lunes, 27 de enero de 2014

La Guerra Silenciosa

El esfuerzo de Flores para imaginar al Perú no estuvo aislado. Al mismo tiempo que Flores estudiaba Manuel Scorza daba forma a su pentalogía La guerra silenciosa. Al igual que otros narradores indigenistas, Scorza dio a entender en todo momento que realizaba la crónica de acontecimientos reales. Para lograrlo, en la primera novela del ciclo resaltó el carácter testimonial de su trabajo, presentándolo como una noticia. Lo describió como la historia de la lucha desesperada de los campesinos de los Andes centrales durante la década de 1950. El campo que describió Scorza ya estaba penetrado por el capitalismo, representado por la Cerro de Pasco Corporation. Su historia narraba el expolio de las tierras de las comunidades. Sin embargo la historia que Scorza contaba no era lineal sino cíclica, ya que siempre concluía con la masacre de los comuneros. Los comuneros siempre terminaban derrotados por los gamonales y las autoridades pero siempre aparecía un líder en la comunidad que hacía que recuperara la rabia y comenzara otra rebelión.
Al hacer una crónica, recuperando el título de crónica, Scora remitía a las crónicas de la Conquista y colocaba al mismo nivel la historia que el contaba y la historia que contaron los españoles. Era una manera de dar validez a su versión al mismo tiempo que reducía la validez de la versión de los conquistadores. 
Para narrar las luchas campesinas Scorza escogió inicialmente el informe político, pero luego optó por realizar un texto de ficción, aunque enfatizó que los hechos narrados eran verídicos. El relato veraz e históricamente fiel que Scorza contaba era La guerra silenciosa, la lucha que los hombres andinos iniciaron contra sus opresores desde el momento mismo de la Conquista y que se seguía prolongando durante cinco siglos. El narró un episodio de esa lucha, ocurrido en las provincias mineras de la sierra central entre 1950 y 1962, pero Scorza recalcó que no había inventado la lucha. El intentó ser un cronista para estos héroes campesinos anónimos. Resaltó su condición de testigo y la calidad descriptiva de su narración. A diferencia de los cronistas de la Conquista o de los historiadores conservadores (como Riva Agüero, De la Puente o Del Busto) Scorza dejaba al lector la libertad de decidir el veracidad del relato. Su forma de narrar los acontecimientos era ambigua, por que declaraba la veracidad de su historia, pero empleaba una forma literaria, la novela (pero no la novela histórica). Era lo contrario a la actitud de Del Busto, quien había narrado sucesos fantásticos e inverosímiles pero exigía que los aceptemos como realmente verdaderos.   
La administración estatal desde la colonia a la República había buscado mantener sometida a la población andina. Pero existía una contradicción interna del orden colonial. Los españoles sometieron a las sociedades andinas, pero también les dieron las herramientas para imaginar un mundo diferente. La invasión occidental permitió la emergencia de factores de cohesión de los hombres andinos, que se identificaron entre sí frente a sus invasores. Toda la narrativa indigenista está entrecruzada por este esfuerzo por reconocerse, por rescatar la propia identidad. La narrativa indigenista había tomado un elemento de Occidente para reafirmar la identidad del mundo andino. Los esfuerzos del indigenismo produjeron mitos: el mito de Inkarri, la utopía andina y la guerra silenciosa. Flores debía tener presente las novelas de Scorza al escribir Buscando un inca, ya que el libro concluye en la guerra silenciosa.
El ciclo de La guerra silenciosa estaba formado por novelas de la rebelión campesina. Tenía precedentes notables en El mundo es ancho y ajenoTodas las sangres Los ríos profundos. Flores Galindo  sostenía que la rebelión campesina andina era un hecho que había atravesado todo el siglo XVIII y que continuaba.
Las novelas de Scorza constituyeron una renovación dentro de la tradición indigenista, ya que asimilaron las nuevas técnicas desarrolladas por los novelistas latinoamericanos del Boom pero que continuaron la intensa motivación social de la novela indigenista desarrollada por Ciro Alegría o José María Arguedas. Flores también emprendió una renovación en el estudio del mundo andino y el origen del Perú. El intentó resolver la crisis que agobiaba a la población peruana y propugnó un cambio radical. Respondió con originalidad a los problemas del país, a partir de la lectura de los Siete ensayos de Mariátegui y del drama personal de Arguedas, de la visión de la sociedad peruana dividida entre los Andes indios y la modernidad criolla de la costa. Los rasgos de libertad narrativa que desarrolló en Buscando un inca partían de la necesidad de no mostrar la historia andina como un hecho insular, localizado en las partes más atrasadas del país, limitado a la explotación de las clases subordinadas, sino un problema vinculado al desarrollo de la conciencia en todos hombres marginados en Perú.
Esta misma búsqueda era la indagación por la continuidad entre nuestra historia local y toda la historia. Desde la Conquista española ha existido una sola y misma historia, la historia de la continua rebelión andina. Esta continuidad fue enunciada por Benito Castro en El mundo es ancho y ajeno y también por Genaro Ledesma en La tumba del relámpago, la última balada del ciclo de la Guerra silenciosa. La rebelión andina, narrada en el mito de Inkarri, en la utopía andina de Flores Galindo, había durado ya cinco siglos. Nuestros rebeldes, los rebeldes de Perú, llegaban desde el fondo de la historia.
Scorza asumió el papel del narrador omnisciente del indigenismo. Su discurso se volvió profético, denunciando las masacres cometidas por las empresas transnacionales, los hacendados y el Estado criollo contra los campesinos andinos, y anunciando la continuación de la lucha de los hombres andinos. Esta narración no tomó en cuenta que el sistema de haciendas de la sierra central ya estaba en crisis y que no pudo defenderse de la presión campesina, sino que trató a las   compañías transnacionales y a las haciendas como entidades todopoderosas. No describió al mundo rural en cambio de la segunda mitad del siglo XX, sino a un mundo mítico, al que podía percibir como una totalidad continua desde la Conquista y una esencia andina más allá del tiempo. Por eso y pese a eso, Scorza presentaba su versión como la historia verdadera de las luchas rurales en los Andes centrales.
La ruptura de Scorza con la tradición indigenista se encontraba en el uso original del lenguaje, del humor, de la metáfora, en el empleo de las técnicas del realismo mágico. Scorza resumió esto en un sencillo postulado:
yo viajo del mito a la realidad.
Flores también empleó una nueva técnica de escritura para tratar el tema mítico propuesto. Por ello Buscando un inca excedía las características usuales de los libros de historia del Perú. Si lo que escribió Flores Galindo fue solamente una discusión intelectual o fue expresión de tendencias reales de la sociedad, entonces la justificación de su visión de la crisis quedaría aclarada al enfrentar el dilema de la identidad mestiza peruana.
En Buscando un inca existía un planteamiento central: el fracaso de la historia como quehacer intelectual para aprehender el papel de la imaginación en la historia; Buscando un inca fue un libro escrito en un momento de honda crisis nacional en que Flores Galindo presentía que se abrían oportunidades para imaginar un futuro distinto y, en cierto modo, el libro era la imaginación de ese futuro. Los hombres siempre habían estado interesados en imaginar el futuro. Todas las sociedades desarrollaron relatos sobre el futuro. Los hombres habían intentado conocer el futuro tomando contacto con lo sobrenatural. Ellos alcanzaban lo sobrenatural mediante sus mitos y la religión.
Sin embargo, había ocurrido un extraordinario declive de la creencia en la religión y en los mitos desde la Ilustración del siglo XVIII. Debido a ello, las sociedades tuvieron que desarrollar nuevas formas de pensar en el futuro, considerando ahora una relación con el tiempo histórico. Es decir, los hombres tomaron en cuenta que sus sociedades tenían un pasado e intentaron relacionarlos con el futuro.
