación y fusión de españoles e indígenas, que produjo una transformación del territorio peruano: biológica (el mestizaje), económica, estructural (política), cultural (lengua española y la cultura latina) y religiosa. Las ciudades fundadas por los españoles tuvieron un papel protagónico en la fusión y mestizaje de españoles e indígenas.Desde su punto de vista la Conquista española no constituyó una fractura en el desarrollo de las sociedades americanas, sino su superación. Los españoles encontraron a los hombres americanos, los indios, y se fusionaron con ellos para crear una nueva nación. El denominaba indios a los hombres americanos anteriores a la conquista. Nunca consideró que el indio como identidad étnica fuera una estrategia colonial para clasificar a la población autóctona, reducir sus diversidad cultural y someterla a un sistema de dependencia. Al igual que otros autores conservadores estaba convencido de que existía una esencia de la indiada.
Pero Belaúnde no quería hacer un relato de la dominación. Por ello puso como fundamento de su identidad nacional a la religión católica, apoyándose en el humanismo cristiano. Como pensador católico propuso una lectura teleológica de la historia y la fundamentó en su propio esquema religioso.
El Perú es un ente y la peruanidad es su esencia. El Perú estaba determinado por la geografía, la historia y los hombres que lo habitaban, mientras que la peruanidad era el vínculo espiritual que los unía, que les confería un alma colectiva y una vocación histórica. La Peruanidad tenía un comienzo y vivía en espera de su conclusión. El destino del Perú es continuar realizando el orden que había surgido con el encuentro de andinos y españoles. Nuestra historia estaba prevista y predestinada, a imagen de la historia de la salvación. Todo lo que se oponía al orden establecido era condenable por ser contrario a la vocación predestinada. Los valores espirituales eran la garantía de este orden, que reducía a los habitantes del país a estereotipos. Los indios debían vivir en un medio litúrgico. Los mestizos debían se orientados moralmente mediante una intensa disciplina ético religiosa. Los descendientes hispánicos debían desarrollar su potencial moral cumpliendo una misión cristiana, evangelizadora y civilizadora. 
Para Belaúnde el Perú no era un proyecto, sino una realidad cumplida (por eso el título "La Realidad Nacional"). La sintesis entre Occidente y el mundo andino había ocurrido tanto en la cultura, en la vida cotidiana y en la religiosidad. Belaunde dejó de lado el carácter estamental de la sociedad colonial y la organización de dos repúblicas bajo un mismo rey, una república de españoles y otra república de indios, para proclamar la igualdad de los hombres ante dios. No mencionó que la administración española lamentó que la sociedad colonial no permaneciera dual, sino que produjera grupos intermedios o marginales, una franja incierta dentro de la población: los mestizos, los criollos, los esclavos africanos y las muchas castas que nacieron de su mezcla. En su esquema repitió el patrón estamental de la sociedad colonial y aseguró que la República fundada con la Independencia no había hecho nada por cambiar el esquema estamental colonial. Ignoró la erosión que había ocurrído en el sistema de castas durante la misma Colonia y afirmó que la Independencia, si bien había producido un nuevo Estado, había desencadenado un proceso de desintegración y descreimiento que tocó fondo durante la guerra con Chile.
El país estaba enfermo y la causa era la crisis ética y espiritual. Para curar al país había que curar su espíritu. La Peruanidad era el alma del Perú. Tenía un sentido profundamente espiritual, necesario para que los peruanos descubrieran su vocación y su destino. Considera que no merece el nombre de nación el pueblo que no tiene conciencia del papel que le toca desempeñar en el mundo. Nos queda del mundo andino prehispánico el “legado del Imperio”, constituido por los siguientes elementos: la unidad política incaica, su misión civilizadora, su orientación hacia la justicia social, el concepto imperial del decoro y la demostración de la eficacia de una clase dirigente selecta.
El Perú actual había crecido aprovechando la expansión realizada por los incas a partir de Cusco. El virreinato del Perú se construyó sobre el territorio del imperio inca. La República heredó el dominio virreinal, de manera que el territorio peruano no fue obra de la República.
El alma del Perú tampoco se formó durante la República. Era este espíritu el que había modelado los elementos que integraron el cuerpo de la nación peruana. La nacionalidad desde su punto de vista se configuraba a partir de caracteres étnicos, raciales, culturales, religiosos, que heredamos del pasado y sobre los cuales no teníamos ningún poder de decisión. La participación en la Nación reclamaba la aceptación, la resignación, el conformismo respecto a lo que habían hecho con nosotros.
Desde el punto de vista de Belaúnde, el espíritu nacional peruano era una realidad tangible e irrefutable. El, pese a ser católico,  creía en espíritus y veía fantasmas por todo el país: el indio, el blanco, la peruanidad, el cristianismo. No se había enterado que eran alucinaciones.
José Antonio del Busto repetiría la imagen fantasmagórica de la síntesis armoniosa de españoles e indios. Definió al Perú como una realidad histórica de tres dimensiones distintas: el Perú como patria, el Perú como nación y el Perú como Estado. La patria nació en el tiempo antiguo, porque para él ya el Tahuantinsuyo era el Perú. Siguiendo a Belaúnde, del Busto afirmó que el Perú surgió como nación durante el virreinato y se consolidó con la Independencia como una Estado uninacional, pluricultural, multilingüe y mestizo. 

Belaúnde concibió su obra en una etapa que el consideraba como crítica (La crisis presente: 1914-1939). El abominaba del indigenismo militante y radical tanto como del indigenismo teatral del Oncenio, la retórica populista de Leguía. Los intelectuales oligárquicos del cambio de siglo proclamaban que el país era principalmente era hispánico y querían reforzar el mestizaje como alternativa al indigenismo, dando primacía a la herencia occidental y recogiendo lo poco que les resultara útil de los orígenes andinos, africanos y orientales del país. Para lograr el mestizaje que anhelaban promovieron la migración europea. La República aristocrática se embarcó en el proyecto de regenerar al país sobre fundamentos racistas: menosprecio y marginación de todos aquellos que no concordaran con su ideal, el español americano. El dominio social aristocrático se basaba en la existencia de razas y la relación jerárquica entre ellas.
Belaunde tomó parte en el movimiento de reinvindicación de la herencia española junto a José de la Riva Agüero, José Gálvez Barrenechea, Ventura García Calderón, Angélica Palma y Horacio Urteaga. Ellos de dedicaron a reconstruir la historia peruana a partir de una percepción positiva del periodo colonial y de refutación de los ideales liberales de la Independencia. 

La República se había desarrollado durante el siglo XIX en un clima antihispanista, pero el caos desencadenado por la derrota ante Chile hizo posible la consolidación de un movimiento que defendía la herencia española como un solución a la crisis nacional. Estos intelectuales deseaban reforzar los vínculos con la "Madre Patria" y algunos llegaban a definirse como españoles en América. Fue el caso de Emilio Gutiérrez Quintanilla, que se ufanaba de pertenecer completamente a la raza española. Horacio Urteaga afirmaba que la Conquista no fue un aniquilamiento de la raza india, sino la absorción por la raza vencedora, la española, de los elementos aprovechables de la raza vencida, la india. 

José Gálvez pensaba que las tradiciones hispanas persistían intactas en el valle del Mantaro:

España vive en todas esas costumbres, en la fastuosidad de las fiestas religiosas, en el ingenio de los copleros anónimos... La perduración española me asombra porque va más allá de la ciudad, señorea en los caseríos y en las haciendas y se revela en el indio mismo que ha perdido casi por entero su tradición autóctona y en cambio conserva los formulismo que les enseñaron los dominadores. Bastaría este datos, que cualquier observador superficial puede captar, para desmentir la teoría que sostienen algunos que al indio no lo influyó la colonia. Tal vez lo influyó demasiado. Lo que no ha ejercido sobre él acción alguna es la República.  

