Glosando al trabajo original de Moro, Flores Galindo explicó que la utopía no tenía tiempo ni lugar real, sino imaginario. Sin embargo, la gente siempre le ha buscado una ubicación real. Así los judíos hablaron de su edad dorada durante el reinado de Salomón o los americanos hablaban de cómo se ganó el oeste. Los representantes de la República aristocrática, del Perú criollo, soñaron con la Arcadia colonial. En los Andes, la utopía se ubicó en el tiempo anterior a la llegada de los españoles. Se imaginó al mundo andino bajo la forma única del imperio inca, homogéneo y justo. El inca se convirtió en el símbolo del orden justo.
La Conquista española se realizó con un esquema escatológico. El cristianismo occidental se había desarrollado creyendo en la inminencia del fin de los tiempos, esperanza de la segunda venido del Mesías y del establecimento de su reino milenario. El descubrimiento y la colonización cumplían el mandato evangélico: la prédica de la Palabra a todos los pueblos de la Tierra precedería al final de los tiempos.
El regreso del inca fue interpretado desde un punto de vista milenarista y mesiánico. Flores afirmaba que estas ideas milenaristas y mesiánicas sustentaron las grandes revueltas campesinas del periodo colonial. La utopía andina era un equivalente de las herejías populares europeas, aunque las autoridades coloniales no quisieron tratarlas como tales. La adopción de las esperanzas mesiánicas y milenaristas desarrolladas en Norteamérica tendría relación con los rasgos heréticos de la utopía andina.
El indigenismo no había sido solamente un fenómeno literario sino que se vinculó a una realidad social. Para Mariátegui los indigenistas auténticos colaboraban en la reivindicación de los hombres andinos. El problema de los indios, de los hombres andinos, tan presente en la política, la economía o la sociología no podía estar ausente de las artes y de la literatura.
Todas las tesis sobre el problema indígena que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos –y a veces tan solo verbales, condenados a un absoluto descrédito.
Sin embargo, no está claro por qué se tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para ver estallar las rebeliones andinas. Durante el siglo de la Conquista se estableció un pacto colonial que permitió la permanencia de las costumbres y formas de organización andinas. Este pacto fue revisado por la Corona al menos en dos oportunidades: con el gobierno del virrey Toledo y con las reformas carolinas. En el siglo XVIII la crisis del imperio español favoreció las tendencias autonomistas, pero fue necesaria cierta toma de conciencia de la población andina. La toma de conciencia de la población debió suponer la integración y la comunidad lingüística. Se conoce poco de la evolución del quechua entre la toma del Cusco por Pizarro y el sitio por Túpac Amaru, pero los circuitos comerciales y administrativos coloniales tuvieron un papel muy importante tanto en la integración y la comunidad lingüística andina.
A principios del siglo XX, los intelectuales de la clase alta peruana habían decidido que la identidad nacional era un asunto resuelto y cerrado. Habían entendido esto tomando como punto de partida la reconstrucción del Estado peruano luego de la guerra con Chile. La tradición que había creado ese Estado nunca intentó fundir a las diferentes poblaciones que vivían en Perú en una sociedad participativa y justa. El Perú existía centralizado por la herencia española y a partir de ella se creó la retórica del mestizaje. La encarnación más completa de este ideal fue José de la Riva Agüero. Los miembros de esta tradición, como Porras Barnechea, veían en Francisco Pizarro al fundador de la nación. En su necesidad de explicar la sociedad en que vivían, trasladaron sus ideas al pasado e imaginaron las luchas políticas que condujeron a la Independencia del Perú. Las afirmaciones de Porras sobre Pizarro resultaban exageradas, ya que no se lo podía concebir como forjador de la peruanidad, como tampoco concebirían los franceses a Julio César como forjador de la nación francesa por haber conquistado Galia.
