martes, 6 de octubre de 2015

Pedro Bohorquez

Pedro Chamijo nació en Granada en 1602. Pudo haber nacido en una familia campesina, tal vez morisca. De alguna manera aprendió a leer y escribir mientras vivía en Cadiz. Al igual que muchos otros, viajó al Nuevo Mundo atraído por la promesa de riqueza fácil. Llegó a Lima en 1620, pocos años después de la muerte de Guaman Poma.
Era un hombre sin oficio ni beneficio, de baja extracción social, codiciosos y lleno de ansias de llegar a ser alguien en esta vida. No era adinerado ni noble ni estaba seguro de su ascendencia. Como otros inmigrantes españoles se estableció en las nuevas ciudades coloniales pero se sentía atraído hacia el interior de los antiguos imperios americanos. Los colonizadores españoles habían usurpado los derechos de los antiguos propietarios indios e intentaron convertirse en una casta dominante. Sin embargo, muchos de ellos no consiguieron una situación favorable y terminaron viviendo a expensas de o incluso conviviendo con los indios. Guaman Poma se quejaba en su crónica de estos españoles bribones y vagabundos, que vivían extorsionando a los indios, proclamando que eran los nuevos señores de la tierra y reclamando un lugar de privilegio en este mundo, sin tener más propiedad que sus personas.
Muchos españoles andan por los caminos reales y tambos y por los pueblos de indios, que son los dichos vagamundos, judíos, moros. Entrando al tambo alborotan la tierra, toman un palo y le dan muchos palos a los indios pidiendo: daca mitayo, toma mitayo, daca camarico, toma camarico. (Guaman Poma, Nueva coronica y buen gobierno)
Pedro Chamijo buscó un espacio propio en el mundo colonial. Se casó con la hija de un arriero mulato y viajó por los pueblos y las chicherías oyendo hablar de tesoros escondidos y países legendarios. A la muerte de su suegro, abandona a su familia y parte en busca de fortuna a las minas de Huancavelica. Allí pasó un año y medio viviendo entre indios, compartiendo sus penurias, sus mitos y sus recuerdos de los incas. Allí debió oír sobre el Paitití, donde los incas habían escondido las riquezas que salvaron de los conquistadores. Entusiasmado por estas noticias Pedro Chamijo emprende su primer viaje a los Antis, entre las tribus que vivían al este de Tarma. Entre ellas debió escuchar otra vez el mito de los incas ocultos en la selva y aprendió a relacionarse con las comunidades nativas.
Con el relato del Paititi volvió a Lima. Logró una audiencia con el Virrey, Conde de Chinchón, y solicitó autorización para buscar el Paitití. El Virrey lo rechazó, La Corona española no tenía simpatía l gente inquieta que aspiraba a una vida distinta a la que su origen la destinaba.
Chamijo realizó una nueva entrada por sus propios medios y tiempo después regresó nuevamente a Lima, presentándose como conquistador de las tribus, vestido a la manera de los incas, y solicitó infructuosamente el título de gobernador de las nuevas tierras. Sin ninguna aprobación oficial volvió a la selva, esta vez para levantar a los indios contra los pueblos serranos fronterizos. Fue apresado pero lo escapar hacia Larecaja. En 1636 apareció en Charcas, donde fue arrestado por Juan de Lizarazu, presidente de la Real Audiencia. Pero el funcionario quedó fascinado  por el relato de Chamijo sobre el Paitití y solicitó al Consejo de Indias auspicio para el proyecto de conquista. Chamijo fue liberado y con algún aval de la Audiciencia viajó a Potosí y a Porco. Allí concretó su transformación de prófugo en visionario. Consiguió hacerse reconocer como sobrino por el padre Alonso Bohorquez, quien decidió apoyar su empresa y le donó 12 000 pesos.
El nuevo Pedro Bohorquez era un rico hidalgo recorría las ciudades coloniales promoviendo la conquista del país de los chunchos. En 1638 se casó en Huamanga con una rica heredera, cuya dote le proporcionó una posición acomodada. Viajó a Lima para presentarse ante el Virrey Marqués de Mancera. El nuevo virrey autorizó su entrada en la selva. Bohorquez recibió el apoyo del franciscano Luis Triviño. Bohorquez sometió a los matsiguengas y amueshas y conquista la región del Cerro de la Sal. autotitulándose gobernador. Bohorquez incitó a los indios para que atacaran las ciudades andinas y expulsaran a los españoles. Después de sus incursiones contra Tarma las autoridades coloniales los persiguieron y apresaron. Fue deportado al presidio de Valdivia, en Chile.
En Valdivia Bohorquez se redimió como esforzado defensor del presidio asediado por los araucanos, se ganó la confianza del comandante del fuerte y aprovechó la primera oportunidad para huir. Cruzó la cordillera reapareció en Mendoza. Siguió a a La Rioja, Catamarca y Tucumán, narrando sus aventuras a todos aquellos con los que se encontraba.
Bohorquez no viajaba a la deriva sino que iba en búsqueda de una persona a la que nunca había visto: Pivanti, cacique de los paciocas. Y lo encontró en 1657. Pivanti encabezaba una de las parcialidades que habitaban el valle Calchaquí, donde los indios habían resisitido la conquista y habían impedido la colonización española. Demás está decir que estos fracasos enardecían tanto a las autoridades locales como a las limeñas, ya que el territorio más fértil y poblado del Tucumán colonial escapaba a su control. Los paciocas eran descendientes de antiguos mitimaes incaicos procedentes de Oruro u Orurillo. Bohorquez se presentó ante ellos como descendiente de la monarquía inca comprometido en recuperar el Imperio perdido.
Nuestro personaje se reinventa como Don Pedro, heredero legítimo de los Incas.  Asumiendo ese rol inició negociaciones con el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta para convencerlo de su buena fe, presentándose como súbdito leal de Su Majestad y devoto cristiano. El Obispo Maldonado, sabedor del pasado, trató de impedir las negociaciones, pero la codicia cegó a Mercado y lo condujo a un acuerdo con Bohorquez. Bohorquez se comprometió a descubrir las minas y los tesoros que los incas habían ocultado a cambio de que las autoridades aceptan su condición de descendiente de los reyes incas. Mercado aceptó el acuerdo y reconoció a don Pedro como Inca, nombrándolo Capitán General y Justicia Mayor en el valle Calchaquí.