Existen tres grandes formas de imaginar el futuro. La primera forma se basa en la repetición de los hechos históricos. La segunda forma se basa en la esperanza de que aparecerá una fuerza que cambiará radicalmente el curso de la historia. La tercera forma busca las tendencias del pasado que podrían continuar desarrollándose y construir el futuro. Flores exploró cada una de estas formas en Buscando un inca.
Lo que había sucedido antes, volvería a suceder nuevamente, los incas volverían. Los partidarios de la utopía andina adoptaron esta visión cíclica presente en la cosmovisión de las sociedades andinas prehispánicas. Los españoles se habían hecho con el poder tras la Conquista pero también llegarían su final. Los dioses antiguos retornarían y volvería a transformarse el mundo. Los hombres andinos creyeron absolutamente en el control de las huacas sobre el tiempo y sobre la actividad de los pueblos. Creyeron que el tiempo de las huacas volvería.
Flores-Galindo anotó que una característica peculiar de la utopía andina fue que
en los Andes, la imaginación colectiva terminó ubicando la sociedad ideal [...] en la etapa histórica anterior a la llegada de los europeos.
La utopía andina aparecía como una añoranza idealizada de una edad heroica de tipo histórico, tal como la había imaginado Homero.
Tanto Buscando un inca como La utopía arcaica realizaron un balance del relato indigenista desde un punto de vista disciplinario e ideológico. Tanto para el socialista como para el liberal existía una gran distancia respecto al pensamiento anterior al mundo moderno.
Vargas Llosa pensaba que era paradójico que el libro de Flores Galindo, concebido como una crítica de la utopía andina acabara postulando una fusión entre la mística milenarista y el socialismo moderno. Flores Galindo reconocía el carácter ficcional, es decir utópico, del indigenismo y el carácter arcaico y milenarista del contexto histórico premoderno en que surgió la narrativa indigenista, pero no se aferraba a él como un fundamentalista y un dogmático, sino que planteó la posibilidad de preservar ciertos signos del discurso indigenista y transferirlos a un nuevo contexto, para unirlos con un discurso racionalista y las esperanzas socialistas. La modernidad fue fundada trasladando la simbología de la antigüedad clásica a la Europa del siglo XV, denominado precisamente por eso Renacimiento.
Las limitaciones de las conjeturas de Flores no están en la pretensión de actualizar viejos mitos en el horizonte de las puras expectativas, sino en que su proyecto entiende erróneamente la narrativa arguediana, suponiendo que descansa en una construcción ideológica discursiva conceptual, de la misma manera que las antiguas utopías discursivas platónicas o aristotélicas de la antigua tradición cultural conceptualista griega, en la que se puede rastrear el origen de racionalidad conceptual moderna. El discurso arguediano basaba su verosimilitud narrativa en la esfera de la sensibilidad, previa a la racionalidad. Esta sensibilidad no es profana o subjetiva, sino sagrada y supraindividual. Este modo de percibir las sensaciones no permite una relación dialógica y no admite un interlocutor. Flores Galindo buscaba preservar ciertos signos recurrentes de la tradición discursiva indigenista, pero debía vaciarlos de su contenido fundamentalista.
También Flores imaginó el futuro a partir de las tendencias observadas en la historia. Flores entendió ciertas tendencias de la sociedad peruana del siglo XX como pervivencia de formas andinas de organización que luchaban por crear un futuro. Se podía decir que existía una versión ortodoxa de la historia nacional, basada en la creencia de que la cultura criolla era el tronco principal de la nación peruana, y una versión herética, que Flores había explorado en Buscando un inca. Vargas Llosa estuvo más cerca de la versión ortodoxa, mientras que Flores Galindo abrazó la versión herética. Las herejías habían sido desde la Baja Edad Media formas no conformistas de pensamiento. Para Vargas Llosa, este estudio herético de la historia nacional, del pasado nacional, era una elaboración de intelectuales influidos por Occidente, historiadores renacentistas como Garcilaso y cronistas misioneros como las Casas, que poco tenían en común con la visión que las masas campesinas habían tenido de su misma historia. Estos cronistas utópicos renacentistas condenaron los abusos de la Conquista y cuestionaron el derecho de España sobre América, para terminar creando una versión idílica de las sociedades prehispánicas. Esta versión idílica es la que han continuado los historiadores heréticos de la utopía andina.
El punto de vista de Vargas Llosa o de Del Busto partían del presupuesto de que el estudio de la herejía es inútil. Las versiones dominantes de la historia condenan a las herejías. Sin embargo, varios factores coincidieron durante el siglo pasado para desafiar a las versiones dominantes de la historia del Perú. La crisis de la República aristocrática y de la República oligárquica, la expansión urbana, las migraciones desde el campo, el indigenismo, el desborde popular, todo ello contribuyó a crear conciencia de un origen distinto del Perú, de su continuidad de su pasado andino. El quiebre en el modo como se explicaba el pasado ocurrió durante el gobierno militar de Velasco Alvarado. Los militares de la revolución de las Fuerzas Armadas de 1968 se decidieron a marcar el inicio de la emancipación definitiva del Perú. Por eso condenaron el injusto orden social y económico existente que permitía el usufructo de la riqueza nacional solamente a las clases privilegiadas, en tanto que las mayorías populares sufrían las consecuencias de la marginación. El discurso de los militares de 1968 estaba teñido de un fuerte tinte antiestadounidense y contenían una crítica clara al papel desempeñado por la oligarquía nativa, a la que se acusó de actuar como cómplice de la explotación y dependencia en que se hallaba sumido el país. El régimen de Velasco abrió las puertas para la difusión en la enseñanza pública de las versiones diferentes y heréticas de la historia del Perú. Un punto de inflexión es la publicación, por el Instituto de Estudios Peruanos de La Independencia en el Perú de Heraclio Bonilla y Karen Spalding. En esta versión el Perú nunca había sido libre, siempre se habían mantenido los mecanismos de sujeción y opresión. Finalmente la historia peruana se planteaba como un problema de sectas, de conversos de una u otra creencia. La creencia oficial enseñada en los colegios públicos por el Ministerio de Educación o equivalentes previos a la reforma educativa de Velasco era que no existía ningún problema del Perú como nación. La nación peruana ya se había constituido, como describía Víctor Andrés Belaúnde, que hablaba de la peruanidad. Sin embargo, ahora se buscaba dar una nueva definición de peruanidad.


La utopía y sus límites

Glosando al trabajo original de Moro, Flores Galindo explicó que la utopía no tenía tiempo ni lugar real, sino imaginario. Sin embargo, la gente siempre le ha buscado una ubicación real. Así los judíos hablaron de su edad dorada durante el reinado de Salomón o los americanos hablaban de cómo se ganó el oeste. Los representantes de la República aristocrática, del Perú criollo, soñaron con la Arcadia colonial. En los Andes, la utopía se ubicó en el tiempo anterior a la llegada de los españoles. Se imaginó al mundo andino bajo la forma única del imperio inca, homogéneo y justo. El inca se convirtió en el símbolo del orden justo. 
La Conquista española se realizó con un esquema escatológico. El cristianismo occidental se había desarrollado creyendo en la inminencia del fin de los tiempos, esperanza de la segunda venido del Mesías y del establecimento de su reino milenario. El descubrimiento y la colonización cumplían el mandato evangélico: la prédica de la Palabra a todos los pueblos de la Tierra precedería al final de los tiempos.   