Belaunde y los intelectuales hispanistas se dedicaron a difundir su elogio de España, el mito de la arcadia colonial a través de la docencia universitaria, de instituciones creadas a imagen de modelos peninsulares (la Academia Nacional de la Historia, la Academia Peruana de la Lengua) y de la prensa. El discurso de Belaunde sobre la Conquista fue la apología de la síntesis armónica entre españoles e indios. Sin embargo, los futuristas no estaban interesados tanto en los habitantes mestizos del país como en derrotar al indigenismo y a todos los que no profesaban hispanofilia.
¡Qué lejos queda Víctor Andrés Belaunde de Hildebrando Pérez Huarancca! El más simpático de aquellos futuristas, Felipe Sassone, descansa en un significativo olvido. 

domingo, 29 de junio de 2014

Conquista y Descubrimiento

Flores Galindo exageró al afirmar que la cuna marcaba todo el derrotero de la vida en la España del siglo XVI. Fue injusto al creer que todos los conquistadores eran marginales. Sí acertaba, pensando igual que esos aventureros quinientistas, que en las Indias, los actos, la práctica podían permitirles conseguir aquello que sus padres no les habían legado.
Antes del establecimiento del virreinato llegaron a Perú  unos 5000 a 10000 españoles, de los cuales casi 500 consiguieron una encomienda. La colonización de América siguió el modelo de la Reconquista: los conquistadores victoriosos se establecían en las ciudades recien fundadas y esperaban recibir una encomienda para convertirse en una nobleza con base territorial, como eran la nobleza en España. Por ello rechazaron la autoridad de los funcionarios reales en cuanto esta quiso frenar sus ansías de honra. Este rechazo fue el fundamento de la rebelión de Gonzalo Pizarro, quien con su deseo de convertirse en un rey del Perú se volvió abiertamente subversivo, considerando que la realeza era una condición otorgada por gracia divina, no por sus ascendientes sino por sus méritos.
El sistema colonial español trasladó tanto instituciones como poblaciones. Los migrantes españoles se establecieron no sólo en las ciudades de las costas, sino en el interior de los antiguos imperios americanos, en los centros mineros, en las ciudades mercantiles de provincias y en explotaciones agrícolas. Muchos de ellos no consiguieron una situación estable en los Andes y terminaron conviviendo con los indígenas. Guaman Poma menciona a españoles bribones y vagabundos, que vivían extorsionando a los indios. Tal vez dos a cuatro mil de los españoles cayeron en esta condición marginal, empujados a vivir junto y como los indios que querían dominar.
Los españoles que migraron a América buscaban una oportunidad en el Nuevo Mundo, no solamente como hidalgos. Llegaron también gentes llanas, que venían simplemente a “hacer la América”. Algunos terminaron viviendo en los pueblos indígenas, como pequeños propietarios o pequeños comerciantes, a quienes los indios apodaron pucacuncas (cuellos rojos).
Al mismo tiempo que la colonización de América, la sociedad peninsular fue forzada a homogenizarse mediante los estatutos de limpieza de sangre y la acción de la Inquisición, fundada por los Reyes Católicos en 1478. La Inquisición española persiguió a los marranos, judíos que por coerción o presión social se habían convertido al cristianismo; a los conversos del mismo tipo del Islam, y a los sospechosos de herejía. Pocos años después de su fundación, el Papa dejó de supervisarla, de manera que la Corona española se hizo cargo de ella y la convirtió en un instrumento del Estado, aunque los inquisidores continuaron siendo dominicos. El modelo de evangelización de los Andes fue el de la Contrarreforma, vigilado por la Inquisición. La evangelización tuvo como meta erradicar las costumbres andinas, reemplazar el modo de vida andino y pagano por el cristiano y español:
… a comienzos del siglo XVII, se imponían prácticas absolutistas y excluyentes, que buscaban integrar a los países eliminando y suprimiendo lo extraño y diferente. (p. 84)
Hasta la locura quedó sometida a las nuevas leyes absolutistas. Gregorio Tenorio, quien pudo tener más de demente que de hereje, fue juzgado por la Inquisición. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, el milenarismo medieval europeo pasó a América, principalmente con los franciscanos, quienes ya habían mostrado tendencias heréticas. El milenarismo como ideología impregnó todos los proyectos sociales y políticos en los Andes.
El milenarismo introdujo variantes de contenido herético: la salvación era un hecho terrenal, ocurría aquí mismo y hasta tenía un año preciso. (p. 28)
Pese a las restricciones, también migraron a América muchos judíos expulsados de la península. Desde 1518 se había intentado limitar el pasaje de extranjeros a América, aunque estas medidas no fueron muy eficaces. Cuando Toledo consolidó el virreinato, habitaban en Perú entre 4000 y 6000 europeos, un décimo de los cuales no eran españoles. Los extranjeros más numerosos eran los portugueses, seguidos por gentes del Mediterráneo, sobretodo italianos y griegos. Sin embargo, entre los portugueses se podía contar un número significativo de judíos conversos. La Inquisición siempre sospecho de estos extranjeros, como protestantes, herejes o judaizantes. El descubrimiento del Nuevo Mundo y las reformas religiosas europeas ocurrieron al mismo tiempo. Hacia 1536, quince anos después de la Conquista de México aparecieron indicios de presencia protestante en América. Hubo protestantes en la Nueva España pero no protestantismo, debido al control de las ideas ejercido por Corona española. España intentó por todos los medios que las ideas y prácticas luteranas, calvinistas y anabaptistas no pasaran a América y por eso estableció la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio fue instaurado en Lima en 1568, en México hacia 1571 y en Cartagena de Indias en 1610. En 1537 el Papa Pablo III prohibió la entrada de los apóstatas a las Indias. Después del Concilio de Trento (1545-1563) se consolidó la Contrarreforma y se intensificó el aislamiento preventivo de las posesiones españolas, buscando mantener al Nuevo Mundo libre de la contaminación luterana.

viernes, 20 de junio de 2014

La crueldad de los españoles

Los conquistadores justificaron sus acciones en América remitiéndose a la idea de Cruzada, la obligación de extender la verdadera religión y luchar contra los no cristianos. España había visto una Cruzada durante la Reconquista. Según este ideal, el exterminio de los infieles no era contrario al espíritu cristiano sino que incluso era un mandato la expansión de la Cristiandad. La muerte y la violencia física contra los infieles quedaban justificadas.
Durante la Reconquista, la Cruzada significaba el exterminio de todos los no cristianos, musulmanes y judíos, quienes debían aniquilados, eliminados violentamente. Sin embargo, pese a haber declarado oficialmente la Cruzada la Corona castellana no siempre cumplió sus preceptos. Muchas veces prefirió alcanzar soluciones de compromiso con sus enemigos. Las fronteras entre los reinos cristianos y al-Andalus vieron luchas continuas desde el siglo XII hasta el XV, pero solo por momentos tomaron el carácter de guerra santa. Hubo poblaciones masacradas y reducidas a la esclavitud, pero lo más frecuente fue la capitulación a cambio de unas condiciones más benignas o menos duras.
Debemos recordar que desde el punto de vista de la Cruzada los derrotados no eran solamente los guerreros sino toda la población musulmana. La mayoría de los derrotados fueron los no combatientes, la gente común, ajena a la lucha directa pero que sufría igualmente las consecuencias de las acciones militares. Para los guerreros españoles de la Reconquista los vencidos eran todos los musulmanes de las comunidades que resultaban sometidas jurisdiccionalmente a ellos por su victoria militar o la capitulación.
Los guerreros de la Reconquista muchas veces continuaron la persecución y exterminio de los musulmanes cuando ya habían sido derrotados o incluso apresados. A veces ocurrían matanzas indiscriminadas luego de la victoria, como hizo Fernando III luego de la toma de Priego o Alhama. A veces la matanza ocurría cuando no había esperanza de victoria, como en el sangriento episodio del río Víboras. En 1224, en campaña en Jaén, Don Lope Díaz había tomado gran número de cautivos que dejó bajo guardia en el río Víboras. La cuadrilla de custodia castellana fue sorprendida y cercada por una tropa morisca. Teniendo certeza de su derrota, degollaron a todos los prisioneros, antes de ser muertos ellos mismos por sus enemigos. Incluso alguna vez la masacre ocurrió porque los guerreros no habían visto combate, como en Baeza. Los musulmanes abandonaron esta plaza antes de que los guerreros cristianos entraran en ella. Quedaron algunos que no pudieron huir, tal vez ancianos, enfermos, mujeres con niños pequeños. Los cruzados los encerraron en la mezquita y los quemaron vivos. Asesinar a sangre fría a los enemigos podía ser justificado como una necesidad de la guerra: Alvar Pérez de Castro, antes de enfrentar a Ibn Hud en Jerez, mandó matar a todos los prisioneros que había tomado en su cabalgada por el valle del Guadalquivir. De esa manera no tuvo que preocuparse por custodiar prisioneros.
El trato dado por los guerreros españoles a sus enemigos musulmanes no se había suavizado siguiendo las normas desarrolladas por la cultura feudal, en la que el rescate, la clemencia e incluso el perdón habían desplazado a la ejecución. La lucha entre la Cristiandad y el Islam no era un enfrentamiento de caballeros, sino que se asemejaba más a las guerras contra los vikingos, los guerreros de la estepa (hunos, magyares o mongoles) o los celtas (galeses, irlandeses o escoceses), a quienes se consideraba gente bárbara y sin civilizar. A estos enemigos no se les mostraba consideración, debían ser tratados cruel y brutalmente. Su destino debía ser el exterminio, la mutilación o la esclavitud. La extrema violencia física cumplió un rol fundamental: aterrorizar al enemigo, quebrar su resistencia y demostrarle que la mejor decisión era huir. Fernando III se dedicó a aterrorizar a los moros durante su conquista de Andalucía. La mayoría de sus víctimas fueron campesinos, masacrados mientras trabajaban en sus campos, muertes sin otro objetivo militar que el espanto.