Pero don Pedro fue incapaz de cumplir lo convenido. Tras un año de espera, Mercado tacó el valle y capturó a Bohorquez en 1659. El traidor fue conducido a Lima y permaneció en prisión hasta 1667. Bajo la sospecha de haber intervenido en la rebelión de los caciques de Lima de 1666 fue decapitado.

lunes, 28 de septiembre de 2015

La raíz mesiánica del cristianismo



Desde sus inicios el cristianismo tuvo grandes expectativas en relación al final de los tiempos y el destino de la humanidad. Los cristianos esperaban el regreso del Mesías para que los condujera a la culminación de la historia. De hecho el cristianismo surgió firmando que era el cumplimiento de una promesa mesiánica. Y si bien la crucifixión no podía ser vista como el triunfo terrenal del Mesías sobre los enemigos del pueblo elegido, Pablo la interpretó como una condición previa a la Segunda Venida: en la Primera Venida Cristo había expiado los pecados de la humanidad, en la Segunda instauraría su Reino milenario. El Apocalipsis de San Juan y el libro de Daniel proporcionaban pistas para saber cuándo ocurriría la Segunda Venida: aparecería el Anticristo, los judíos se harían cristianos y el Templo de Jerusalem sería reconstruido. 

Durante el siglo XV se difundieron muchas profecías del fin del mundo. La caída de Constantinopla (el fin del Imperio Romano) y la irrupción de los turcos en Europa y a través del Mediterráneo fueron interpretadas como señales apocalípticas.

Muchos han considerado al milenarismo y al mesianismo como anomalías dentro de la evolución de Occidente y se resisten a aceptar que estos movimientos tuvieron un rol principal en el desarrollo de la ciencia, el progreso económico y la transformación políticas de la sociedad. El milenarismo y el mesianismo se crecieron y florecieron como fenómenos múltiples y multitudinarios en Europa.

La Clavis apocalyptica de 1651, escrita originalmente en alemán, tuvo un gran impacto en el desarrollo del puritanismo inglés. El rol de Inglaterra estaba profetizado en el capítulo 18 de Revelaciones de Juan.



La utopía milenarista santificó la violencia en la prosecución de un objetivo escatológico. En 1501 Colón había escrito a los Reyes Católicos urgiéndoles que reconquistaran Tierra Santa, apoyándose en una profecía de Arnau de Vilanova, según la cual España reconstruiría el Templo sobre el monte Sión. Los conquistadores vinieron al Nuevo Mundo convencidos de su misión salvífica.

martes, 25 de agosto de 2015

Milenarismo franciscano

El milenarismo surgió de los anhelos de salvación del cristianismo del final de la Edad Media, basados en las convicciones apocalípticas, reforzadas por las guerras, la peste y las transformaciones sociales. Muchos sintieron la llegada de un nuevo tiempo y se lanzaron a los caminos a anunciar la buena nueva del fin de todos los sufrimientos. Creían en la llegada de un tiempo feliz y por eso se entregaron a una alegría sin frenos, convencidos de haber sido elegidos para proclamar la gloriosa venida de Jesucristo. Se convirtieron en místicos y en profetas, en peregrinos y en ermitaños. Recorrían el mundo proclamando la salvación de los justos y el castigo de los pecadores