El regreso del inca fue interpretado desde un punto de vista milenarista y mesiánico. Flores afirmaba que estas ideas milenaristas y mesiánicas sustentaron las grandes revueltas campesinas del periodo colonial. La utopía andina era un equivalente de las herejías populares europeas, aunque las autoridades coloniales no quisieron tratarlas como tales. La adopción de las esperanzas mesiánicas y milenaristas desarrolladas en Norteamérica tendría relación con los rasgos heréticos de la utopía andina.
El indigenismo no había sido solamente un fenómeno literario sino que se vinculó a una realidad social. Para Mariátegui los indigenistas auténticos colaboraban en la reivindicación de los hombres andinos. El problema de los indios, de los hombres andinos, tan presente en la política, la economía o la sociología no podía estar ausente de las artes y de la literatura.
Todas las tesis sobre el problema indígena que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos –y a veces tan solo verbales, condenados a un absoluto descrédito.
Sin embargo, no está claro por qué se tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para ver estallar las rebeliones andinas. Durante el siglo de la Conquista se estableció un pacto colonial que permitió la permanencia de las costumbres y formas de organización andinas. Este pacto fue revisado por la Corona al menos en dos oportunidades: con el gobierno del virrey Toledo y con las reformas carolinas. En el siglo XVIII la crisis del imperio español favoreció las tendencias autonomistas, pero fue necesaria cierta toma de conciencia de la población andina. La toma de conciencia de la población debió suponer la integración y la comunidad lingüística. Se conoce poco de la evolución del quechua entre la toma del Cusco por Pizarro y el sitio por Túpac Amaru, pero los circuitos comerciales y administrativos coloniales tuvieron un papel muy importante tanto en la integración y la comunidad lingüística andina.
A principios del siglo XX, los intelectuales de la clase alta peruana habían decidido que la identidad nacional era un asunto resuelto y cerrado. Habían entendido esto tomando como punto de partida la reconstrucción del Estado peruano luego de la guerra con Chile. La tradición que había creado ese Estado nunca intentó fundir a las diferentes poblaciones que vivían en Perú en una sociedad participativa y justa. El Perú existía centralizado por la herencia española y a partir de ella se creó la retórica del mestizaje. La encarnación más completa de este ideal fue José de la Riva Agüero. Los miembros de esta tradición, como Porras Barnechea, veían en Francisco Pizarro al fundador de la nación. En su necesidad de explicar la sociedad en que vivían, trasladaron sus ideas al pasado e imaginaron las luchas políticas que condujeron a la Independencia del Perú. Las afirmaciones de Porras sobre Pizarro resultaban exageradas, ya que no se lo podía concebir como forjador de la peruanidad, como tampoco concebirían los franceses a Julio César como forjador de la nación francesa por haber conquistado Galia.
A diferencia de Europa, las naciones en América Latina no se habían creado en base a diferencias lingüísticas. El castellano no actuó como una base para diferenciar a los pueblos. En América Latina, las naciones fueron creadas después de los Estados, y empleadas luego por los Estados mismos para justificar su existencia. El origen del Estado republicano en Perú no mantuvo una relación de consecuencia con las rebeliones andinas del siglo XVIII, sino con la administración colonial. El país mantuvo el orden establecido por la dominación colonial. Las divisiones políticas de los nuevos países se hicieron partir de los territorios administrativos del orden colonial. Estos nuevos países no mostraron criterios diferentes en su relación con el espacio andino. Las ocho intendencias que se crearon en el virreinato peruano fueron el origen de los departamentos del Perú republicano. Los corregimientos fueron la base para la creación de las provincias. Ni los corregimientos ni las intendencias respetaron la lógica del espacio andino ni supieron aprovechar las formas de administración prehispánica. La herencia de estas formas de administración colonial continuaron dificultando las relaciones de los pobladores del país con su espacio geográfico.
La aparición del indigenismo planteó claramente el problema de la identidad del Perú, descubriendo a la nación peruana como una comunidad no definida, sino en esfuerzo por definirse. Arguedas describió un Perú construido a partir de una tradición cultural distinta a la española, nutrido en otra fuente. El idioma podía convertirse en esta nueva base. Los estudios de Alfredo Torero sobre el quechua mostraron la variedad de esta lengua y, en consecuencia, la variedad del mundo andino.
Buscando un inca surgió de la pasión de Flores Galindo por el mundo andino. Flores estaba convencido que el mundo andino actual no era más que los restos de desgracia sufrida por el renacimiento andino ocurrido a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Durante más de cien años los Andes asumieron el desafío de la modernidad y se desarrollaron con bastante libertad de la Corona española. La nobleza andina ganó gran importancia; los hombres andinos participaron ampliamente en el desarrollo social, prosperaron grandes ciudades en las tierras altas; la lectura y la escritura se difundieron más allá de la Universidad de Lima y de los conventos y se volvieron frecuentes entre las elites andinas, las que empezaron a reivindicar su pasado y sus derechos. Hubo una recuperación demográfica y el establecimiento de un gran circuito comercial en los Andes, organizado alrededor de los centros mineros, para los que se producía maíz, vino, carnes y textiles. Esta explosión de modernidad tenía lugar dentro del marco de la recuperación de la historia, de manera que un indio volvía a estar orgulloso de su condición y conciente de su pasado. Los hombres andinos podían prosperar y lograr un mayor control del destino de la sociedad. Durante más de un siglo los Andes vivieron la ilusión del progreso. Pero luego ocurrió el desastre. Fracasó la Gran Rebelión andina y venció la represión. La lucha en los Andes devino en una guerra de castas. Al final, la República criolla, heredera del orden colonial, terminó absorbiendo algo de ese mundo que fue destruido y la utopía andina volvió a brotar en las ciudades criollas.
Flores Galindo dedicó sus mayores esfuerzos al estudio de la sociedad colonial. En Aristocracia y plebe describió la imagen desencantada que le producía la sociedad colonial tardía y el futuro sin esperanzas de los años de la Independencia. La sociedad colonial estaba completamente jerarquizada. Los individuos estaban agrupados en castas, grupos definidos en base tanto criterios económicos como a partir del color de piel. Los miembros de la naciente República eran incapaces de actuar como una nación. La legislación española creó barreras jurídicas entre las castas y la República asumió esta herencia colonial. Sin embargo, las prohibiciones jurídicas no impidieron el mestizaje y la aparición de grupos de personas de características indefinidas y lealtades inciertas. La migración africana y más tarde, la migración asiática desafiaron la capacidad integradora de la sociedad. El Perú continuó siendo para muchos una sociedad excluyente, que negaba alternativas a la mayoría de la población.
Flores Galindo ya había planteado en Aristocracia y plebe que los enfrentamientos dentro de las clases populares urbanas durante el final de la colonia explicaban la ausencia de respuestas violentas frente a la dominación española. Flores ofrecía una imagen polarizada de la sociedad limeña, entre blancos e indios. En este cuadro los negros aparecían mejor integrados a la vida urbana que los indios, motivo por el cual mantuvieron un fuerte antagonismo con los hombres andinos. Se le ha criticado a Flores Galindo la parcialidad de esta imagen, ya que los hombres andinos también se habían integrado en la vida urbana desde el siglo XVII.