jueves, 12 de junio de 2014

Del Busto y Flores Galindo

Un historiador tradicional se considera autorizado, provisto de autoridad, para enunciar (anunciar) la Historia. Esta es la postura de Del Busto.
Flores Galindo creía que, como todos los historiadores marxistas, que la historia era el relato de la liberación de la humanidad, del ascenso del hombre desde organizaciones sociales opresivas y alienantes hasta un orden racional y equitativo, que permitiera el desarrollo pleno de las potencialidades humanas. La meta de la historia es una sociedad de respeto y comunidad. Del Busto pensaba que ya se había conseguido esa sociedad nacional donde todos pudieran vivir plenamente. Para Flores Galindo eso era un engaño. La sociedad peruana actual seguía siendo extraña y ajena a las grandes mayorías, que debían aceptar pasivamente sus órdenes y resignarse al rol que se les asignaba. La gente de a pie no podía organizar, estructurar o valorar esta sociedad. La gente de a pie no podía crear esta sociedad, crear su orden social. Solamente podía aceptarlo. La historia de Del Busto es una  verdad absoluta, autónoma, libre de los intereses de los hombres y de necesidad universal. Su autenticidad es comparable al de la Verdad Revelada. Su historia garantiza la eternidad del Perú. Del Busto se olvida de las diferencias de los hombres que habitan este país para obligarnos a aepter los rasgos generales y permanentes que el poclama.
Del Busto proclamaba la verdad de su narración y al hacerlo quería someternos a todos al imperio de su discurso. Flores Galindo, al contarnos los sucesos del pasado vistos desde el presente, nos daba a entender que no existe una verdad absoluta, sino que cada narración responde a los intereses del historiador y de su tiempo.

Darnos cuenta que la historia no se encuentra sobre nuestras cabezas, sino que está sometida a nuestras pasiones y a nuestras necesidades, nos permite recuperar el control sobre la historia, recobrar la libertad para contarla, para imaginarla. La historia se convierte en un espacio para experimentar y para fabricar nuestra identidad. Ya no tenemos por qué doblegarnos ante la tiranía del pasado y resignarnos a nuestro destino, sino que podemos emplear al pasado como una herramienta para construir una comunidad, una patria. Ya no nos obsesionarían con la idea de volvernos mejores peruanos, sino que nos interesaría hacer un mejor Perú donde vivir. Ya no estaríamos obligados a honrar a los proclamados próceres y los héroes de la patria, sino que guardaríamos la memoria de aquellos hombres que nos permitieran un país que nos sirva.

lunes, 26 de mayo de 2014

¿Los curacas eran nobles?