Algunos se sintieron llamados a ser los profetas de una nueva era. Querían anunciar el final de esta vida de sufrimiento y el advenimiento de un mundo feliz. Proclamaron la venida del Salvador y creyeron poder hablar con Cristo, con la Virgen María y con Dios mismo. Su anhelo místico de un mundo perfecto se encontró con los reclamos de los oprimidos, con la lucha contra los príncipes y los nobles.
Joaquín de Fiore convirtió este anhelo de salvación en un sistema teológico. La historia de la humanidad había atravesado tres etapas y se dirigía a su culminación. Fiore mismo no fue un agitador social, sino un místico que esperaba la realización de lo inevitable.
El milenarismo se estructuró alrededor del final de la historia. Entendió la historia como un desarrollo teológico. La visión escatológica de Fiore influyó en el pensamiento de las órdenes mendicantes, especialmente en la orden franciscana. 
San Francisco de Asís fue el símbolo de la renovación religiosa del otoño de la Edad Media. Estableció un nuevo modelo de santidad, basado en la renuncia a los bienes materiales y en la consagración de la propia vida a Dios. Francisco organizó una comunidad con once seguidores, a imagen de Cristo y los apóstoles. Peregrinaron a Roma para solicitar al Papa la aprobación de su regla de vida, la que fue otorgada por el papa Inocencio III en 1209. En 1223, el papa Honorio III emitió una bula por la que estableció a los Frailes Menores como una orden formal católica. La Orden franciscana estuvo formada inicialmente por hermanos legos, pero un siglo después de la muerte de su fundador se convirtió en una Orden docta y clerical, con miles de miembros que servían a la Iglesia en actividades pastorales, misioneras, diplomáticas, ecuménicas y universitarias. Los franciscanos conventuales constituyeron el tronco original de la Orden, del que brotaron las distintas ramas reformadas. En 1250, el papa Inocencio IV buscó tutelar la labor pastoral de los Hermanos Menores, declarando conventuales sus iglesias, es decir, dándoles la misma prerrogativa que las colegiatas. Los frailes, sin embargo, no recibieron tal denominación hasta la segunda mitad del siglo XIV, para distinguirlos de aquellos que se retiraban a ermitas, en busca de una observancia más fiel de la Regla. En 1517 León X dividió la orden en dos grupos: conventuales, autorizados a poseer bienes comunales, y observantes, quienes seguían los preceptos de Francisco lo más literalmente posible, que se convirtieron en la rama principal de la Orden. En España, los frailes Conventuales o Claustrales fueron suprimidos, a instancias de los Observantes, por los Reyes Católicos a principios del siglo XVI, y por Felipe II en 1568. A comienzos del siglo XVI se formó una tercera comunidad franciscana, los capuchinos.
La orden franciscana había producido en el siglo XIII grupos milenaristas, Algunos de estos franciscanos llegaron a identificar a su fundador con el Mesias, quien había cumplido la profecía de la segunda venida. Estos franciscanos milenaristas fueron conocidos como fraticelli. Terminaron por separarse de la Orden durante los siglos XIV. Mantenían opiniones extremas respecto a la pobreza. Uno de los grupos disidentes, los franciscanos celestinos, celantes o espirituales, practicaban un ascetismo riguroso. Fueron partidarios de una pobreza radical, sin interpretaciones pontificias, hasta el extremo de acusar a la Orden de relajación en el Concilio de Vienne (1311-1312) y de negar al Papa el derecho a interpretar la Regla. Fue por ese motivo que el grupo fue acusado de herejía y la orden fue suprimida por el Juan XXII en 1317. Como respuesta, los espirituales declararon que eran la única católica verdadera, dando a entender que el resto de la Iglesia era hereje y que las bulas papales no tenían valor. Los espirituales fueron suprimidos, aunque los fraticelli continuaron sus actividades durante todo el siglo XIV, a pesar de las medidas dictadas contra de ellos. En el siglo XV el movimiento desapareció. Sin embargo, en el siglo XVI, el milenarismo habría pasado a América con los misioneros franciscanos.