Buscando un inca intentaba reflejar el proceso ocurrido en los Andes tras la Conquista española, pero desde la conciencia de los hombres andinos. Más que repetir datos históricos, Flores Galindo quiso atrapar los sueños y las esperanzas, las pesadillas y las decepciones de esos tiempos. Debido a ello, su libro no seguía una cronología estricta. Flores narró el desarrollo de distintas historias por momentos simultáneamente y de manera cronológicamente laxa. A través de tal fragmentación del tiempo, trató de explicar el tiempo cíclico característico de la cosmovisión andina. A través de la estructura narrativa misma buscó producir un efecto mítico. Para conseguirlo, narraba los sucesos acaecidos durante cinco siglos como si fueran la experiencia vital de un solo hombre. Por ejemplo, la Gran Rebelión y la guerra interna contra Sendero Luminoso estaban separadas por dos siglos. Sin embargo, al confrontarlas a ambas, Flores intentaba reflejar una verdad mayor, la lucha persistente contra un orden que se negaba a dar cabida a las mayorías de este país.
Los hombres andinos que aparecían en Buscando un inca eran todo lo contrario a los hombres sin esperanzas y sin proyectos de los trabajos anteriores de Flores. No solamente eran hombres que luchaban contra la opresión sino hombres anteriores a la Caída, libres del pecado original que había traído el mal al mundo andino. Los hombres andinos creían (Flores aprobaba esa creencia) que había existido un Jardín del Edén en la tierra y que el pecado traído por la Conquista había causado todos los males en el mundo andino. Flores sabía que los hombres andinos habían pecado o errado, pero no habían caído en el mal en el sentido teológico y por ello seguían siendo capaces de lograr cosas imposibles para otros hombres. En este mundo los hombres andinos se mostraban como artistas creadores de una belleza superior a la que podían imaginar los occidentales establecidos en los Andes. La creación andina era auténtica, mientras que la creación de los occidentales establecidos aquí era opaca y epigonal.
La obra de Flores asumió un doble rol: la utopía andina buscaba una alternativa en el encuentro entre la memoria y la imaginación. Se buscaba reedificar el pasado como solución a los problemas de identidad y se empleaba a la memoria como un mecanismo para conservar y edificar la identidad. Flores se volvió a la memoria para repensar el presente e imaginar un futuro. La utopía andina percibió al imperio incaico como una imagen invertida del país actual. Era la descripción de un país irreal, tal como el país de las amazonas que describían los griegos clásicos, donde el orden estaba invertido. Sin embargo, en el caso de Perú la intensión no era garantizar el orden existente sino afirmar que el país real tenía un orden invertido. El inca pasó de ser el jefe de una etnia concreta que dominó los Andes centrales a ser un rey justo y benefactor. Flores recopiló varias representaciones populares sobre la captura de Atahualpa y su muerte. El contenido de las narraciones no era idéntico en toda la región andina, la cultura andina interpretaba de maneras diferentes al inca: en Perú, Atahualpa es un inca cusqueño, mientras que en Ecuador Atahualpa es un inca quiteño y el orden cusqueño no era presentado como el ideal.
También debía considerarse que las rebeliones indígenas del siglo XVIII no fueron las luchas independentistas que querían los historiadores ortodoxos, sino que respondían a otras motivaciones y tenían otros objetivos. Fueron equivalentes a las herejías populares medievales. En Europa medieval, las revueltas populares tomaron el aspecto de herejías debido a que la idea de cristiandad alcanzaba todos los aspectos de la vida. En Perú, por lo mismo que el país tenía muy cercano el recuerdo de los tiempos precristianos, no apareció el inconformismo tanto como una herejía con bases teológicas claras, sino como sincretismo religioso con los cultos prehispánicos. La definición de luchas independentistas suponía un grado de desarrollo y de conciencia políticos que no existían en el Perú del siglo XVIII.
Las tesis de Buscando un inca fueron cuestionadas tempranamente. En 1986 Carlos Ivan Degregori publicó una crítica de la idea de la utopía andina en el artículo Del mito de Inkarrí al mito del progreso. El entendía que la propuesta de la utopía andina implicaba un retorno al pasado que las poblaciones campesinas y migrantes no buscaban realizar. Las poblaciones andinas abandonaron los mitos previos, entre ellos el mito de Inkarrí, y adoptaron nuevas creencias para enfrentar un futuro en que dejaban de ser campesinos y se convertían en habitantes urbanos y luego en ciudadanos. Degregori criticó la idea de la utopía andina afirmando que esta propuesta  implicaba un retorno al pasado:
Lo cierto es que el tránsito del mito de Inkarrí al mito del progreso reorienta en 180 grados a las poblaciones andinas, que dejan de mirar hacia el pasado. Ya no esperan más al inka, son nuestro inka en movimiento. El campesinado indígena se lanza entonces con una vitalidad insospechada a la conquista del futuro y del progreso.
Degregori destacó las transformaciones producidas por la migración andina a las ciudades costeras y pensaba que esta transformación se convertiría en la base para crear una sociedad más libre y participativa. El proceso económico aparecía como el fundamento de la racionalidad del cambio. Degregori describió un nuevo mito, el mito del progreso, la creencia en la mejoría a través de la adopción de costumbres modernas. Una de las manifestaciones esta nueva mitología era el empleo de nuevos nombres, ahora ya no solo en castellano sino también en inglés. Las poblaciones andinas reorientaron sus objetivos y dejaron de mirar hacia el pasado en busca de soluciones. Ya no esperaban más el regreso del inca. El campesinado indígena, migrante en las ciudades costeras criollas, inició la conquista del futuro y del progreso, transformándose de invadidos en invasores. La población andina ya no se sentía acorralada y sin otros caminos que la confrontación, el mito del progreso les ofrecía la esperanza de escapar a la marginalidad y a la pobreza sin llegar a la rebelión.
Para Flores Galindo este fenómeno no significaba que ocurriera una ruptura con el pasado andino. Para él las masivas migraciones del campo a la ciudad no abolían la historia andina, sino que afirmó que los hombres andinos mantenían en su mentalidad andina. La esperanza en el progreso, la lucha por la educación y otros servicios modernos convivían con las imágenes de regreso al pasado, la recreación del mito de Inkarri. Los migrantes no dejaron de ser andinos por el solo hecho de vivir en la ciudad. Tampoco rompieron con su pasado. Por el contrario, mantenían los vínculos con él, afiliándose a las asociaciones de su pueblo en la capital y participando en las festividades que se celebraban en sus lugares de origen.
El indigenismo había surgido como un examen de conciencia del país tras el fracaso en la guerra con Chile. En muchos estudios de historia y antropología, publicados en los últimos años, se buscó establecer nexos entre cultura, modernidad, identidad y nación. Deborah Poole en Entre el milagro y la mercancía: Qoy'llur R'iti (Márgenes, Año II, Nº 4) hizo dos proposiciones en relación a los cambios ocurridos en la población campesina durante el siglo XX. Ella afirmaba que la mercantilización de la vida cotidiana en la sierra sur había alcanzado incluso las conciencias religiosas del campesinado y había alterado el peregrinaje al Señor de Qoy'llur R'iti, uno de los paradigmas de la religiosidad andina. Poole ponía en duda que la fidelidad ciega de los campesinos andinos a sus tradiciones y ofrecía un ejemplo de cómo el mundo occidental, representado por los circuitos comerciales, había penetrado en el mundo rural.
Posteriormente se publicaron también en la Revista Andina tesis más radicales que ponían en duda el papel de los indigenistas en las luchas campesinas por sus derechos humanos y civiles. Los indigenistas de la década de 1920, que habían sido considerados como “gente decente”, eran descritos como hipócritas y falsos defensores del indio. Se afirmaba que habían empleado su indigenismo para defender el carácter elitista y aristocrático de la sociedad regional cusqueña. Marisol de La Cadena en Decencia y cultura política (Revista Andina, Año 12, Nº 1, 1994) elaboró una ideología desmitificadora de lo andino. En sus conclusiones afirmaba que
como resultado de la influencia de la noción de decencia, antes que proteger a los indios, el indigenismo llegó a ser pilar de la defensa de los caballeros cusqueños, incluidos aquellos hacendados contra los cuales los mismos indios estaban luchando.