El mundo andino pasó por transformaciones radicales tras la conquista europea. Las sociedades andinas estaban diferenciadas, pero las jerarquías étnicas no constituían una nobleza andina. Las jerarquías étnicas, los curacas y sus familias, nunca se definieron como un grupo racialmente diferente o separado de sus comunidades. Al contrario, los curacas intentaron mantener siempre el mayor número de lazos de parentesco. Las jefaturas étnicas no hereditarias ni patrimoniales a determinadas familias. De forma distinta, los españoles, como todos los europeos, provenían de una sociedad jerárquica donde una minoría, la nobleza, había dominado la sociedad desde el inicio de la Edad Media. Los nobles poseían riqueza, autoridad política y estima. Se encontraban en la cúspide de una sociedad organizada de manera asimétrica y se beneficiaban de la asimetría. Ellos compartían convicciones que sobrepasaban las barreras nacionales y eran comunes en todos los reinos. 
Los nobles explicaban su hegemonía recurriendo a un esquema tripartito de división de la sociedad. La humanidad había sido dividida en tres partes: los hombres que oraban, los que laboraban y los que peleaban. Cada grupo cumplía una función igualmente importante: los clérigos cuidaban de las almas, los labradores sostenían las necesidades materiales y los nobles defendían a la sociedad. El Código de las Siete Partidas sostenía que “Defensores son uno de los tres estados porque Dios quiso que se mantuviese el mundo”. Los nobles eran guerreros, que combatían con armadura y a caballo, por lo que identificaron los términos nobleza y caballería. 
En España la nobleza estaba exenta del pago de impuestos directos, aunque esta característica no fue universal en Europa. Los nobles no cumplían prestaciones reales, no podían ser sometidos a tormento ni penas afrentosas, estaban libres de ser embargados o de sufrir prisión por deudas. Eran juzgados por un fueron diferente de la gente llana. En los pueblos y villas españoles tenían derecho a la mitad de los cargos públicos, especialmente los mejor remunerados. No podían ejercer artes mecánicas  ni servicios viles, aunque ciertos oficios les estaban reservados. Debían ser hidalgos los monteros, guardianes de la casa real; los alcaides de las fortaleza y presidios; o los mandos de los ejércitos. Aunque los nobles no podían ser obligados a prestar servicio militar, esta fue una elección natural para muchos de ellos. 
Los nobles no fueron un grupo homogéneo, sino que comprendía tres categorías: grandes y títulos, caballeros e hidalgos. Los hidalgos constituían el nivel inferior y más numeroso, casi el 90%. 
La hidalguía se basaba en el nacimiento, en la pertenencia a un linaje antiguo, en la herencia genética. La hidalguía hereditaria, aquella de la que no había memoria de su principio, era tenida por más honrosa. Sin embargo, también podía ganarse como recompensa a logros excepcionales, especialmente bélicos, aunque también pacíficos. El rey podía conceder la hidalguía a través de un proceso de ennoblecimiento, pero también podía reconocerse por el consenso de la comunidad. Existían tres vías para alcanzar la nobleza: el valor, la  virtud y la riqueza. La mejor vía para llegar a la hidalguía era la del valor demostrado en combate, en la Reconquista, en las guerras del rey en Italia y Flandes o, en menor medida, en la Conquista de América. La segunda vía era la virtud o mérito personal demostrado mediante los servicios civiles. Este era el caso de los letrados, quienes habían conseguido la hidalguía por el estudio. La última vía, la de la riqueza, era la forma menos predecible y menos honorable de alcanzar la hidalguía, ya que era necesario que la riqueza no proviniese de una fuente vil. Por definición, los hidalgos no podían dedicarse a las artes mecánicas sino que debían sostenerse con el producto de sus tierras. Era un dicho popular que no se debía ingresar a la hidalguía con llave de oro.
Los nobles europeos se consideraban un grupo racialmente diferente al resto de la población española. Los hidalgos se consideraban descendientes de los godos, el pueblo germánico que conquistó la Hispania romana y que dio los reyes de la monarquía española. La preeminencia de los nobles se basaba en el derecho de conquista. La pureza racial se había mantenido a lo largo de los siglos gracias a los matrimonio concertados dentro de la nobleza. Los hidalgos se percibían a si mismos como valientes, audaces y reacios a soportar la tiranía.
Esta idea de continuidad con los godos no era más que una ficción aduladora para los mismos hidalgos. En lugar de ser una raza conquistadora idéntica y compacta, solo nominalmente la nobleza era un grupo cerrado, ya que se renovaba continuamente con elementos villanos. La nobleza había asimilando paulatinamente a los elementos más emprendedores del pueblo llano. El orden social se fortalecía por la incorporación de nuevas y prósperas familias. La renovación y el cambio ocurría sin que los recién llegados cuestionaran la ideología dominante, ya que el ascenso social se enmascaraba como si se tratara de la más rancia nobleza. En 1520 existían en España 25 familias de grandes y 35 de títulos, pero solo 6 de ellos eran capaces de remontar su linaje hasta las familias nobles prominentes en 1300. Durante el mismo siglo la nobleza se incremento hasta 41 familias de grandes y 99 de títulos. El mismo fenómeno ocurría en el resto de Europa. En Francia un quinto de las familias nobles desaparecía en cada generación. En Sajonia la mitad de las familias nobles desaparecieron entre 1430 y 1550.
Francis Bacon consideraba que la misma condición privilegiada de la nobleza la condenaba a la ruina, ya que los nobles no sabían ser industriosos. La condición noble llevaba aparejada la tendencia a hundirse socialmente. , los villanos, los burgueses, tenían en ansía de progresar que le faltaba a los nobles.  
La Corona española buscó trasladar el ordenamiento social del Viejo al Nuevo Mundo. La lejanía de América dificultaba su gobierno. Después de las guerras civiles de los conquistadores, la Corona se opuso a la formación de señorios y creyó encontrar en los curacas a los mediadores adecuados para controlar a la población andina. Los curacas debían ser los  responsables de extraer excedentes y trabajo de la población andina. 
La Corona transformó la condición de curaca. En tiempos prehispánicos la condición de curaca no tenía rasgos señoriales equiparables a los de un señor feudal. Además la condición de curaca no era hereditaria y su autoridad se fundaba en la amplitud de sus redes de parentesco. Los curacas prehispánicos no se consideraban un grupo separado de la población general, sino que basaban su poder en la existencia de relaciones familiares.
La Corona convirtió a los curacas en señores hereditarios y les otorgó privilegios. Estaban libres del pago de tributos y tenían libertad para desplazarse y comerciar, a diferencia de los indios pecheros, quienes tenían que contar con permiso de a autoridad colonial.  En algún momento se intentó equiparar su condición a la hidalguía, pero existió siempre una fuerte oposición por parte de la República de españoles. Muchos españoles protestaban que no tenía sentido alguno otorgar privilegios a los curacas, ya que todos los indios habían sido creados para obedecer y servir. 
Los curacas solo obtuvieron parcialmente libertad de estudio y de ordenación sacerdotal. Podían tener lugares preeminentes en las iglesias, pero solo ocasionalmente un hijo de curaca podía llegar a ser cura. Los conflictos en la definición de la autoridad curacal se originaba en las justificación de su autoridad frente a la Corona y frente a su comunidad. Los curacas trataron de retener tanto el poder étnico que habían detentado antes de la Conquista como el nuevo poder civil establecido por los funcionarios coloniales, pese a que estos poderes eran incompatibles entre sí. 
La Corona había decidido hacer participar a los curacas en la administración colonial después de la desgraciada experiencia de las rebeliones de los encomenderos, capitaneados con Gonzalo Pizarro en 1544 y por Francisco Hernández Girón en 1553. Los curacas aceptaron el pacto colonial. Continuaron usando los antiguos símbolos del poder, pero adoptaron los nuevos símbolos españoles. Como describe Guaman Poma, los curacas vestían a la usanza española, llevaban espada y pistola, montaban a caballo y anhelaban tener un escudo de armas. Aunque la corona les había reconocido la condición de nobles y los utilizó como funcionarios menores, nunca permitió que ejercieran un poder más allá del ámbito de sus comunidades. La Corona no solo había suplantado el poder imperial cusqueño y los poderes de los señoríos regionales, sino controlaba las provincias. La autoridad de los curacas solamente era local, nunca se reunieron en asamblea ni ejercieron representación del reino. 
Solamente los incas del Cusco alcanzaron una identidad corporativa. Ellos recibieron un trato privilegiado por parte de la Corona española. Desde la perspectiva occidental se equiparó a los incas conquistadores del mundo andino con los godos conquistadores de Hispania. La separación de los incas del resto de pueblos andinos se trasformó desde una distinción étnica a una diferencia estamental. Los incas consiguieron una institución representativa, el Cabildo Inca, que tomaba parte en las ceremonias públicas en condición de igualdad con el Cabildo español.
El problema estuvo al momento de definir la calidad de las jerarquías étnicas diferentes a los incas. Garcilaso quiso resolver el problema postulando la existencia de incas de sangre e incas de privilegio. Este esquema funcionaba en la región cusqueña pero se volvía inútil a medida que uno se alejaba de ella.  