El anhelo ecuménico y evangelizador de la nueva Orden se fundaba en el mandamiento bíblico de dar testimonio de la Palabra a todos los pueblos de la tierra. Los paganos debían conocer la Palabra y así cumplir con las condiciones del establecimiento del Reino milenario en la tierra.
Joaquín de Fiore había dividido la historia en tres etapas, para revelar a la humanidad la naturaleza trinitaria divina. 
Así dice el apóstol:
De manera que todas las generaciones desde Abraham hasta David son catorce generaciones; y de David hasta la expatriación a Babilonia son catorce generaciones; y desde la expatriación a Babilonia hasta Cristo son catorce generaciones (Mateo 1: 17)
Habían pasado 42 generaciones desde Adán hasta Abraham. Debían pasar otras 42 generaciones para la Segunda Venida del Mesías. Calculando cada generación en unos 30 años, la fecha coincidía con la fecha de la Segunda Venida concordaba con el nacimiento de Franscisco. 
La Segunda Venida conduciría a su culminación la historia del mundo, pero era necesario que la Iglesia cumpliera con su misión de llevar el Evangelio a todos los rincones de la tierra. Francisco y sus seguidores serían los encargados de alcanzar el fin de la historia, desarrollando el esquema apocalíptico joaquinita.
Durante el siglo XV el espiritualismo reapareció entre los franciscanos. Se distinguieron aquellos partidarios de una observancia estricta de la  regla, a quienes se comenzó a llamar observantes a partir del concilio de Vienne

domingo, 2 de agosto de 2015

La utopía andina como postmodernidad

Parafraseando a Toynbee, la historia del Perú fue configurada por dos fenómenos en oposición: la migración y el nacionalismo. La migración española originó al nacionalismo criollo y la migración del campo a la ciudad produjo la identidad andina. Estos dos fenómenos entraron en contradicción y en conflicto, porque competían por el mismo espacio. Flores compartía la idea de que el nacionalismo criollo había sido la forma política del ascenso de la burguesía y que había alcanzado su cúspide tras la Segunda Guerra Mundial. La descolonización y la lucha anti-imperialista, en cambio, configuraron la identidad andina. Flores se habría negado a calificar a la identidad andina como nacionalismo, ya que ella superaba las fronteras que habían trazado las burguesías nacionales después del fin del dominio español. 

Flores buscó el límite del racionalismo occidental en una forma de comprensión que se hallaba más allá, la racionalidad andina. Los hombres andinos se habían desarrollado independientemente del mundo de los europeos, Había creado una concepción del mundo autónoma. La confrontación con Occidente le impuso una jerarquía de valores traídos por los españoles, pero el país nacido de esta confrontación siguió quedando fuera de estos valores, marginal y extraño. El hombre andino no pertenecía simplemente al mundo creado por los conquistadores, el Nuevo Mundo, sino que desempeñaba una función propia, derivada de alguna forma de los valores anteriores a la Conquista. Los valores anteriores se fundamentaron en una racionalidad diferente e igualmente válida.
Del Busto había creído que la independencia había dado a luz a una Peruanidad sana, feliz y satisfactoria que viviría eternamente como un eterno presente. El siempre se resistió a aceptar que el triunfo de Occidente no se debió a sus valores superiores sino a su tecnología superior.
La nación peruana, de herencia occidental y moderna, se había desarrollado durante los siglo XIX y XX y había pretendido convertirse en un Estado sólido y una sociedad homogénea, obligando a todos los habitantes del país a aceptar un sistema de valores, Pero esta modernidad nacional peruana se fracturó durante el siglo XX. El proyecto nacional criollo se convirtió en una trampa, en suelo seco y muerto. Flores Galindo reclamaba cavar en el para encontrar nuevas raíces para nuestra identidad.
La labor del historiador tal como la entendía Flores Galindo era convertir a la verdad en un instrumento de la libertad. Las mentiras sobre la historia de Perú servían para jusificar la dominación de pocos sobre muchos. La opresión de los hombres andinos quedaba justificada por los beneficios que había traído la Conquista. Casi debíamos agradecer a Pizarro la existencia del país.   
Los flujos migratorios produjeron el caos en las ciudades criollas. Los migrantes generaron tensiones con la anterior población urbana y la amenazaron con su presencia. Ellos mismos vivían una condición conflictiva: ansiaban infiltrarse en la sociedad urbana y asimilarse a la modernidad a la vez que experimentaban su otredad y la discriminación. Los inmigrantes al final se convirtieron en mayoría a ahogaron a la Lima que se fue.
La alteridad que invade el centro mismo de la modernidad es la característica principal del Perú postmoderno. La modernidad que buscaba afirmarse en el país se vio rebasada por los extraños que bajaron de los Andes como una inundación. La postmodernidad significó el desarraigo para quienes vivían en las ciudades y para quienes se desplazaron a ellas.
La modernidad se presentó en Perú con la migración. Las poblaciones campesinas abandonaron sus pueblos y su organización tradicional para establecerse en las ciudades de la costa. Buscaban una mejor vida, escapaban de la miseria del campo pero tuvieron que adaptarse a las condiciones de vida de la ciudad y asimiliar valores extraños. El resultado de la modernización de estas poblaciones fueron las barriadas. La modernidad trajo la posibilidad de una vida diferente pero también inestabilidad, incertidumbre y pérdida de identidad.
La migración produjo zozobra en los migrantes, Ellos crecieron pero amputados de sus raíces y enfrentados a los habitantes anteriores de las ciudades, quienes sentían su seguridad amenazada por estas oleadas de desterrados. La modernidad se construyó sobre la alteridad, sobre el descubrimiento del otro y la discriminación del extraño. Para los españoles del siglo XVI los indios fueron los otros y para los limeños de 1950 los migrantes andinos fueron los extraños. Estos millones que bajaron de los Andes tuvieron que arrancar sus raíces y plantarlas nuevamente en el inestable terreno de nuestra modernidad: el arenal transformado en pueblo joven 
La modernidad ha existido entre dos horizontes: el reconocimiento de la condición maravillosa e irreductible de la diferencia y la separación y la proyección de nuestros miedos y angustias fuera de nosotros, tomando la forma de lo extraño, del extranjero y lo monstruoso. Sobre el extraño caen todas las culpas y los miedos.
El individuo conciente, este invento de occidente, se presentaba como el centro del mundo y su defensor, el garante del orden frente al salvajismo y la barbarie, existiendo orgulloso y angustiado. Pero cuando los otros se instalaron en el centro de su mundo, no pudo se pudo evitar el contagio de la angustia 
La migración a la ciudad y la asimilación a la sociedad urbana pusieron en crisis la nacionalidad peruana constituida. La migración había vuelto claro que el tiempo en que los limeños no podían construir una nación autosuficiente y de espaldas al interior. Mariátegui fue el primero en buscar un nuevo horizonte para la época.