La Cadena descalificó al indigenismo descalificando a quienes lo enunciaban. Buscó desmifiticar lo andino. Cuestionó la revalorización de lo andino a partir de la idea que convertir lo indígena en una esencia creaba otro Perú dentro del país, distinto del Perú criollo, o mestizo, o múltiple, y era una defensa de lo arcaico.
Para Flores Galindo, la discusión sobre la modernidad en el Perú no tenía por qué oponerse a la tradición andina. Por el contrario, el conocimiento de lo andino hacía posible descubrir el tipo de modernidad que correspondiese a Perú.
Luis Millones y Mary Pratt analizaron en Amor Brujo, publicado en 1989, las representaciones del amor andino en las tablas de Sarhua. Ellos definieron:
las tablas de Sarhua son una forma regional de arte contemporáneo que llamaron por primera vez la atención a fines de la década de 1960, constituyéndose desde entonces en una forma bastante conocida de arte folklórico andino. Sarhua es uno de los quince distritos de la provincia de Víctor Fajardo, departamento de Ayacucho.
Desde fines de los años sesenta, los migrantes sarhuinos produjeron en talleres artesanales limeños tablas con dibujos que retrataban la vida cotidiana, las fiestas, los rituales y las creencias en Sarhua. Los antecedentes de esta tradición artística se encontraban en la costumbre de pintar o dibujar sobre las vigas que se ofrecían en el techado de la casa de los recién casados. Se sugirió que existía una relación entre las tablas pintadas contemporáneas con aquellas que Pachacuti Inca Yupanqui mandó pintar para organizar la memoria del imperio que empezaba a construir y que se almacenaron, de acuerdo a los cronistas Pedro Sarmiento de Gamboa y Polo de Ondegardo, en una singular biblioteca llamada Poquencancha en la ciudad del Cusco. Luis Millones y Mary Pratt continuaron esta evolución con las telas mandadas pintar por el virrey Francisco de Toledo posiblemente a pintores indios cusqueños, para mostrar a los reyes españoles la historia mediante los retratos de los gobernantes incas. Mencionaron también los dibujos de Guaman Poma, las obras de la escuela de pintura cusqueña de fines del siglo XVII y la labor de los muralistas indios del siglo XIX. Millones y Pratt encontraron similitudes  entre los dibujos de las tablas y los de Guaman Poma en su Nueva Coronica y buen gobierno. Para ellos estas similitudes demostraban la persistencia de formas andinas para organizar el espacio, la sociedad y las ideologías. Sin embargo no ofrecían pruebas, sino impresiones sobre la evolución del arte gráfico en los Andes.
En Quellcay. Arte y vida de Sarhua  (Lima, 1991) Josefa Nolte también afirmaba que las tablas, las quellcay de Sarhua, eran la forma actual de las tablas pintadas almacenadas en el Poquencancha, los lienzos pintados en el Cusco por orden de Toledo, los dibujos de Guaman Poma y los cuadros de la pintura colonial cusqueña, y otras formas artísticas andinas. Sin embargo, nuevamente la genealogía no estaba confirmada para nada previo a las vigas que fuese anterior a 1876. Los artistas sarhuinos mantuvieron su tradición propia durante casi un siglo, pero comenzaron a experimentar y a producir para un mercado que tenía nuevas preferencias cuando migraron a Lima. El estudio de Nolte mostró los mecanismos para intervenir construyendo un discurso histórico que ofreciese legitimidad y autenticidad a un arte popular andino que era una realización contemporánea y tenía aun un breve devenir histórico. Estas conductas, la construcción de un discurso histórico para dar legitimidad y autenticidad a la cultura andina y la confusión entre las necesidades de la actualidad y los hechos históricos, han sido criticadas por buscar un carácter esencial ficticio de lo andino. Pablo Macera en 1991 se había declarado contra los desmitificadores de lo andino:
Empieza a estar de moda hoy denunciar el interés por la tradición andina como una suerte de escapismo; esos críticos exigen que sólo se haga estudios sobre el campesino concreto (?). Los motivos que hay detrás de estas denuncias no son tan limpios como parecen; en algunos casos son formas escondidas y sutiles de atacar transversalmente el fundamentalismo musulmán (por ser el mayor peligro directo a corto plazo contra Occidente a pesar de la derrota de Irak) y prevenir la “terrible” posibilidad de un fundamentalismo andino (con sus propios ayatolas y huaicos) que intentaría arrasar con todo, con todo lo podrido del país, que es tanto. Para mi no es incompatible el estudio de la tradición andina con la reivindicación política directa de los campesinos.
Los artistas sarhuinos habían inventado una tradición pictórica como un mecanismo de supervivencia en la ciudad, tratando temas nuevos, descubriendo imágenes, motivos y colores y explorando las posibilidades técnicas que ya habían probado en su pueblo de origen, pero que cuyos productos artísticos, las tablas o las vigas, nunca habían salido a un circuito comercial. Los sarhuinos en Lima descubrieron que existía mercado y que existía un mercado para sus productos. Modificaron su conducta a partir del convencimiento de poder lograr aceptación y la certeza de tener un mercado para abastecer y al que podían moldear. Su conducta podía ser descrita como un intento de dar esencia andina. Ellos usaron técnicas modernas para producir un objeto artístico que tuviera apariencia tradicional: no plantearon ninguna contradicción entre tradición y modernidad en su trabajo, sino más bien asumieron su labor como un uso legítimo de la modernidad al servicio de la tradición, incluso aunque esta tradición fuese reciente. Las tablas de Sarhua, para sus productores y sus compradores eran objetos culturales que expresaban una identidad, la propia, y que por ello los identificaba.
Esta nueva polémica entre apocalípticos e integrados, entre telúricos y evadidos, entre los conversos y los desmitificadores de lo andino, podía tener repercusiones que se extendieran más en el mundo de la globalización. La polémica entre los partidarios de lo andino y sus oponentes estuvo definida por las posiciones ideológicas tomadas previamente. Se podía objetar a los mitificadores de lo andino los criterios que habían empleado para definir lo esencial andino. Se podía objetar a los desmitificadores su incapacidad para estudiar fenómenos distintos de la vida material y considerar que cualquier acercamiento a la modernidad constituía una renuncia de los indígenas a su mundo cultural. El conocimiento del pasado terminaba siendo un problema formidable, porque el significado de la historia se había vuelto obsesionante.
El apego a lo andino fue una estrategia de conservación de identidades, de rescate de la historia y de relación armónica con el entorno. También se convirtió en una forma de relacionarse con la nación peruana. Los pobladores del valle del Mantaro empleaban nuevos instrumentos musicales para continuar con desarrollando la música, danzas y rituales tradicionales pero también crearon nuevos géneros musicales que estaban más relacionados con el mercado regional y nacional, con un comportamiento similar al de los pintores de Sarhua. En ambos casos lo andino era constantemente redefinido utilizando lo moderno, trasladándose a las ciudades para dejar de ser una cultura campesina pero manteniendo los rituales y usos anteriores, aunque dándoles nuevos significados. La utopía andina también compartió este empeño por conservar las tradiciones e identidades, no como formas cerradas sino un discurso en constante transformación, un discurso cada vez más amplio y que intentaba comprender a todos aquellos llamados a formar la nación peruana.
Henrique Urbano afirmaba que:
la mayoría de los estudios que hasta ahora se publicaron acerca del mito antiguo o del pensamiento actual en los Andes no sugieren ninguna hipótesis teórica que pueda guiarnos en una búsqueda de un esquema global de interpretación de las representaciones mentales andinas.