jueves, 17 de abril de 2014

La agonía de Flores Galindo

La división de los pensamientos ha ocurrido varias veces en el ideario peruano. A veces, incluso en la misma vida de un hombre, como Vargas Llosa, el último de los españoles “extirpadores de idolatrías” que quedaba. Vargas Llosa ganó una mala imagen por sus críticas desequilibradas a la obra de Arguedas. La división entre una izquierda parlamentaria y otra subversiva había ocurrido durante la juventud de Flores Galindo y él la presenció entre la intelectualidad. Entre sus colegas historiadores, se habían formado dos grupos: aquellos que producían una historia despolitizada que se pretendía académica y otra, encerrada en el Perú, interesada en el público inmediato conformado por estudiantes universitarios, migrantes, habitantes de barrios marginales. 
Entre universitarios, migrantes, habitantes de barrios marginales las propuestas de Flores Galindo encontraron su mayor audiencia. Pero esta misma población fue en la que se gestó el senderismo. La utopía andina habría tenido una versión extremista y violenta en el senderismo. Sin embargo, críticos como Vargas Llosa planteaban que la utopía andina siempre fue extremista y violenta y que no podía ser de otra manera. Si los levantamientos que ocurrieron durante el siglo XVIII tuvieron carácter milenarista y mesiánico, entonces era verdad que la utopía andina ya una vez se había vuelto violenta. Además el pensamiento de izquierda en el Perú se ha visto afectado por el uso de los calificativos violento y subversivo. A quienes militaron en la izquierda en la década de 1980 les resultaba difícil sacarse el epíteto de terrorista. Se llegó a usar la filiación socialista como una manera de descalificar a las personas, aunque nunca hubieran tenido participación alguna en hechos violentos, ni que decir en acciones armadas. Gran parte de  la responsabilidad en esta mala imagen correspondió a las propias personas de militancia izquierdista, ya que no supieron tomar distancia de estos movimientos violentos.
La obra de Flores fue seguida de nuevos textos que recogían y ampliaban la visión contenida en Buscando un Inca. Como sucede con las obras que definen una época, la utopía andina se volvió una idea de culto. Sin embargo, el mismo Flores Galindo no pudo concluir sus esfuerzos. A fines de 1988 se le diagnosticó cáncer. En un texto escrito poco antes de morir reafirmó sus esperanzas en un proyecto socialista que recuperara las tradiciones andinas. Sus esperanzas no tuvieron un grupo que la recogiera. Muchos intelectuales se habían vuelto sectarios, otros aguardaban silencio, otros se habían migrado. Si acaso Flores había creado una escuela, el maestro era lo más importante.
El contexto en el que Flores Galindo pensó el tema de la utopía andina estuvo marcado por una de las crisis más duras que ha vivido el Perú. Sendero Luminoso puso en evidencia la fragilidad de la imagen que se tenía del país al restaurarse el orden constitucional en 1980, y planteó un conjunto de interrogantes sobre lo andino que ya se creían resueltas: la pobreza y el retraso, la exclusión de la vida política (tanto impuesta como escogida), la fragmentación espiritual y la negación de la nacionalidad. Sin ese contexto no se podría entender la construcción de la utopía andina que emprendió Flores. El discurso que el había propuesto intentaba ser un proyecto alternativo para un país carente de proyectos que comprometieran a las grandes mayorías. Era un intento por recuperar la tradición andina como base del futuro proyecto de la sociedad peruana. La utopía andina se presentó como un mecanismo de continuidad histórica.
En las elecciones presidenciales de 1990 participó una izquierda carente de propuestas que desapareció como fuerza electoral nacional. Esa situación no ha cambiado desde entonces.
En 1987, Vargas Llosa se había convertido en líder político nacional al encabezar la protesta contra la nacionalización del sistema financiero decretada por el gobierno de Alan García. En ese momento Flores Galindo era profesor en la Universidad Católica. Buscando un inca era ya uno de los libros más influyentes publicados en el Perú en la década. En 1989, Vargas Llosa fue designado candidato presidencial de la derecha peruana. Ese mismo año, Flores Galindo luchaba contra la enfermedad. Una espontánea campaña económica había permitido su traslado a un hospital de Nueva York. Era evidente el paralelo con las agonías de Mariátegui y Arguedas, y el propio Flores Galindo intentó evitar su elevación al panteón ideológico de la izquierda.
No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación. Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento crítico debe ejercerse sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas, todo lo contrario. Ha ocurrido sin discutirse, pensarse y menos interrogarse. Espero que los jóvenes recuperen la capacidad de indignación.
No encontraba continuadores a su forma de hacer historia. Los jóvenes estudiantes de historia de la Universidad Católica habían escogido caminos diferentes y no tenían interés en su forma de hacer historia tan comprometida y tan cercana a la épica. La tendencia literaria de Flores resultaba comprensible pensando en la continuidad que él mismo reclamaba con Mariátegui.
Flores partió de la premisa que la sociedad criolla y urbana tenía del indio como un ser despreciable. Ya Ribeiro había titulado uno de sus cuentos La piel de un indio no cuesta caro. Flores desarrolló una visión dualista del Perú. El intentaba comprender la utopía andina de una manera aislada, partiendo de la premisa que los hombres andinos continuaron organizando su visión del mundo mediante una dinámica propia. En ese sentido retomaba el tema de La visión de los vencidos de Wachtel o, en una perspectiva más cercana, la visión insular de la vida andina que ya antes Cornejo había atribuido a Arguedas. Pero también intentaba una forma de comprensión más integrada con la influencia europea en los Andes, insistiendo en el carácter fragmentario de la vida del país. La fragmentación social fue el tema que desarrolló en Aristocracia y Plebe. Esta visión de contraposición entre lo andino y lo occidental le permitió hacer crítica social del proyecto conservador desarrollado por los grupos de derecha.
Mario Vargas Llosa publicó a fines de 1996 el libro La utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, con el propósito de estudiar lo que los existencialistas habían llamado la situación del escritor y de analizar lo que había de realidad y de ficción en la literatura y la ideología indigenista a partir de la obra de Arguedas. Vargas planteó como premisa el carácter ficticio toda literatura y del indigenismo, entendido como literatura. Vargas afirmaba que su interés partía de la admiración que sentía por Arguedas:
Entre mis autores favoritos, esos que uno lee y relee, y llegan a constituir una familia espiritual, casi no figuran peruanos... con una excepción: José María Arguedas... es el único con el que he llegado a tener una relación entrañable como la tengo con Flaubert o Faulkner, o la tuve de joven con Sartre.
Vargas Llosa afirmaba que le interesó su condición de peruano de dos mundos, con una perspectiva privilegiada y una visión patética, más amplias que la suya. En el libro contaba dos historias: de un lado, la vida de Arguedas y, de otro, la utopía arcaica, la que habría sido su propuesta para la sociedad peruana. Entre ambas historias desarrolló sus propias convicciones sobre lo que es y no es la literatura. Analizó los dos últimos años de vida de Arguedas y su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo para llegar a la conclusión que
Arguedas vivía un infierno interior: su novela pintará un mundo infernal.
Vargas buscaba confirmar sus tesis clásicas de crítica literaria al examinar el caso Arguedas. La obra literaria debía explicarse por la vida del autor. La utopía arcaica fue el resultado de un largo trabajo presentado en diversos momentos y discutido en seminarios de las universidades de Cambridge (1977-78), Florida (1991), Harvard 1992, y Georgetown (1994). Dos de los capítulos reproducían los textos publicados antes sobre las novelas El Sexto (Barcelona 1974) y Los Ríos profundos (Caracas, 1978). En ambos casos Vargas Llosa revisó y corrigió los textos. En el caso de El Sexto eliminó y añadió párrafos enteros.
Vargas Llosa consideraba a la literatura indigenista formalmente pobre. Pensaba que el problema central de esta literatura era el idioma y que los indigenistas creaban una ficción mediocre al emplear el castellano de una manera adulterada. Le reprochaba a Ciro Alegría que hiciera hablar a sus personajes indios en castellano. Para él la solución se hallaba en conseguir en español un estilo que simulara la sintaxis, el ritmo y el vocabulario del idioma del indio. Todos los esfuerzos de los indigenistas hasta ese momento habían sido fraudes fonéticos. En este punto Vargas Llosa seguía a su maestro Porras Barnechea, quien juzgó infelizmente la obra de Guaman Poma. Para Porras, el defecto de Guaman Poma era
su incultura o lo que es peor su semi-cultura.
Ya Scorza anotaba sobre este tema que
hay dos tipos de cronistas, los que acompañaron a los españoles, desde Bernal del Castillo hasta Mario Vargas Llosa en el Perú, y los que acompañan a los vencidos, que van desde Guaman Poma hasta José María Arguedas
Lohmann ha señalado que la orientación historiográfica de Porras se originó en su deseo de rectificar la difundida versión de la Conquista que había dado el historiador norteamericano William Prescott. A juicio de Porras, Prescott tenía una visión prejuiciosa de la colonización española, entendida en el clima de crisis que vivía España durante el siglo XIX. Su deseo por reivindicar el aporte hispánico en la formación del Perú condujo a Porras a interesarse por Francisco Pizarro y la Conquista, y es la explicación de su posición hispanista, en oposición a las afirmaciones de Prescott.
Vargas Llosa también quería reivindicar la raíz occidental del país y para ellos debía descalificar la raíz andina. Por eso definió la utopía como arcaica, caracterizada por rasgos primitivos: el colectivismo; el rechazo de la sociedad industrial, de la sociedad urbana, del mercado; la inexistencia de individuos; una mezcla de utopía cristiana y paraíso perdido; el carácter bárbaro de la cultura india; y el pasadismo permanente.