A diferencia de Europa, las naciones en América Latina no se habían creado en base a diferencias lingüísticas. El castellano no actuó como una base para diferenciar a los pueblos. En América Latina, las naciones fueron creadas después de los Estados, y empleadas luego por los Estados mismos para justificar su existencia. El origen del Estado republicano en Perú no mantuvo una relación de consecuencia con las rebeliones andinas del siglo XVIII, sino con la administración colonial. El país mantuvo el orden establecido por la dominación colonial. Las divisiones políticas de los nuevos países se hicieron partir de los territorios administrativos del orden colonial. Estos nuevos países no mostraron criterios diferentes en su relación con el espacio andino. Las ocho intendencias que se crearon en el virreinato peruano fueron el origen de los departamentos del Perú republicano. Los corregimientos fueron la base para la creación de las provincias. Ni los corregimientos ni las intendencias respetaron la lógica del espacio andino ni supieron aprovechar las formas de administración prehispánica. La herencia de estas formas de administración colonial continuaron dificultando las relaciones de los pobladores del país con su espacio geográfico.
La aparición del indigenismo planteó claramente el problema de la identidad del Perú, descubriendo a la nación peruana como una comunidad no definida, sino en esfuerzo por definirse. Arguedas describió un Perú construido a partir de una tradición cultural distinta a la española, nutrido en otra fuente. El idioma podía convertirse en esta nueva base. Los estudios de Alfredo Torero sobre el quechua mostraron la variedad de esta lengua y, en consecuencia, la variedad del mundo andino.
Buscando un inca surgió de la pasión de Flores Galindo por el mundo andino. Flores estaba convencido que el mundo andino actual no era más que los restos de desgracia sufrida por el renacimiento andino ocurrido a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Durante más de cien años los Andes asumieron el desafío de la modernidad y se desarrollaron con bastante libertad de la Corona española. La nobleza andina ganó gran importancia; los hombres andinos participaron ampliamente en el desarrollo social, prosperaron grandes ciudades en las tierras altas; la lectura y la escritura se difundieron más allá de la Universidad de Lima y de los conventos y se volvieron frecuentes entre las elites andinas, las que empezaron a reivindicar su pasado y sus derechos. Hubo una recuperación demográfica y el establecimiento de un gran circuito comercial en los Andes, organizado alrededor de los centros mineros, para los que se producía maíz, vino, carnes y textiles. Esta explosión de modernidad tenía lugar dentro del marco de la recuperación de la historia, de manera que un indio volvía a estar orgulloso de su condición y conciente de su pasado. Los hombres andinos podían prosperar y lograr un mayor control del destino de la sociedad. Durante más de un siglo los Andes vivieron la ilusión del progreso. Pero luego ocurrió el desastre. Fracasó la Gran Rebelión andina y venció la represión. La lucha en los Andes devino en una guerra de castas. Al final, la República criolla, heredera del orden colonial, terminó absorbiendo algo de ese mundo que fue destruido y la utopía andina volvió a brotar en las ciudades criollas.
Flores Galindo dedicó sus mayores esfuerzos al estudio de la sociedad colonial. En Aristocracia y plebe describió la imagen desencantada que le producía la sociedad colonial tardía y el futuro sin esperanzas de los años de la Independencia. La sociedad colonial estaba completamente jerarquizada. Los individuos estaban agrupados en castas, grupos definidos en base tanto criterios económicos como a partir del color de piel. Los miembros de la naciente República eran incapaces de actuar como una nación. La legislación española creó barreras jurídicas entre las castas y la República asumió esta herencia colonial. Sin embargo, las prohibiciones jurídicas no impidieron el mestizaje y la aparición de grupos de personas de características indefinidas y lealtades inciertas. La migración africana y más tarde, la migración asiática desafiaron la capacidad integradora de la sociedad. El Perú continuó siendo para muchos una sociedad excluyente, que negaba alternativas a la mayoría de la población.
Flores Galindo ya había planteado en Aristocracia y plebe que los enfrentamientos dentro de las clases populares urbanas durante el final de la colonia explicaban la ausencia de respuestas violentas frente a la dominación española. Flores ofrecía una imagen polarizada de la sociedad limeña, entre blancos e indios. En este cuadro los negros aparecían mejor integrados a la vida urbana que los indios, motivo por el cual mantuvieron un fuerte antagonismo con los hombres andinos. Se le ha criticado a Flores Galindo la parcialidad de esta imagen, ya que los hombres andinos también se habían integrado en la vida urbana desde el siglo XVII.