El imaginario cultural andino había demostrado ser dinámico y contradictorio, exactamente como la colectividad que lo había generado. Se ha planteado que el mito de Inkarrí constituía una prueba irrefutable de la
persistencia de moldes culturales completamente originales basados en el tradicional sistema de valores y representaciones colectivas,
y consecuentemente que
la espera de una era próxima en la cual los quechuas vivirán un nuevo esplendor y, libres, gozarán de toda abundancia, se ha mantenido inalterada en el tiempo.
Sin embargo, la diversidad de las versiones recogidas del mito de Inkarrí no permitía hacer afirmaciones tan concluyentes. Los múltiples y cambiantes Inkarrís que circulaban en el universo discursivo andino a través de las distintas versiones y formas, componían una figura fundamental de la literatura oral andina y contribuían a la construcción permanente de la identidad colectiva. Ortiz Rescaniere describió el camino recorrido desde el Inca utópico al Inca de la tradición popular contemporánea a través de tres ejemplos diferentes de empleo de esta figura: la del quechua Inkarrí en competición con el aymara Collarrí para marcar diferencias culturales y regionales entre estos grupos; la tradicional versión Inkarrí y Españarrí y la parodia de la historia y la mitología andinas que se cuenta actualmente en las calles de Lima y que funciona como una crítica de la situación en que viven los migrantes andinos. La presencia de estas narraciones en la ciudad demostraba el avance de la cultura andina. La andinidad se había abierto camino desde el campo y desde las barriadas para reclamar un espacio central en Lima. El avance de la andinidad había obligado a la burguesía a retirarse, sin que esto les librase de la influencia de la cultura andina. La cultura andina se instaló en una ciudad que se enorgullecía de ser criolla y la había convertido en una imagen más fiel de la composición humana del país.
El discurso de Flores Galindo, como antes el de Mariategui y el de Arguedas, planteaba un proyecto socialista como propuesta para el futuro desarrollo del país. El socialismo fue para Flores, Mariátegui y Arguedas la nueva utopía, que no oponía la modernidad y la tradición, sino que las unía. La imposición y la aceptación forzada de la cultura occidental habían constituido una alineación del hombre andino. Mariátegui había vinculado las características étnicas y culturales del país con el análisis económico de Marx. Los historiadores marxistas como Spalding describieron como estas características terminaron volviéndose un parámetro para la división del trabajo. Desde el punto de vista marxista, el producto del trabajo determinaba la naturaleza y el objetivo de la actividad humana. Debido a ello, en una sociedad capitalista, los materiales que debían servir a la vida terminaron rigiéndola. La conciencia del hombre andino se volvió una víctima de la producción material a la que era obligado. Este modelo fue descrito por Mousnier en Furores campesinos y por Golte en Repartos y rebeliones. Las condiciones sociales impuestas durante la colonia determinaron la conciencia de los hombres andinos.
El hecho histórico concreto que dio origen a este tipo de relaciones fue la Conquista. La Conquista estableció un orden social predominante caracterizado por el sometimiento del hombre andino. Esta condición podía interpretarse como de forma que el hombre resultaba andino en la medida en que había sido sometido. Flores no aceptaba que una economía sin ningún control fuese la que regía todas las relaciones sociales. El hombre andino se pauperizaba más al producir más riqueza. El sometimiento resultaba mayor mientras mayor fuera la riqueza que produjeran los sometidos. Para poder obtener más riqueza, el sistema colonial tuvo que degradar más aún al mundo andino y poder justificar mejor la opresión. La República criolla continuó y desarrolló los principios establecidos por el sistema colonial.


Sin embargo, en un momento la población andina decidió dejar de ser marginal sin tomar el camino violento, sino pacíficamente. Se inició una nueva edad de invasiones, se ocupó las ciudades y se las transformó. Las migraciones del campo a la ciudad no intentaban derribar el orden establecido sino ganar un espacio dentro de él. Sin embargo, terminaron por subvertir ese mismo orden social que los condenaba a la marginalidad. Los invasores ingresaron a las ciudades en situación de sometimiento pero terminaron apropiándose de ellas en forma pacífica, aunque estas invasiones llegaron a mostrar rasgos violentos. La Lima criolla cedió su lugar a la Lima andina.

domingo, 19 de enero de 2014

Francisco de la Cruz

Ricardo Palma publicó en 1863 un ensayo titulado “Anales de la Inquisición de Lima”. Este trabajo se basó en las más de cinco mil obras y manuscritos coloniales que existían en la Biblioteca de Lima antes de su saqueo en 1881. Contiene relatos de los autos de fe producidos desde la fundación del Tribunal del Santo Oficio en Lima en 1570 hasta la reinstalación del Tribunal en 1815.
La Inquisición de Lima fue establecida en el reinado de Felipe II. Desde su fundación mantuvo relaciones conflictivas con arzobispos y obispos, virreyes y gobernadores. Realizó sus actividades rutinarias contra males endémicos, contra el recrudecimiento de estos males, o contra enfermedades del mismo cuerpo inquisitorial.

La Inquisición apareció en la España de los Reyes Católicos para luchar contra el judaísmo secreto de los conversos. Durante el siglo XVI estuvo prohibido que pasaran a América los descendientes de cristianos nuevos penitenciados por el Santo Oficio, aunque esta medida no resultó siempre eficaz. La Inquisición en América continuó actuando contra españoles delatados por criptojudaísmo. Con la unión de Portugal a los dominios de la monarquía de los Habsburgos, un número elevado  de marranos portugueses, casi todos comerciantes, ingresaron a las Indias y fueron perseguidos. 
El Tribunal fue establecido por el licenciado Servan de Cerezuela durante el gobierno del virrey Francisco de Toledo. El primer auto de fe fue realizado en la plaza mayor de Lima el domingo 15 de noviembre de 1573, siendo penitenciados seis reos y relajado uno, el francés Mateo Salade, hereje contumaz. El reo relajado era entregado a la autoridad secular y condenado a muerte en la hoguera. Cinco años más tarde, el 13 de abril, se realizó el segundo auto de fe. Fueron penitenciados dieciséis reos y relajados dos, los padres Francisco de la Cruz y Alonso Gasco.
La Inquisición en América no se encargó de supervisar la pureza de la fe de los neófitos indios. Las pocas iniciativas contra caciques y poblaciones secretamente fieles a la religión antigua fueron abandonadas. La misión de la Inquisición en el Nuevo Mundo fue evitar la degradación de la religión católica entre los pobladores españoles o europeos separados de la vieja cristiandad.

La mayoría de las causas conocidas por la Inquisición fueron por corrupción de las costumbres clericales y seglares de la América colonial. Uno de los delitos más frecuentes fue el de reo solicitante. Esta ofensa consistía en la solicitación a actos torpes que tenía ocasión en el momento de la confesión, por lo que el reo era procesado por profanación del sacramento de la penitencia. Habían ocurrido tantos escándalos en España que Felipe II aceptó el pedido de la Inquisición para remediar la situación. No es cierto que la Contrarreforma hubiese producido en poco tiempo un clero reformado y ejemplar, del que ya no pudieran hacer escarnio los protestantes. Uno de los procesos más característicos es el del jesuita Luis López, implicado en la causa del heresiarca Fray Francisco de la Cruz, que se libró de la hoguera y acabó por ser expulsado del Perú. 