viernes, 10 de julio de 2015

Los europeos

La idea de Europa comenzó a definirse después de la toma de Constantinopla por los turcos. Un año después Eneas Silvio Piccolomini recurrió a la noción de Europa, identificándola con la causa cristiana que hacía frente a la amenaza del Islam. Se extendió el consenso de llamar europeos a los países de fe católica y de cultura latina. Años después Sebastian Munster la retrataba como una reina cuyo corazón estaba en Europa central y cuya cabeza era España. Muchos escritores del Renacimiento identificaron a Europa con la extensión de la cristiandad occidental o con la soberanía del Sacro Imperio, aunque algunos humanistas como Valla preferían resaltar la continuidad de la cultura clásica. Para principios del siglo XVI Europa seguía siendo una idea poco clara en la mente de la mayoría de los occidentales y sus límites imprecisos. La mayoría de ellos no reconocería a los eslavos no católicos como europeos. Lorenzo Valla llamó europeos a los musulmanes ibéricos. Leo von Rozmital no podía diferenciar cristianos, judíos y musulmanes durante su viaje por España.

El viaje de Colón aceleró el proceso de identificación europeo. El Nuevo Mundo se convirtió en la alteridad del Viejo Mundo, como un espejo en el que pudiera contemplarse y verse reflejada de manera invertida: cristianos frente a paganos, civilizados ante salvajes, experimentados frente a inocentes.  

miércoles, 1 de julio de 2015

Guaman Poma, funcionario colonial

El caos que existió en España en relación al uso de nombres antes del siglo XVIII ha puesto a prueba la paciencia de los historiadores y ha dificultado la identificación de muchas personas. La irregularidad en la nominación llegó casi a la anarquía tanto en España como en América. La variación del nombre se extendió por todos los estratos sociales. Tal vez por eso resultó tan esquivo el cronista Felipe Guamán Poma.
Nació en San Cristóbal de Sondondo, en Lucanas, en una fecha dudosa. Pudo haber nacido entre 1534 y 1550. Se presentó a si mismo como descendiente de una noble familia de Huánuco, los Yarovilca. Sus padres fueron Martín Guaman Mallqui y Juana Chuquitanta, llamada también Cusi Ocllo, nieta de Túpac Yupanqui. Podemos aceptar la fecha de nacimiento más tardía debido al testamento de María Yupanqui, esposa de Felipe Lázaro Guaman Poma, dado en 1664. Es difícil creer que la pareja haya sido más que centenaria.
Nuestro cronista pudo haber comenzado su carrera dentro de la administración colonial a finales de la década de 1560, fungiendo de traductor de quechua y otras lenguas andinas y como escribano. En 1570 colaboró activamente con Cristóbal de Albornoz en la supresión del movimiento mesiánico del Taki Onqoy. 
Guaman Poma también conoció la disputa por la perpetuidad de las encomiendas. Este proyecto había generado un amplio descontento entre la población nativa. Tanto fue el descontento que Antonio Ruiz, el traductor mestizo, fue proceso en 1563 por “traducir antojadizamente” la palabra castellana “perpetuidad” al quechua. La situación se agravó por los escándalos, fraudes y moral dudosa de Briviesca de Muñatones, jefe de la comisión promotora de la perpetuidad.