Buscando un inca intentaba reflejar el proceso ocurrido en los Andes tras la Conquista española, pero desde la conciencia de los hombres andinos. Más que repetir datos históricos, Flores Galindo quiso atrapar los sueños y las esperanzas, las pesadillas y las decepciones de esos tiempos. Debido a ello, su libro no seguía una cronología estricta. Flores narró el desarrollo de distintas historias por momentos simultáneamente y de manera cronológicamente laxa. A través de tal fragmentación del tiempo, trató de explicar el tiempo cíclico característico de la cosmovisión andina. A través de la estructura narrativa misma buscó producir un efecto mítico. Para conseguirlo, narraba los sucesos acaecidos durante cinco siglos como si fueran la experiencia vital de un solo hombre. Por ejemplo, la Gran Rebelión y la guerra interna contra Sendero Luminoso estaban separadas por dos siglos. Sin embargo, al confrontarlas a ambas, Flores intentaba reflejar una verdad mayor, la lucha persistente contra un orden que se negaba a dar cabida a las mayorías de este país.
Los hombres andinos que aparecían en Buscando un inca eran todo lo contrario a los hombres sin esperanzas y sin proyectos de los trabajos anteriores de Flores. No solamente eran hombres que luchaban contra la opresión sino hombres anteriores a la Caída, libres del pecado original que había traído el mal al mundo andino. Los hombres andinos creían (Flores aprobaba esa creencia) que había existido un Jardín del Edén en la tierra y que el pecado traído por la Conquista había causado todos los males en el mundo andino. Flores sabía que los hombres andinos habían pecado o errado, pero no habían caído en el mal en el sentido teológico y por ello seguían siendo capaces de lograr cosas imposibles para otros hombres. En este mundo los hombres andinos se mostraban como artistas creadores de una belleza superior a la que podían imaginar los occidentales establecidos en los Andes. La creación andina era auténtica, mientras que la creación de los occidentales establecidos aquí era opaca y epigonal.
La obra de Flores asumió un doble rol: la utopía andina buscaba una alternativa en el encuentro entre la memoria y la imaginación. Se buscaba reedificar el pasado como solución a los problemas de identidad y se empleaba a la memoria como un mecanismo para conservar y edificar la identidad. Flores se volvió a la memoria para repensar el presente e imaginar un futuro. La utopía andina percibió al imperio incaico como una imagen invertida del país actual. Era la descripción de un país irreal, tal como el país de las amazonas que describían los griegos clásicos, donde el orden estaba invertido. Sin embargo, en el caso de Perú la intensión no era garantizar el orden existente sino afirmar que el país real tenía un orden invertido. El inca pasó de ser el jefe de una etnia concreta que dominó los Andes centrales a ser un rey justo y benefactor. Flores recopiló varias representaciones populares sobre la captura de Atahualpa y su muerte. El contenido de las narraciones no era idéntico en toda la región andina, la cultura andina interpretaba de maneras diferentes al inca: en Perú, Atahualpa es un inca cusqueño, mientras que en Ecuador Atahualpa es un inca quiteño y el orden cusqueño no era presentado como el ideal.
También debía considerarse que las rebeliones indígenas del siglo XVIII no fueron las luchas independentistas que querían los historiadores ortodoxos, sino que respondían a otras motivaciones y tenían otros objetivos. Fueron equivalentes a las herejías populares medievales. En Europa medieval, las revueltas populares tomaron el aspecto de herejías debido a que la idea de cristiandad alcanzaba todos los aspectos de la vida. En Perú, por lo mismo que el país tenía muy cercano el recuerdo de los tiempos precristianos, no apareció el inconformismo tanto como una herejía con bases teológicas claras, sino como sincretismo religioso con los cultos prehispánicos. La definición de luchas independentistas suponía un grado de desarrollo y de conciencia políticos que no existían en el Perú del siglo XVIII.