Francisco de la Cruz, natural de Lopera, fue hijo de Pero García Chiquero y María Sánchez. A los 14 años inició sus estudios en Salamanca; continuando luego en Granada para trasladarse después a Alcalá de Henares. En esta ciudad ingresó en la Orden dominica. Los siguientes cuatro años residió en Madrid y finalmente concluyó sus estudios en el Colegio de San Gregorio de la Universidad de Valladolid. Allí conoció a fray Domingo de Santo Tomás, quien estaba terminando su Grammatica y su Lexicón o Vocabulario de la lengua quechua, y gracias a su influencia consiguió autorización para viajar a Perú.
En Lima se desempeñó como maestro de novicios en 1557 y luego pasó a Chucuito y Charcas para predicar el evangelio a los indios. De regreso asumió la cátedra de Sagradas Escrituras en la Universidad de San Marcos. Fue elegido prior del Convento Grande del Rosario y rector universitario entre 1566 y 1569. Su vida parecía digna y honorable hasta que fue acusado de alumbrado y apresado por la Inquisición en 1572. Fue procesado hasta 1576, y debido a que no se retractó de sus errores, aunque se le aplicó tormento para ello, finalmente en 1577 fue declarado culpable por haber sido y ser hereje pertinaz, heresiarca, dogmatizador y enseñador de nueva secta y erroEl clero de América del Sur se hizo célebre por su vida disoluta. Los frailes y clérigos coloniales que soportaban mal el celibato sacerdotal no sólo se aprovechaban de la privacidad de la confesión para satisfacer su lujuria. El amancebamiento era rutinario entre los seglares, aunque también los clérigos se entregaban a los mismos excesos y con la misma cantidad de concubinas. Entre los reos seglares procesados por la Inquisición abundan los bígamos. Se trata de hombres que teniendo mujer legítima en España o en otra parte de las Indias, volvían a tomar pareja en su nuevo lugar de residencia. Esta ofensa, canónica y teológicamente grave considerando el carácter indisoluble del matrimonio católico, quedaba opacada por el concubinato generalizado, que mucho tenía de abierto adulterio.
El desorden moral también alcanzó a los propios inquisidores de Lima. En más de una oportunidad los virreyes se quejaron de los inquisidores, tantas la Inquisición los había denunciado. Los inquisidores encargados de velar por la pureza de la fe y por la limpieza de las costumbres pronto se contagiaron de los males coloniales.
Hay que tener en cuenta las características de la vida colonial, su codicia y su lascivia, para entender la originalidad de la herejía peruana de Francisco de la Cruz, que junta relajación de costumbres, obsesión por la magia y profecía. El milenarismo de Francisco de la Cruz enuncia las aspiraciones inconfesables de los criollos, convirtiendo en doctrina la creencia de que los indios son descendientes de las tribus perdidas de Israel, caídos en un estado infantil e ignorante, y que necesitan la tutela de los españoles para ser salvados. Sólo comprendiendo las ambiciones y los anhelos de los españoles indianos (y luego de los criollos) puede entenderse por qué Fray Francisco, quien soñó con ser papa y rey de la nueva cristiandad indo-española, pudo empeñarse en convencer a los mismos inquisidores de la verdad de sus profecías, para ganarlos para su causa y hacerlos participar en su utopía criolla, donde se daría la poligamia de los seglares y se aboliría el celibato de los sacerdotes misioneros.res. Fue quemado en la hoguera en 1578.
El clero de América del Sur se hizo célebre por su vida disoluta. Los frailes y clérigos coloniales que soportaban mal el celibato sacerdotal no sólo se aprovechaban de la privacidad de la confesión para satisfacer su lujuria. El amancebamiento era rutinario entre los seglares, aunque también los clérigos se entregaban a los mismos excesos y con la misma cantidad de concubinas. Entre los reos seglares procesados por la Inquisición abundan los bígamos. Se trata de hombres que teniendo mujer legítima en España o en otra parte de las Indias, volvían a tomar pareja en su nuevo lugar de residencia. Esta ofensa, canónica y teológicamente grave considerando el carácter indisoluble del matrimonio católico, quedaba opacada por el concubinato generalizado, que mucho tenía de abierto adulterio.
El desorden moral también alcanzó a los propios inquisidores de Lima. En más de una oportunidad los virreyes se quejaron de los inquisidores, tantas la Inquisición los había denunciado. Los inquisidores encargados de velar por la pureza de la fe y por la limpieza de las costumbres pronto se contagiaron de los males coloniales.

Hay que tener en cuenta las características de la vida colonial, su codicia y su lascivia, para entender la originalidad de la herejía peruana de Francisco de la Cruz, que junta relajación de costumbres, obsesión por la magia y profecía. El milenarismo de Francisco de la Cruz enuncia las aspiraciones inconfesables de los criollos, convirtiendo en doctrina la creencia de que los indios son descendientes de las tribus perdidas de Israel, caídos en un estado infantil e ignorante, y que necesitan la tutela de los españoles para ser salvados. Sólo comprendiendo las ambiciones y los anhelos de los españoles indianos (y luego de los criollos) puede entenderse por qué Fray Francisco, quien soñó con ser papa y rey de la nueva cristiandad indo-española, pudo empeñarse en convencer a los mismos inquisidores de la verdad de sus profecías, para ganarlos para su causa y hacerlos participar en su utopía criolla, donde se daría la poligamia de los seglares y se aboliría el celibato de los sacerdotes misioneros. 
Marcel Bataillon consideró el proceso de Francisco de la Cruz como central en la definición de la ideología religiosa en Perú. Su condena influyó en el destino de lo mejor de reflexión dominicana de San Gregorio de Valladolid en el país: no le subsistieron las ideas de Vitoria, ni de Cano, de Carranza ni del mismo Bartolomé de las Casas.

lunes, 6 de enero de 2014

América y las herejías

En el siglo XVI tanto Europa como América eran mundos por evangelizar. El clero católico estaba muy alejado de la vida de su feligresía, y en la mayoría de los casos no tenía una formación adecuada. Los laicos vivían entre opiniones diferentes y la misma Iglesia veía como se enfrentaban en su interior posiciones doctrinarias contrarias. La Cristiandad medieval estaba llena de ansiedad y de esperanza. Distintas disputas teológicas habían tenido lugar desde el siglo XIII y se siguieron discutiendo hasta finales del siglo XVII, cuando quedaron definidas una ortodoxia católica y las heterodoxias protestantes. Estas controversias viajaron a los reinos hispanoamericanos. Muchas disputas teológicas pasaron con facilidad del viejo mundo a los reinos de Ultramar. Las órdenes religiosas, el ejército de la Iglesia, cumplieron tal labor. 
La Reforma religiosa se desarrolló en una cristiandad desorientada doctrinalmente. Lutero había resaltado correctamente que la Iglesia romana no estaba en condiciones de enseñar la verdadera doctrina a los fieles, no solo por la inmoralidad de la vida de los príncipes de la Iglesia sino por la ignorancia en temas de fe de la mayoría de los religiosos. No bastaba con que el Papa y los obispos dejaran de llevar una vida licenciosa ya que la Iglesia había olvidado la verdadera doctrina y había caído en la herejía. La Reforma no ocurrió por un tema de costumbres sino de doctrina.
La Iglesia católica recién definió oficialmente la doctrina en el concilio de Trento. Los teólogos españoles de Salamanca tuvieron una participación principal en él. A diferencia de los luteranos, la Iglesia no pretendía que los fieles supieran toda la Sagrada Escritura, sino lo fundamental de ella, aquello que le permite a uno reconocerse como cristiano. La Iglesia nos señalaba cual era ese núcleo fundamental de enseñanzas. La Iglesia no era simplemente una institución humana sino que había sido establecida por el mismo Salvador como una vía de transmisión de la verdad, de la doctrina cristiana. No cabía entonces la oposición entre la enseñanza bíblica y la enseñanza eclesiástica, porque ambas remitían a la misma verdad salvífica.