El universo andino ha ocupado un espacio muy reducido en la obra de Vargas Llosa. El informe sobre el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay, Ayacucho (1983) y la novela Lituma en los Andes (1993) eran sus principales trabajos sobre el mundo andino y rural. Vargas describió a los indios como seres primitivos y capaces de realizar sacrificios humanos a fines del siglo XX. Vargas Llosa no era un especialista en la sociedad andina o en sociedades rurales. El había aceptado la invitación de Fernando Belaúnde, presidente peruano entre 1980 y 1985, para investigar lo ocurrido con los periodistas asesinados en Uchuraccay. En esa investigación reafirmó sus convicciones en el carácter arcaico del mundo andino. En La utopía arcaica volvió a los Andes para demostrar que la ilusión indigenista carecía de sentido, y que los indígenas nada podían aportar para construir el futuro del país. La discusión sobre la obra literaria de Arguedas fue un pretexto para afirmar su fe en el capitalismo.
En general se aceptaba que Vargas Llosa era un buen ensayista, aunque su labor también ha sido criticada. Una de las mayores dificultades la experimentó con García Márquez en Historia de un deicidio. Las mismas limitaciones aparecieron al tratar a Arguedas. Su labor como ensayista dio origen a una muy discutida La utopía arcaica. Vargas pretendía hacer una valoración del indigenismo, pero no conocía la obra de escritores indigenistas como Gamaliel Churata o Manuel Scorza. Vargas Llosa limitaba sus referencias indigenistas a Arguedas, Valcárcel y Ciro Alegría. Sin embargo, no demostraba solvencia en el conocimiento de estos escritores. Ignoraba completamente a Zavaleta o Vargas Vicuña y no mencionaba para nada el ciclo de la Guerra SilenciosaLa utopía arcaica no llegaba a ser un libro académico serio, porque desconocía las fuentes que debería haber consultado. Incluso cometía errores al citar los textos que glosaba. Así, en su primer trabajo sobre Arguedas fue José María Arguedas descubre el indio auténtico/Sobre José María Arguedas y el indio Vargas Llosa cambió el nombre del gamonal de la historia por Julio Arosemena en lugar de Julián Arangüena.
Vargas Llosa se convirtió en el adversario más famoso de Flores Galindo. Ellos ofrecían imágenes antagónicas del futuro del Perú. Ambos coincidían en la ambigüedad que la crisis de la década de 1980 significaba para el Perú. El peor momento de la historia republicana del país era la oportunidad para un cambio radical. Esta interpretación ya estaba en establecida por Marx: los hechos siempre ocurren dos veces: primero como tragedia y luego como farsa. Pero esto suponía que se pudiera generar un orden deseable a partir del desorden. Ambos vieron salidas a la crisis en sentidos completamente diferentes. Ambos coincidieron en que se trataba de un momento singular de irrupción popular en la vida del país. Pero lo que Vargas intentaba todo el tiempo era desautorizar los proyectos indigenistas acusándolos de presentar los defectos que ya antes las clases dominantes del país habían mostrado persistentemente: la vocación fragmentaria y la acción continua para desorganizar los proyectos populares que luchaban por un cambio en las condiciones de vida de la mayoría de la población. Para Flores Galindo esa mayoría eran hombres andinos y el consideraba que sin su participación no habría solución para los problemas del país, porque cualquier solución debía involucrarlos a ellos. Eso explica su vocación por seguir las utopías de las masas. Vargas Llosa buscaba convertir la mentalidad de los hombres andinos en un asunto privado, conducirlos más allá de las fronteras de lo tradicional, fomentando la creación de una sociedad de propietarios individuales y de una nueva cultura política basada en el sentido de libertad individual que el juzgaba inexistente en el Perú. Para Vargas Llosa no existía una tradición renovadora, ni reconocía la posibilidad del cambio desde la tradición. El criticaba a los intelectuales progresistas, los acusaba de tener una cultura estatista y controladora, de ser marxistas dogmáticos que todo lo veían violencia y que promovían un estado burocratizado erigido por el populismo izquierdista. Para él estos eran los obstáculos para la formación de una verdadera economía de mercado. Sus inventos ideológicos, tales como la dependencia, el tercermundismo, la teología de la liberación, la revolución, impedían el desarrollo de la modernización capitalista de base popular.
La explicación de los orígenes de la utopía andina los separaba. Según Flores Galindo la utopía andina era una creación colectiva para defenderse contra la fragmentación y la pérdida de la identidad. Vargas Llosa negó esta tesis del origen popular de la utopía que él llamó arcaica. Para él la utopía nació de una elaboración de intelectuales renacentistas como Garcilaso y de cronistas o misioneros como Bartolomé de las Casas, quienes crearon una versión idílica de las sociedades prehispánicas. Ellos formularon esta utopía para condenar los abusos de la Conquista y cuestionar el derecho de España sobre los naturales de América.
La postura de Vargas Llosa contra la utopía andina y Flores Galindo partía de su rechazo al socialismo. Vargas dedicó el capítulo XVIII de su libro La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo a comentar Buscando un inca. Identidad y utopía en los Andes. Ambos libros continuaban un debate conceptual, presente en el ambiente intelectual peruano desde inicios del siglo XVII, iniciado por el jesuita José de Acosta (1540-1600) con su Historia natural y moral de las Indias, seguido por Guaman Poma y Garcilaso. Acosta, Guamán y Garcilaso narraron relatos sobre el orden moral del mundo andino anterior a la Conquista. Estos cronistas dieron respuesta a la descripción negativa de las culturas andinas realizada por los cronistas toledanos, que buscaban justificar el dominio colonial y la hegemonía cultural europea. Este debate estableció un tema clásico para la comprensión del Perú. El antagonismo creado en ese momento no pudo ser resuelto en una narración nacional de consenso general, sino que profundizó las divisiones sociales reales o imaginarias de carácter excluyente. Este debate se ha renovado periódicamente. Estos relatos se habían difundido en la sociedad, pero ninguno consiguió un valor persuasivo suficiente para lograr un consenso general. Se estableció una lectura compartida por los miembros de las diferentes comunidades culturales del país, indigenistas e hispanistas. Esta lectura compartida permitía a los adversarios aceptar la realidad de las ficciones de sus oponentes, a pesar de que en esas ficciones fueran discriminados y rechazados. Así, mientras Vargas trataba de descalificar el relato indigenista y Flores intentaba construir en base él un nuevo paradigma para el país.
Vargas Llosa describió a la tradición indigenista como una ficción renacentista incompatible con el mundo moderno, caracterizado por la racionalidad científica y la existencia de mercados. Resultaba extraño que Vargas Llosa pensara en una utopía de raíz renacentista que fuera incompatible con la modernidad fundada por el mismo Renacimiento.
Flores Galindo, como Arguedas, terminó preguntándose por el futuro del mundo quechua ante el irremediable advenimiento de una sociedad que parecía representar la muerte de la mejor tradición andina y la modernidad en su más horrible versión. Para enfrentarse al racionalismo occidental, la utopía andina tuvo que pelear en un nuevo terreno y traducirse en capacidades y proyectos históricos. El resultado fue en muchos casos una sociedad tan mala y deformada como la sociedad que intentaba rechazar. Separada del dominio de la producción material, la utopía andina quedó como un mero juego, inútil en el terreno de la necesidad y comprometida con una lógica y una verdad fantásticas, las de su propio orden interno, el regreso del inca. Esto es el punto central en la mitología que construyeron los partidarios de la utopía andina. Al igual que con el indigenismo, se debía saber si había alcanzado los límites de una idea. El progreso tecnológico del mundo globalizado hizo más evidente la separación entre el mundo idealizado y las realizaciones cotidianas. Las imágenes de la utopía andina perdieron su propia lógica y su propia verdad al confrontarse con la desintegración de las sociedades campesinas andinas en la segunda mitad del siglo XX.
El sentido de fractura de la sociedad estuvo ya descrito por Mariátegui. Incluso cuando planteó la estrategia para que la doctrina socialista se arraigase en las masas indias, Mariátegui resaltó que la educación ideológica de los indios debía ser llevada a cabo por militantes de raza india, ya que los campesinos indios solamente entenderían si se les habla en su propio idioma y que siempre desconfiarían de los blancos y de los mestizos. Mariátegui siempre afirmó el vínculo del movimiento indigenista con las corrientes revolucionarias mundiales. Para él, el movimiento indigenista respondía a un problema real, la cuestión indígena, que se originaba en la economía. El origen del problema del hombre andino estaba en su opresión económica. Sin embargo Flores lo entendía como parte de problema, más que como único rasgo del mismo.
Flores Galindo cuestionó la raigambre popular de los impulsos capitalistas detectados por Vargas Llosa. Para él no se podía reducir la irrupción de lo popular solamente a la expresión de una feroz competencia individual, sino que esta irrupción tenía una dimensión colectiva evidente en las respuestas populares ante la crisis. A la imagen del empresario popular oponía la de la cooperación y la ayuda mutua o el trabajo familiar. Para el discurso liberal, los informales que migraban rompían con su pasado, para Flores Galindo esta posición ignoraba la antigua historia de lucha de la sociedad andina contra el Estado y los terratenientes. Los migrantes no abandonaban su tierra para dejar de ser, sino para persistir. Para De Soto y Vargas Llosa, la transformación social resultaba de la conformación de un mundo de productores bloqueados por un Estado centralista. Los migrantes eran productores que, al ser liberados de un pasado arcaizante, quedarían listos para asumir la modernidad capitalista.
Para Flores Galindo esta propuesta era una trampa ideológica para presentar al capitalismo como lo nuevo y al socialismo como lo viejo. Flores creía que el capitalismo y el socialismo habían existido desde hacía tiempo y que luchaban por el destino de los hombres. Vargas trataba de colocar al capitalismo como una propuesta para el futuro, desligándolo de cualquier compromiso con el pasado, ignorando cualquier pasado que pudiera tener. La responsabilidad de lo que había ocurrido en este país hasta la fecha, recaía en el Estado y en quienes habían medrado a su costa. No había relación entre la miseria y el capitalismo porque éste todavía no existía en el Perú. El capitalismo era lo nuevo mientras que el socialismo, con sus afanes estatistas, era una prolongación del pasado.