Las tesis de Buscando un inca fueron cuestionadas tempranamente. En 1986 Carlos Ivan Degregori publicó una crítica de la idea de la utopía andina en el artículo Del mito de Inkarrí al mito del progreso. El entendía que la propuesta de la utopía andina implicaba un retorno al pasado que las poblaciones campesinas y migrantes no buscaban realizar. Las poblaciones andinas abandonaron los mitos previos, entre ellos el mito de Inkarrí, y adoptaron nuevas creencias para enfrentar un futuro en que dejaban de ser campesinos y se convertían en habitantes urbanos y luego en ciudadanos. Degregori criticó la idea de la utopía andina afirmando que esta propuesta implicaba un retorno al pasado:
Lo cierto es que el tránsito del mito de Inkarrí al mito del progreso reorienta en 180 grados a las poblaciones andinas, que dejan de mirar hacia el pasado. Ya no esperan más al inka, son nuestro inka en movimiento. El campesinado indígena se lanza entonces con una vitalidad insospechada a la conquista del futuro y del progreso.
Degregori destacó las transformaciones producidas por la migración andina a las ciudades costeras y pensaba que esta transformación se convertiría en la base para crear una sociedad más libre y participativa. El proceso económico aparecía como el fundamento de la racionalidad del cambio. Degregori describió un nuevo mito, el mito del progreso, la creencia en la mejoría a través de la adopción de costumbres modernas. Una de las manifestaciones esta nueva mitología era el empleo de nuevos nombres, ahora ya no solo en castellano sino también en inglés. Las poblaciones andinas reorientaron sus objetivos y dejaron de mirar hacia el pasado en busca de soluciones. Ya no esperaban más el regreso del inca. El campesinado indígena, migrante en las ciudades costeras criollas, inició la conquista del futuro y del progreso, transformándose de invadidos en invasores. La población andina ya no se sentía acorralada y sin otros caminos que la confrontación, el mito del progreso les ofrecía la esperanza de escapar a la marginalidad y a la pobreza sin llegar a la rebelión.
Para Flores Galindo este fenómeno no significaba que ocurriera una ruptura con el pasado andino. Para él las masivas migraciones del campo a la ciudad no abolían la historia andina, sino que afirmó que los hombres andinos mantenían en su mentalidad andina. La esperanza en el progreso, la lucha por la educación y otros servicios modernos convivían con las imágenes de regreso al pasado, la recreación del mito de Inkarri. Los migrantes no dejaron de ser andinos por el solo hecho de vivir en la ciudad. Tampoco rompieron con su pasado. Por el contrario, mantenían los vínculos con él, afiliándose a las asociaciones de su pueblo en la capital y participando en las festividades que se celebraban en sus lugares de origen.
El indigenismo había surgido como un examen de conciencia del país tras el fracaso en la guerra con Chile. En muchos estudios de historia y antropología, publicados en los últimos años, se buscó establecer nexos entre cultura, modernidad, identidad y nación. Deborah Poole en Entre el milagro y la mercancía: Qoy'llur R'iti (Márgenes, Año II, Nº 4) hizo dos proposiciones en relación a los cambios ocurridos en la población campesina durante el siglo XX. Ella afirmaba que la mercantilización de la vida cotidiana en la sierra sur había alcanzado incluso las conciencias religiosas del campesinado y había alterado el peregrinaje al Señor de Qoy'llur R'iti, uno de los paradigmas de la religiosidad andina. Poole ponía en duda que la fidelidad ciega de los campesinos andinos a sus tradiciones y ofrecía un ejemplo de cómo el mundo occidental, representado por los circuitos comerciales, había penetrado en el mundo rural.
Posteriormente se publicaron también en la Revista Andina tesis más radicales que ponían en duda el papel de los indigenistas en las luchas campesinas por sus derechos humanos y civiles. Los indigenistas de la década de 1920, que habían sido considerados como “gente decente”, eran descritos como hipócritas y falsos defensores del indio. Se afirmaba que habían empleado su indigenismo para defender el carácter elitista y aristocrático de la sociedad regional cusqueña. Marisol de La Cadena en Decencia y cultura política (Revista Andina, Año 12, Nº 1, 1994) elaboró una ideología desmitificadora de lo andino. En sus conclusiones afirmaba que
como resultado de la influencia de la noción de decencia, antes que proteger a los indios, el indigenismo llegó a ser pilar de la defensa de los caballeros cusqueños, incluidos aquellos hacendados contra los cuales los mismos indios estaban luchando.