La difusión del cristianismo durante la Edad de los Descubrimientos ocurrió en medio de una profunda división doctrinal y un ansia de renovación de la Iglesia. Muchos religiosos sintieron el descubrimiento del Nuevo mundo como el anuncio fin del mundo. Una larga tradición cristiana buscaba en las Sagradas Escrituras pistas sobre el desarrollo de la historia. Existía la tendencia a buscar en la Biblia la anticipación de toda novedad, esta. La misma cultura de la Antigüedad ofreció conceptos fundamentales en el proceso de conocimiento de la realidad americana. Las tierras recién descubiertas fueron bautizadas como Nuevo Mundo en una referencia apocalíptica y se ubicó en ellas al tema de la "edad de Oro"­.
El descubrimiento de América sirvió de puente entre las prédicas penitenciales, las profecías apocalípticas y el milenarismo. Dio nuevas fuerzas a las especulaciones que buscaban entender el plan divino desarrollado en la historia. En Venecia, el franciscano Francesco Zorzi, en el convento de la Vigna Nuova, mantuvo una relación con la beata Chiara Bugni, una visionaria iletrada, explicando y difundiendo su mensaje. La orden franciscana interpretó el descubrimiento de América como el cumplimiento de una profecía. La empresa de los doce primeros misioneros franciscanos a México tuvo una gran resonancia utópica y milenarista en Europa. El canónico regular lateranense Serafino da Fermo anotó en su Breve declaración sobre el Apocalipsis de 1538 que el hecho del descubrimiento de América era uno de los signos de la próxima vendida del anticristo y del fin del mundo.
El sueño del fin de la discordia y de la pacificación religiosa fue elaborado en círculos dedicados a la adivinación del futuro, atentos a la prédica de personas dotadas de carismas espirituales. Angelica Paola Antonia Negri y Lucrecia de León exploraron el futuro a través de visiones y revelaciones. En Venecia entre 1539 y 1540, en el Hospital de San Giovanni e Paolo, se encontraron dos santas mujeres con poderes carismáticos, la Madre Zuana y la divina madre de los barnabitas, Paola Antonia Negri, alrededor de las cuales se formaron círculos de seguidores e intérpretes de sus mensajes. Ambas mujeres gozaron de fama de santidad. Angelica Paola Antonia Negri, antes de llegar a Venecia, había descubierto la oculta condición de hereje del predicador Bernardino Ochino en Verona. Luego se formó alrededor suyo un círculo de devotos cuyos pecados absolvían y que le revelaban sus pensamientos más secretos. Por su parte, el exégeta y orientalista francés Guillaume Postel, se dedicó a comentar las revelaciones extraordinarias de la Madre Zuana. El núcleo de su mensaje era alcanzar el fin de los conflictos, y conseguir el retorno de la humanidad a una sola guía, un solo rebaño y un solo pastor. Venecia se hallaba cercana a los príncipes luteranos alemanes. Según Postel, el mundo se dirigía a la cuarta época de la historia, luego de la de la naturaleza, la de la ley y la de la gracia. Esta época alcanzaría la restitutio universal, cuando todo el mundo se transformaría en un pacífico rebaño de ovejas obedientes a un solo pastor. En De orbis terrae concordia recordó el origen común del judaísmo, la Cristiandad y el Islam. El reclamaba la unificación de todas las confesiones cristianas. Las visiones de la Madre Zuana anunciaban la venida de un Pastor Angelico, mientras que el propio Postel se creía llamado a ser un nuevo Juan Bautista o nuevo Elías. 
Postel distinguía entre la ecclesia specialis y la ecclesia generalis: a la primera pertenecían los elegidos por Dios para difundir la verdad y a la otra pertenecían todos los hombres comunes. El distinguió entre elegidos y réprobos. Los elegidos poseían toda la vida y toda la inteligencia para transmitirla a los otros miembros de la iglesia, mientras los miembros comunes solo podían recibir sin trasmitir la gracia divina. En la ecclesia generalis tenían sitio todas las distintas iglesias y religiones del mundo que disputaban entre sí. Los elegidos de la ecclesia specialis tenían una posición preeminente en la revelación divina. 
En el contexto de los conflictos religiosos, la restitutio significaba lo mismo que la reformatio, el retorno a la pureza original de la doctrina y de la paz del cristianismo. El proyecto elaborado por Postel, milenarista y joaquinita, respondía al anhelo de los cristianos que, manteniéndose fieles a Roma, comprendían la fuerza del movimiento reformador y temían sus efectos. La acción del Papa Angélico, según el esquema joaquinita, debía lograr la presencia divina en la cima de la Iglesia romana.
En la evangelización de América jugaron un rol principal las órdenes franciscana, dominica, agustina y jesuita. Estas órdenes habían renunciado a los beneficios eclesiásticos y se financiaban mediante las limosnas voluntarias de benefactores.
La evangelización indiana requería de misioneros con una sólida formación moral y una adecuada preparación teológica, los “varones probos y temerosos de Dios, doctos, instruidos y experimentados”, que el papa Alejandro VI había pedido en la bula Inter caetera de 1493.
Los sacerdotes de estas órdenes constituían una élite intelectual en la España del siglo XVI, tenían una alta capacitación y un alto nivel de compromiso con la misión. Las órdenes mendicantes habían vivido un periodo de decadencia en el siglo XIV, pero recobraron su poderío en el siglo XVI. Los franciscanos se habían salvado de la condena por herejía pero seguían esperando el reino milenario. Los dominicos ya se habían reformado en el siglo XV y alcanzaron su edad de oro intelectual en el siguiente. Los jesuitas recién aparecerían ese siglo.
Las órdenes diferían en temas doctrinales y pastorales. Dentro de ellas había quienes creían en una conversión en términos perfectos mientras que otros aceptaban los defectos de toda empresa humana. Todos los religiosos aceptaban que la inclusión en la vía de la salvación ocurría a través del sacramento. Sin embargo algunos ellos creían que el sacramento solo conseguían su efecto redentor cuando el fiel amaba verdaderamente a Dios, ya que el temor a Dios o a la condenación eterna no tenía sentido sin el amor verdadero. Otros católicos, en cambio, planteaban que la conversión no podía ser perfecta porque el hombre no lo era. Los hombres comunes vivían continuamente en el pecado y era necesario someterlos al sacramento mediante el miedo al infierno y a los castigos eternos. Los dominicos eran partidarios de una fe perfecta mientras que los jesuitas creían que la verdadera fe empezaba con las imperfecciones humanas. Por eso los jesuitas aceptaban que el sacramento sacerdotal se impartiera a neófitos, mientras que los dominicos y los franciscanos declaraban que solo podía ordenarse sacerdotes en poblaciones plenamente cristianizadas. 
Más allá de los incesantes debates sobre el concepto y los alcances de los sacramentos, la evangelización de América y la lucha contra el cisma protestante planteó problemas de difícil solución. En todo momento la Iglesia se negó a compartir con los fieles la capacidad de administrar sacramentos. La acción de los laicos en la difusión del Evangelio fue vista con suspicacia e incluso como un ataque directo contra la jerarquía eclesiástica y sus preceptos. 
La administración de los sacramento fue reglamentada rápidamente por la jerarquía clerical virreinal. La evangelización americana fue llevada a cabo por las órdenes religiosas sin participación significativa de las poblaciones aborígenes. Los nativos recibían pasivamente los sacramentos y a través de ellos quedaban incorporados al nuevo orden social. Los sacramentos fueron introducidos como ejercicio coactivo dentro del sometimiento al orden colonial civil y religioso.