Para Flores Galindo, la migración había hecho posible que los valores y la cultura andina ocuparan la ciudad, contribuyendo a la conformación de un vasto mundo popular urbano que se adaptaba a la modernidad a partir de mecanismos andinos tradicionales de decisión colectiva. Era un nuevo tipo de sociedad civil que no podía ser comprendido si solamente se tenía en cuenta a la tradición liberal europea como la única tradición democrática válida. Este mundo popular permitía pensar al socialismo no como proyecto estatista, sino como un modelo de autogobierno de los productores y permitía asumir al marxismo como un instrumento para el desarrollo en que el hombre andino jugase un papel vertebral.

La política utópica

Alberto Flores Galindo realizó la crítica de la sociedad peruana de su tiempo a partir de la revelación de sus raíces negativas. Pensaba que la definición que hicieron los ideólogos criollos de la peruanidad surgió de un encubrimiento primordial: la negación de la raíz andina de este país, la negación de su historia propia y de su cultura diferente a la occidental. Esta negación fue la causa determinante del fracaso del proyecto nacional criollo. Este proyecto, como había sido definido Víctor Andrés Belaúnde, partía de la aceptación de lo dado y de la autoridad final de los hechos tal como existían. Por eso su actitud era conservadora y satisfacían su pensamiento con los hechos, renunciando a cualquier transgresión más allá del estado de cosas dado. Los historiadores oligárquicos consideraban a cualquier formación social anterior como un estadio previo de la peruanidad. No aceptaban que pudiera ser algo diferente de lo que ellos creían y se resistían a aceptar un país diferente. Flores Galindo proponía despojar a la historia escrita por y para la oligarquía de cualquier autoridad revelando que sus pretendidos hechos habían sido fabricados y puestos a propósito, con un propósito intencional. La verificación histórica tradicional se basaba en la justificación racional del proceso y se sostenía en documentos escritos. Proclamaba el poder de la escritura y pretendía que toda verdad estaba en esos documentos escritos. Negaba que los documentos tuvieran una intención y que respondieran a intereses particulares, de un grupo, de clase. José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaúnde no podía imaginar una transformación de la sociedad que significara una ruptura con el orden presente heredado de la Conquista española. 
La utopía andina buscaba el encuentro entre la historia y la posibilidad, para interrumpir el desarrollo de este orden opresivo para el hombre en nuestro país. Desde el punto de vista de la historiografía tradicional era necesario justificar/explicar el orden existente, por lo que cualquier perturbación del pasado tal como había sido consagrado por la República oligárquica resultaba una perturbación del sano progreso social y un ataque a la peruanidad. Riva Agüero quería que fuéramos regidos por el noble yugo de la verdad, pero sinceramente era el yugo de la oligarquía. 
Los historiadores tradicionales como Iwasaki eran conscientes de que
La voluntad de comprendernos a nosotros mismos a través de la contemplación de nuestra historia ha sido una constante en la búsqueda de una conciencia del ser nacional. 
Esta voluntad había dado origen a dos fenómenos diferentes: la conciencia histórica y la conciencia de la crisis. La conciencia histórica actualizaba lo insustituible, peculiar e individual, lo que no estaba fundado en un valor general. Para Iwasaki solamente la conciencia histórica era la manifestación auténtica de la identidad nacional. Por supuesto él y los que pensaban como él encarnaban la voluntad de comprendernos y poseían la verdadera identidad nacional mientras que sus adversarios solo tenían errores y falsedades. 
La conciencia de la crisis, según Iwasaki, aparecía en momentos críticos, dando la sensación de transformación y cambio en la historia. A su entender, el problema de identidad del Perú se había producido debido a que la conciencia de la crisis se generalizó hasta ser aceptada por todos los peruanos como la conciencia histórica. La historia, según la entendía, no trataba de la transformación y cambio, sino de permanencia. Para él los historiadores que promovían el cambio, los marxistas, arruinaron al Perú al crear la falacia de la No-Nación:
De alguna manera, todo esto es lo que han hecho con la nación peruana los historiadores marxistas: convertirla en una entelequia barata y en una utopía apocalíptica. 
Luego de descalificar a todos los que se pronunciaron por la transformación y el cambio, reclamaba a los modernos sociólogos que no se limitaran a plantear el problema del Perú como nación sino que contribuyeran a su solución, a la construcción de una sociedad más libre, justa y democrática, sin dar valor a su postura crítica ni a las pretensiones de la utopía andina, una utopía socialista. Claro que construir tal sociedad solo podía hacerse reiterando el proyecto conservador.
Contra esta postura se revelaba Flores Galindo. La esperanza de una sociedad más solidaria requería una práctica histórica actual para cumplirse. La esperanza necesitaba imaginación. La utopía andina buscaba brotar del terreno de lo imaginario y crecer en lo actual.
El Perú en la actualidad, está viviendo quizás, lo que Europa vivió en el siglo XIX. Este último fue para el Viejo Mundo un siglo de búsqueda de la identidad nacional. (Mesa redonda: la utopía andina. Publicado en Utopía. Revistas de política y cultura. Lima. Año I Nº 1. Enero de 1990, reproducido en Kapsoli: Modernidad y tradición p. 228)
Para comprender estas afirmaciones de Flores era necesario ubicarse en el marco cultural del Perú de las décadas de 1960 y 1970. El Perú vivía el desborde popular, la transformación llevada a cabo por las migraciones del campo a la ciudad, desde los Andes hacia la Costa. El Perú vivía el fracaso del reformismo civil y los primeros experimentos de insurgencia comunista. El impacto de la revolución cubana era profundo, sobretodo entre la juventud intelectual. Ya había caído la dictadura de Odría, una de las formas más crueles y primitivas de gobierno militar, que había aterrorizado al país con delaciones y arrestos imprevistos. Los militares habían logrado un acuerdo con Acción Popular para impedir el ascenso del APRA al gobierno, para conseguir un gobierno civil relativamente funcional y estable. Sin embargo el resultado de este acuerdo no fue satisfactorio y finalmente las Fuerzas Armadas volvieron a tomar el control del Estado para iniciar una reforma de la sociedad desde arriba.
Durante la década de 1970 sin la oposición e incluso con cierto apoyo del Estado, creció un espíritu crítico de las condiciones de la sociedad. Públicamente el Estado cuestionaba el papel que la oligarquía había cumplido en el gobierno del país. Los problemas políticos y sociales eran discutidos en las universidades en términos marxistas, se exaltaba la dignidad del hombre andino y su derecho a realizar su vida de acuerdo a sus propios patrones culturales. Se celebró la consagración del quechua como lengua oficial . Se exaltaba la justicia social. Sin embargo, a muchos de estos jóvenes intelectuales les seguía impresionando la revolución cubana y las transformaciones sociales que había producido y les indignaba el contraste entre los potenciales sociales y la situación efectiva del país. Muchos de ellos se convencieron de que no había la menor posibilidad de que los derechos del hombre ocuparan el lugar que merecían en la sociedad existente y terminaron evolucionando hacia el extremismo de izquierda. Creyendo en la doctrina del partido como vanguardia revolucionaria abandonaron los espacios de discusión pública y se autoproclamaron la conciencia del pueblo.
Estos jóvenes rojos cantaban entonces y seguirían cantando hasta el fin de siglo canciones de protesta, harían plantones y gritarían contra los dictadores, aunque con bastante certeza se podría afirmar que todas esas protesta no hacían ninguna mella en el régimen dominante. Ellos mismos lo podían reconocer. Esto no significaba negar la posibilidad de realizar reformas en la situación existente, sino creer que ninguna de estas reformas podía alterar la real naturaleza del régimen instaurado.
Este ambiente fue propicio para la imaginación y la búsqueda de un momento en que hubiera unidad entre la racionalidad y la realidad de la vida. En esta búsqueda Flores encontró la utopía andina. La utopía andina constituyó la totalidad de proyectos del hombre andino para enfrentarse a la irrupción de Occidente. La utopía andina no fue un concepto metafísico, sino un desarrollo histórico y, por lo mismo, variable.