La Cadena descalificó al indigenismo descalificando a quienes lo enunciaban. Buscó desmifiticar lo andino. Cuestionó la revalorización de lo andino a partir de la idea que convertir lo indígena en una esencia creaba otro Perú dentro del país, distinto del Perú criollo, o mestizo, o múltiple, y era una defensa de lo arcaico.
Para Flores Galindo, la discusión sobre la modernidad en el Perú no tenía por qué oponerse a la tradición andina. Por el contrario, el conocimiento de lo andino hacía posible descubrir el tipo de modernidad que correspondiese a Perú.
Luis Millones y Mary Pratt analizaron en Amor Brujo, publicado en 1989, las representaciones del amor andino en las tablas de Sarhua. Ellos definieron:
las tablas de Sarhua son una forma regional de arte contemporáneo que llamaron por primera vez la atención a fines de la década de 1960, constituyéndose desde entonces en una forma bastante conocida de arte folklórico andino. Sarhua es uno de los quince distritos de la provincia de Víctor Fajardo, departamento de Ayacucho.
Desde fines de los años sesenta, los migrantes sarhuinos produjeron en talleres artesanales limeños tablas con dibujos que retrataban la vida cotidiana, las fiestas, los rituales y las creencias en Sarhua. Los antecedentes de esta tradición artística se encontraban en la costumbre de pintar o dibujar sobre las vigas que se ofrecían en el techado de la casa de los recién casados. Se sugirió que existía una relación entre las tablas pintadas contemporáneas con aquellas que Pachacuti Inca Yupanqui mandó pintar para organizar la memoria del imperio que empezaba a construir y que se almacenaron, de acuerdo a los cronistas Pedro Sarmiento de Gamboa y Polo de Ondegardo, en una singular biblioteca llamada Poquencancha en la ciudad del Cusco. Luis Millones y Mary Pratt continuaron esta evolución con las telas mandadas pintar por el virrey Francisco de Toledo posiblemente a pintores indios cusqueños, para mostrar a los reyes españoles la historia mediante los retratos de los gobernantes incas. Mencionaron también los dibujos de Guaman Poma, las obras de la escuela de pintura cusqueña de fines del siglo XVII y la labor de los muralistas indios del siglo XIX. Millones y Pratt encontraron similitudes entre los dibujos de las tablas y los de Guaman Poma en su Nueva Coronica y buen gobierno. Para ellos estas similitudes demostraban la persistencia de formas andinas para organizar el espacio, la sociedad y las ideologías. Sin embargo no ofrecían pruebas, sino impresiones sobre la evolución del arte gráfico en los Andes.
En Quellcay. Arte y vida de Sarhua (Lima, 1991) Josefa Nolte también afirmaba que las tablas, las quellcay de Sarhua, eran la forma actual de las tablas pintadas almacenadas en el Poquencancha, los lienzos pintados en el Cusco por orden de Toledo, los dibujos de Guaman Poma y los cuadros de la pintura colonial cusqueña, y otras formas artísticas andinas. Sin embargo, nuevamente la genealogía no estaba confirmada para nada previo a las vigas que fuese anterior a 1876. Los artistas sarhuinos mantuvieron su tradición propia durante casi un siglo, pero comenzaron a experimentar y a producir para un mercado que tenía nuevas preferencias cuando migraron a Lima. El estudio de Nolte mostró los mecanismos para intervenir construyendo un discurso histórico que ofreciese legitimidad y autenticidad a un arte popular andino que era una realización contemporánea y tenía aun un breve devenir histórico. Estas conductas, la construcción de un discurso histórico para dar legitimidad y autenticidad a la cultura andina y la confusión entre las necesidades de la actualidad y los hechos históricos, han sido criticadas por buscar un carácter esencial ficticio de lo andino. Pablo Macera en 1991 se había declarado contra los desmitificadores de lo andino:
Empieza a estar de moda hoy denunciar el interés por la tradición andina como una suerte de escapismo; esos críticos exigen que sólo se haga estudios sobre el campesino concreto (?). Los motivos que hay detrás de estas denuncias no son tan limpios como parecen; en algunos casos son formas escondidas y sutiles de atacar transversalmente el fundamentalismo musulmán (por ser el mayor peligro directo a corto plazo contra Occidente a pesar de la derrota de Irak) y prevenir la “terrible” posibilidad de un fundamentalismo andino (con sus propios ayatolas y huaicos) que intentaría arrasar con todo, con todo lo podrido del país, que es tanto. Para mi no es incompatible el estudio de la tradición andina con la reivindicación política directa de los campesinos.