Posteriormente estuvo al servicio de Juan Pérez de Gamboa, corregidor de Huancavelica y después visitador de las tierras del Cusco, Huamanga, Huancavelica, Vilcabamba, Castrovirreyna y Jauja en 1587. El corregidor Pérez habría introducido a nuestro cronista en la administración colonial limeña como traductor en los pleitos de españoles e indígenas.


Trabajó para el oidor Pedro Arteaga de Mendiola durante la visita a las minas de Huancavelica en 1588, donde conoció personalmente las duras condiciones de trabajo de los mitayos. La información de las minas de Huancavelica registró las propiedades y arriendos de los mineros españoles y cita como intérprete a don Lorenzo Anchachumbi, servidor de la Real Audiencia de Lima. Pero al cotejarlos con los pleitos de tierras del Hospital de los Naturales de Huamanga, nos encontramos con un personaje llamado a veces Felipe Lázaro Guamán Poma y otras Felipe Lorenzo Guamanchumbi. La sospecha es que nuestro cronista Felipe Guamán Poma de Ayala fue conocido antes con el nombre de Lorenzo Anchachumbi.
La información de Huancavelica registra como propietaria minera a Inés Asto, esposa del minero Luis Ávalos de Ayala. Esta misma propietaria nativa figuraba en los pleitos de tierras de Chupas, una década después, con el nombre de Inés Asto Coca. Se la ha identificado con Inés Coca, hija del cacique Miguel Coca del repartimiento de los Pabres de Huamanga colonial. Este linaje estuvo encomendado a favor de Garci Diez de San Miguel, marido de doña Isabel de Solier. El cacique Miguel Coca estuvo casado con doña Inés Chuquitinta, tía de Guamán Poma. El problema surge porque Inés Asto Coca es referida como esposa de Alonso Guamani. ¿Habría sido esta Inés Asto una hija de Inés Asto Coca? 
Este minero Luis Ávalos de Ayala era hijo del capitán Luís Ávalos de Ayala, parientes de Garci Diez de San Miguel y de Antonio Díez de San Miguel y Solier, encomendero en Huamanga. El minero Luis Avalos solicitó en un informe del 31 de agosto de 1557 una encomienda en reconocimiento a los servicios de su padre, fallecido en 1546. Esperaba obtener mano de obra indígena para destinarla al trabajo de las mina. Acaso es este capitán de Ayala a quien salvó el padre del cronista y cuyo nombre adoptó. 
Hacia 1590 nuestro cronista debió servir bajo las órdenes de fray Martín de Murúa. Se ha resaltado la gran semejanza entre los dibujos de El primer nueva corónica y buen gobierno y las acuarelas que aparecen en el manuscrito Galvin de la obra del mercedario. Guaman Poma menciona en su crónica cinco veces al fraile mercedario, en tono de censura; aunque Murúa nunca reconoció la participación de Guaman Poma.

Guamán Poma posteriormente pasó al servicio del Dr.. Alberto de Acuña, oidor de la Real Audiencia de Lima. El oidor Acuña fue designado Abogado General de los Indios por el virrey García Hurtado de Mendoza en 1589. El oidor fue catedrático en la Real y Pontificia Universidad San Marcos de Lima, miembro del Tribunal del Consulado de Lima, miembro fundador y creador de la Real Audiencia de Chile. Guaman Poma habría mantenido con él una relación estrecha y cordial. El oidor habría sido su mayor influencia para la redacción de El primer nueva corónica y buen gobierno. Quedaba relegado el mercedario Martín de Murúa quien se habría beneficiado más que beneficiar al cronista andino.