Flores Galindo en La imagen y el espejo: La historiografía peruana 1910-1986 afirmó que las pretensiones de los historiadores peruanos de elaborar una historia del Perú, donde se imponía la primacía de una de ellas, la tradición criolla, terminó conduciendo a la necesidad de romper el modelo especular del conocimiento establecido por los positivistas peruanos Javier Prado (1871-1921), Alejandro Deustua (1849-1945), Jorge Polar Vargas (1856-1932), Manuel González Prada (1848-1918), Mariano H. Cornejo (1866-1942), Manuel Vicente Villarán (1873-1918) y Mariano Iberico (1892-1974), para aceptar en su lugar la posibilidad de la existencia de diferentes historias del Perú, tanto en el sentido de reconstrucciones alternativas de los acontecimientos, como de líneas de desarrollo de los acontecimientos mismos.
De esta manera llegamos al fin de una forma de entender la historia peruana. De 1920 a 1986, se ha pasado de la búsqueda afanosa de un alma, que era en realidad un espejo en el que se reflejaban los deseos particulares de ciertos intelectuales, al descubrimiento de los otros: el rostro múltiple de un país conformado por varias tradiciones culturales. (Alberto Flores Galindo, La imagen y el espejo, en: Revista Márgenes, Lima: No. 4, 1988. p. 78)
Flores se interrogó sobre la relación entre los hombres andinos y un Estado que no satisfacía sus capacidades, sino que existía como una institución extraña y opresiva que no los reconocía como ciudadanos. El Estado incaico había conseguido un nivel de legitimidad que nunca se repitió en este país. El Estado colonial se impuso sobre los hombres andinos y adoptó las instituciones del Estado inca para reclamarles prestaciones, pero no mantuvo las relaciones de reciprocidad y redistribución establecidas antes. Al iniciarse la República el Estado peruano seguía definiéndose como el Estado colonial, que reconocía una relación asimétrica sobre las personas bajo su jurisdicción. Las clases dominantes continuaban aprovechándose del Estado para dominar a los oprimidos. Este Estado no se apoyaba en el consentimiento de los hombres andinos, a los que no reconocía ni siquiera la condición de ciudadanos. Los hombres andinos tenían derechos restringidos dentro de este Estado, que incluso los trataba como un peligro interno del que defenderse. En el Perú el Estado no siempre había sido así. Flores planteó que, antes de la venida de los españoles, el Estado, representado por la figura del Inca, había vivido en armonía con los hombres gobernados. La Conquista destruyó este orden social y causó la pérdida de la libertad de los hombres andinos. El poder cayó en manos de un grupo privilegiado, que condenaba a la vasta masa de hombres andinos a la pérdida del bien común que antes habían poseído. El mundo andino dejó de pertenecer a los hombres andinos y se convirtió en un mundo extraño, gobernado por leyes extrañas, un mundo en que la vida humana estaba frustrada. Flores buscaba una vía para restaurar la unidad entre el hombre andino y su mundo y sus respuestas desde un principio estuvieron orientadas por su formación religiosa. Sin embargo, la respuesta de Flores no era religiosa en el sentido católico de lo religioso. Su respuesta era filosófica en el sentido humanista, tal como el de Erasmo. Flores buscó recuperar el momento en que pensaba que había existido unidad entre el bienestar del hombre andino y la sociedad. Cuando esta unidad se perdió, la vida del hombre andino quedó a merced de las contradicciones de la sociedad. Los deseos de los hombres andinos quedaron relegados al mundo de lo imaginario, cuya libertad luchaba contra la opresión y la incertidumbre de la vida real. La labor de historiador de Flores Galindo tuvo una misión: analizar las contradicciones que encerraba la sociedad para recuperar un mundo acorde con la dignidad humana.
Flores Galindo quería acercar las ideas de Occidente a la fuerza mesiánica de la cultura andina y ejercía una labor voluntarista, porque trataba categorías que no eran homólogas. Pensando en castellano y quechua, fundiendo a los dos idiomas para crea uno nuevo, no conseguía que el castellano y el quechua se volviesen idénticos, como no se volvían idénticos a la ciudad y la comunidad. Igualmente, el marxismo como revolución no era idéntico a la inversión del mundo, el pachacuti. El marxismo se erigió en crítica científica de la sociedad existente al revelar la verdadera naturaleza de las relaciones humanas en una época determinada. Toda crítica social que no investigara el fundamento de esas relaciones se revelaba como dogmática y no podía trascender el dominio de lo imaginario hacia lo real. Flores entendía que no podía hacer la crítica de la sociedad que la Conquista había creado si permanecía en la ira. Hubo quiénes confundieron esto y creyeron que la visión de Flores se acercaba al maoísmo de Sendero Luminoso. Tal vez el mismo Flores Galindo se encontraba confundido en los límites de su investigación. En el Perú de la década de 1980, revolución y marxismo se confundieron con terrorismo: en el Perú hubo quienes leyeron en sus páginas una justificación de la insurrección senderista. La crítica social de Flores era subversiva, pero su subversión no era senderista.
Los planteamientos de la utopía andina tenían puntos de encuentro con la aparición de las herejías. Ellas no se formaron en los momentos de hundimiento del Estado, sea del español antes de la Independencia o del peruano luego de la guerra con Chile, ni en los momentos de reconstrucción, sino cuando se resquebraja un orden ya existente y sus mismos abusos permitían a los disidentes un mínimo de reflexión. Las condiciones para a la aparición de las versiones contestatarias de la historia peruana han requerido del establecimiento de un estado centralizado con presencia en todo el país, de cierto grado de toma de conciencia de la población en general y de la decadencia de la oligarquía.
La historia, tal como la pensaba Flores, no era una indagación de la realidad sino su origen, al tiempo que era una reflexión y por ello un testimonio. La realidad histórica solamente volvía comprensible por su enunciación. Los hechos históricos solamente lograban su realidad al ser narrados. Esta doctrina filosófica tiene raíces profundas en la tradición occidental y puede encontrarse ya en Platón. Los escritos de Flores Galindo poseían rasgos platónicos, aunque sus recusaciones se alejan del espíritu griego. Flores Galindo veía a la historia como una realidad racional, pero al mismo tiempo sentía que era una razón mágica. Describió esta relación citando a Arguedas: que el socialismo (porque para él el socialismo era el método de la historia) no había matado lo mágico. Flores Galindo perteneció a una generación entusiasta. Vio la revolución de Mayo del 68 y quiso comprender y transformar a la historia, encontrar en ella una línea de continuidad entre el pasado y el presente, un elemento fundador de la identidad nacional peruana. Flores Galindo descubría en la historia un espíritu revolucionario y por ello su trabajo se volvía una incitación. En su base de su trabajo se encontraba la valoración positiva de lo andino, el reconocimiento de sus diferencias y de su importancia como modelo de desarrollo en el Perú. Para Flores existían tres rasgos característicos de la utopía andina: permitía el desarrollo de identidades colectivas, daba cuenta de una constante reactivación del pensamiento utópico en determinadas circunstancias y, finalmente, aludía a la apropiación que los diferentes grupos sociales de la colonia y la república hicieron de dicha categoría. Para Flores Galindo, la historia del Perú tenía ímpetu, no era una carga, sino que podía llevarnos en un viaje de aventura. Lamentablemente los veinte años posteriores a la publicación de Buscando un Inca pueden verse como un desengaño.


Flores Galindo fue un hombre tardío, que se limitó a contemplar, ya que no pudo actuar. Guiado por el racionalismo occidental, buscó una racionalidad andina como alternativa a irracionalidad establecida por la Conquista. La racionalidad se podía entender en dos sentidos: tanto lo que es como lo que debe ser. Por ello la obligación que Flores buscaba aspiraba a convertirse en acción. Flores entendió la incitación de la racionalidad andina para convertir la utopía andina en una realidad eficiente por la concordancia que encontraba entre los acontecimientos que el narraba y la razón que los explicaba. Flores pensó que en la sociedad y la historia se encontraba una dimensión del acontecer de la verdad. En ese sentido existía el riesgo para Flores de construir una metafísica de la sociedad y de la historia donde carecía de sentido el individuo, pues los individuos siempre estaban condicionados por la sociedad en la que vivían y la historia en la que se habían formado, y no eran libres de vivir según sus ideales. Pero Flores Galindo no se limitó a la comprensión de lo dado sino que buscó entender las épocas a partir de la subjetividad de los hombres que las vivieron.