Los artistas sarhuinos habían inventado una tradición pictórica como un mecanismo de supervivencia en la ciudad, tratando temas nuevos, descubriendo imágenes, motivos y colores y explorando las posibilidades técnicas que ya habían probado en su pueblo de origen, pero que cuyos productos artísticos, las tablas o las vigas, nunca habían salido a un circuito comercial. Los sarhuinos en Lima descubrieron que existía mercado y que existía un mercado para sus productos. Modificaron su conducta a partir del convencimiento de poder lograr aceptación y la certeza de tener un mercado para abastecer y al que podían moldear. Su conducta podía ser descrita como un intento de dar esencia andina. Ellos usaron técnicas modernas para producir un objeto artístico que tuviera apariencia tradicional: no plantearon ninguna contradicción entre tradición y modernidad en su trabajo, sino más bien asumieron su labor como un uso legítimo de la modernidad al servicio de la tradición, incluso aunque esta tradición fuese reciente. Las tablas de Sarhua, para sus productores y sus compradores eran objetos culturales que expresaban una identidad, la propia, y que por ello los identificaba.
Esta nueva polémica entre apocalípticos e integrados, entre telúricos y evadidos, entre los conversos y los desmitificadores de lo andino, podía tener repercusiones que se extendieran más en el mundo de la globalización. La polémica entre los partidarios de lo andino y sus oponentes estuvo definida por las posiciones ideológicas tomadas previamente. Se podía objetar a los mitificadores de lo andino los criterios que habían empleado para definir lo esencial andino. Se podía objetar a los desmitificadores su incapacidad para estudiar fenómenos distintos de la vida material y considerar que cualquier acercamiento a la modernidad constituía una renuncia de los indígenas a su mundo cultural. El conocimiento del pasado terminaba siendo un problema formidable, porque el significado de la historia se había vuelto obsesionante.
El apego a lo andino fue una estrategia de conservación de identidades, de rescate de la historia y de relación armónica con el entorno. También se convirtió en una forma de relacionarse con la nación peruana. Los pobladores del valle del Mantaro empleaban nuevos instrumentos musicales para continuar con desarrollando la música, danzas y rituales tradicionales pero también crearon nuevos géneros musicales que estaban más relacionados con el mercado regional y nacional, con un comportamiento similar al de los pintores de Sarhua. En ambos casos lo andino era constantemente redefinido utilizando lo moderno, trasladándose a las ciudades para dejar de ser una cultura campesina pero manteniendo los rituales y usos anteriores, aunque dándoles nuevos significados. La utopía andina también compartió este empeño por conservar las tradiciones e identidades, no como formas cerradas sino un discurso en constante transformación, un discurso cada vez más amplio y que intentaba comprender a todos aquellos llamados a formar la nación peruana.
Henrique Urbano afirmaba que:
la mayoría de los estudios que hasta ahora se publicaron acerca del mito antiguo o del pensamiento actual en los Andes no sugieren ninguna hipótesis teórica que pueda guiarnos en una búsqueda de un esquema global de interpretación de las representaciones mentales andinas.