Al comparar la crónica de nuestro autor con el memorial que el Dr. Acuña envió al rey en 1598 se encuentran se encuentran coincidencias y confrontaciones. Guamán Poma y el oidor de Acuña describían la misma situación opresiva de la población andina, pero a veces desarrollaron planteamientos y propuestas diferentes para remediarla. Habría sido a través de Acuña que Guamán Poma tuvo acceso a documentación interna de la administración colonial. Entre esos documentos se encuentra los juicios de residenciade los virreyes Francisco de Toledo y Hurtado de Mendoza y las visitas efectuadas en la época toledana y en 1585. Nuestro cronista habría trabajado como traductor para la Real Audiencia de Lima con el nombre de Felipe Lorenzo Guaman Chumbi.
Al momento de escribir su propia obra nuestro cronista puedo elegir llamarse Guaman Poma para reunir a la dualidad andina, presentarse como hanan y hurin. Así permanecía fiel al esquema jerárquico andino, donde debía cumplirse ciertas condiciones para comunicarse directamente con el soberano.

miércoles, 29 de abril de 2015

La restauración de los Incas

Un siglo después de la primera edición de los Comentarios Reales se publicó en Madrid la segunda edición española, a cargo de Andrés González de Barcia Carballido y Zúñiga.
González de Barcia había desempeñado importantes cargos en la administración colonial española y en su juventud había escrito obras teatrales y poesía. El se abocó a un gigantesco proyecto editorial, buscando difundir las fuentes históricas de la Conquista española. Las obras del Inca Garcilaso desempeñaron un rol principal en la consecución de sus objetivos. Las obras de Garcilaso fueron las primeras en publicarse: empezó con la Segunda Parte de los Comentarios Reales, con el título de Historia General (1722a); luego la Florida del Inca (1722b), y finalmente al año siguiente la Primera Parte de los Comentarios reales (1723).
Barcia escogió comenzar con la Segunda Parte y no con la Primera Parte de los Comentarios reales, alterando el orden y la primacía concebidos por Garcilaso. Su intención era resaltar la gesta conquistadora y dejar al mundo prehispánico como una entidad inferior a la sociedad europea. Ya la Corona no tenía temor de una rebelión de encomenderos y podía emplear el recuerdo de los conquistadores para exaltarse a sí misma.
Los Comentarios reales habían sido empleados por los enemigos de España como un arma ideológica. Los holandeses y los ingleses los habían usado ampliamente para difundir la leyenda negra. Barcia buscó voltear esta arma e incluyó un nuevo prólogo firmado por Gabriel de Cárdenas (que pudo ser el Gonzales de Barcia bajo un seudónimo). El nuevo prólogo era una justificación de la Conquista, enmarcada por la muerte de Atahualpa, primer inca que se enfrentó a los españoles, y la por la ejecución de Túpac Amaru, último descendiente directo de la monarquía inca.
Barcia menciona una supuesta profecía recogida por Walter Raleigh en su libro El Dorado. Barcia menciona que la ejecución de Túpac Amaru I, heredero directo de Huaina Capac, debía servir para acabar con la línea recta de varón y así no tener que restituir a sus descendientes el trono. Raleigh recogió la profecía que predecían la caída del Imperio español y el restablecimiento de la monarquía incaica gracias al auxilio de Inglaterra.
Estos vaticinios de restitución del Imperio Incaico fueron tomados en serio no solo por la nobleza andina, sino por los mismos funcionarios coloniales. El virrey Jáuregui fundamentó su medida de prohibición de circulación de las obras de Garcilaso en el “carácter nefasto” que había tenido la mención en el prólogo de Barcia de una alianza entre Inglaterra y los descendientes de los incas.
Walter Raleigh había hecho en 1595 un viaje a la Guyana buscando El Dorado. Exploró Venezuela, donde remontó el Orinoco, quemó la ciudad española de San José y capturó al capitán Antonio de Berreo, quien habría sido su fuente para la profecía incaica.
Raleigh aseguró haber tenido noticia de un poderoso, rico y magnifico imperio de la Guyana y de una gran ciudad dorada que los indios llamaban Manoa. Esta ciudad que fue conquistada por el menor de los hijos de Huayna Capac, emperador del Perú, en el momento en que Francisco Pizarro derrotaba a sus hermanos mayores Huascar y a Atahualpa, que luchaban entre sí por el poder.
Raleigh propuso un modelo de colonización diferente a la Conquista española: buscó la cooperación voluntaria de los jefes nativos en lugar de remplazarlos en lugar de derrocarlos.
Barcia proclamaba la validez de la bula Inter caetera de 1493, mediante la cual el papa Alejandro VI había dividido esta parte del mundo entre el rey de Portugal y el rey de España. La bula papal fundamentaba la soberanía española sobre las tierras recién descubiertas en la primacía de la Iglesia Católica Romana. Por eso era obligatorio evangelizar e incorporar a los habitantes de esas tierras en la Cristiandad.