El imaginario cultural andino había demostrado ser dinámico y contradictorio, exactamente como la colectividad que lo había generado. Se ha planteado que el mito de Inkarrí constituía una prueba irrefutable de la
persistencia de moldes culturales completamente originales basados en el tradicional sistema de valores y representaciones colectivas,
y consecuentemente que
la espera de una era próxima en la cual los quechuas vivirán un nuevo esplendor y, libres, gozarán de toda abundancia, se ha mantenido inalterada en el tiempo.
Sin embargo, la diversidad de las versiones recogidas del mito de Inkarrí no permitía hacer afirmaciones tan concluyentes. Los múltiples y cambiantes Inkarrís que circulaban en el universo discursivo andino a través de las distintas versiones y formas, componían una figura fundamental de la literatura oral andina y contribuían a la construcción permanente de la identidad colectiva. Ortiz Rescaniere describió el camino recorrido desde el Inca utópico al Inca de la tradición popular contemporánea a través de tres ejemplos diferentes de empleo de esta figura: la del quechua Inkarrí en competición con el aymara Collarrí para marcar diferencias culturales y regionales entre estos grupos; la tradicional versión Inkarrí y Españarrí y la parodia de la historia y la mitología andinas que se cuenta actualmente en las calles de Lima y que funciona como una crítica de la situación en que viven los migrantes andinos. La presencia de estas narraciones en la ciudad demostraba el avance de la cultura andina. La andinidad se había abierto camino desde el campo y desde las barriadas para reclamar un espacio central en Lima. El avance de la andinidad había obligado a la burguesía a retirarse, sin que esto les librase de la influencia de la cultura andina. La cultura andina se instaló en una ciudad que se enorgullecía de ser criolla y la había convertido en una imagen más fiel de la composición humana del país.
El discurso de Flores Galindo, como antes el de Mariategui y el de Arguedas, planteaba un proyecto socialista como propuesta para el futuro desarrollo del país. El socialismo fue para Flores, Mariátegui y Arguedas la nueva utopía, que no oponía la modernidad y la tradición, sino que las unía. La imposición y la aceptación forzada de la cultura occidental habían constituido una alineación del hombre andino. Mariátegui había vinculado las características étnicas y culturales del país con el análisis económico de Marx. Los historiadores marxistas como Spalding describieron como estas características terminaron volviéndose un parámetro para la división del trabajo. Desde el punto de vista marxista, el producto del trabajo determinaba la naturaleza y el objetivo de la actividad humana. Debido a ello, en una sociedad capitalista, los materiales que debían servir a la vida terminaron rigiéndola. La conciencia del hombre andino se volvió una víctima de la producción material a la que era obligado. Este modelo fue descrito por Mousnier en Furores campesinos y por Golte en Repartos y rebeliones. Las condiciones sociales impuestas durante la colonia determinaron la conciencia de los hombres andinos.
El hecho histórico concreto que dio origen a este tipo de relaciones fue la Conquista. La Conquista estableció un orden social predominante caracterizado por el sometimiento del hombre andino. Esta condición podía interpretarse como de forma que el hombre resultaba andino en la medida en que había sido sometido. Flores no aceptaba que una economía sin ningún control fuese la que regía todas las relaciones sociales. El hombre andino se pauperizaba más al producir más riqueza. El sometimiento resultaba mayor mientras mayor fuera la riqueza que produjeran los sometidos. Para poder obtener más riqueza, el sistema colonial tuvo que degradar más aún al mundo andino y poder justificar mejor la opresión. La República criolla continuó y desarrolló los principios establecidos por el sistema colonial.
Sin embargo, en un momento la población andina decidió dejar de ser marginal sin tomar el camino violento, sino pacíficamente. Se inició una nueva edad de invasiones, se ocupó las ciudades y se las transformó. Las migraciones del campo a la ciudad no intentaban derribar el orden establecido sino ganar un espacio dentro de él. Sin embargo, terminaron por subvertir ese mismo orden social que los condenaba a la marginalidad. Los invasores ingresaron a las ciudades en situación de sometimiento pero terminaron apropiándose de ellas en forma pacífica, aunque estas invasiones llegaron a mostrar rasgos violentos. La Lima criolla cedió su lugar a la Lima andina.