Pero el mundo había cambiado radicalmente durante el siglo que separaba la edición princeps de los Comentarios de la edición de González de Barcia. La Cristiandad ya no era universal, sino que se había fracturado en sectas rivales. La autoridad papal había sido cuestionada y el derecho de cesión de territorios había sido contradicho. Francia e Inglaterra colonizaron territorios americanos desconociendo la validez de la cesión hecha por el papa Borgia.
La profecía de Raleigh cuestionaba la legitimidad de la presencia española en el Nuevo Mundo. De acuerdo al derecho sucesorio de las monarquías europeas, la muerte del último descendiente de una casa real incaica debió dar inicio a una nueva dinastía. La muerte de Túpac Amaru representaba el final de la línea dinástica iniciada por Manco Capac, dando lugar a que otros pudieran reclamar el derecho al trono. José Gabriel Condorcanqui se proclamó Tupac Amaru II para recuperar el linaje interrumpido por el Virrey Toledo.
Barcia resaltó la amenaza del expansionismo colonial británico y buscó quitar legitimidad a los reclamos de los herederos de los Incas convirtiéndolos en traidores y aliados de los herejes. 
La mayor parte de los líderes de la Independencia conocieron las obras de Garcilaso. Francisco de Miranda y Bolívar lo citan en sus cartas. San Martín leyó los Comentarios reales en Cádiz e intentó editarlos en Córdoba en 1816. Jefferson tenía dos ejemplares en su biblioteca privado, los que se conservan en la Library of Congress de Washington. Garcilaso es utilizado en los debates de las sociedades patrióticas de Lima, Quito, México, Bogotá y Buenos Aires. En Europa las obras del Inca se habían difundido ampliamente y fueron empleadas como sustento del Derecho Natural, en el desarrollo de utopías sociales y en las ideas de los movimientos ilustrados. Fueron lectores de Garcilaso: Locke, Bacon, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Grafigny, Marmontel.
Las obras de Garcilaso tuvieron influencia tanto sobre la nobleza cusqueña como sobre los levantamientos andinos durante el siglo XVIII. El caso más notable fue la Gran Rebelión. José Gabriel Condorcanqui, tomando el nombre de Túpac Amaru II, se proclamó descendiente y heredero del inca de Vilcabamba, Túpac Amaru I, decapitado en el Cuzco en 1572. Los Comentarios reales estimularon la formación de un nacionalismo inca entre los lectores cusqueños.
La lectura de Garcilaso hacia posible la recuperación del pasado y el reclamo de restitución de la antigua soberanía para la población andina. Túpac Amaru habría participado en Lima en 1778 en el círculo de lectores de Garcilaso establecido por Miguel Montiel, comerciante cusqueño que había estado en España, Francia e Inglaterra. 
Montiel nació en 1757 en el pueblo de Oropesa (Quispicanchis). Durante su juventud viajó por las provincias del sur y el altiplano. Después pasó a España, Gran Bretaña y Francia. Vivió en Londres cerca de cinco años y en 1769 regresó a España y al año siguiente retornó a Perú. Conoció a Túpac Amaru en Lima cuando éste litigaba ante la Audiencia por el marquesado de Oropesa. Ambos compartieron la nostalgia por el Imperio Incaico y creían posible su restauración.
Leyeron a Garcilaso en la edición de González de Barcia, publicada Madrid en 1723. Un ejemplar de esta edición es el que figura en el registro de aduanas de los efectos personales de Túpac Amaru cuando regresó de Lima al Cusco en diciembre de 1777.
Tras la derrota de la Gran Rebelión, las autoridades coloniales condenaron todo recuerdo del pasado incaico como una amenaza. Buscaron erradicar todo vestigio del pasado incaico, todo aquello que recordara el mundo andino anterior a la Conquista. Fueron confiscadas todas las copias de los Comentarios reales. Los descendientes de los Incas fueron privados del derecho a utilizar el título de Inca.

domingo, 19 de abril de 2015

La fiesta del Corpus Christi

La vida pública durante la Colonia estaba marcada por fiestas religiosas y espectáculos civiles: celebración de Cristo, la Virgen y los santos patronos, tanto como el ascenso de un nuevo rey o la llegada de los virreyes. Una de las ceremonias más importantes fue la fiesta del Corpus Christi.
Esta celebración fue instaurada en el siglo XIII por la Iglesia Católica como una exaltación del cuerpo eucarístico de Cristo. Promovida por el papa Urbano IV y oficializada por el papa Clemente, debía llevarse a cabo el noveno jueves después de Pascua, o el jueves después del domingo de Trinidad. Desde su creación y más aún después del Concilio de Trento esta fiesta se consolidó como el triunfo de la verdadera fe sobre la herejía, representando las diferencias entre los creyentes y quienes vivían en error, entre cristianos y paganos, conquistadores y conquistados. 
El Corpus Christi celebraba la doctrina de la transubstanciación, pero en los Andes los indios no recibían la eucaristía, aunque danzaban, cantaban y desfilaban en honor del Salvador. La intención era que la fiesta resaltara la diferencia entre colonizadores y colonizados y escenificaba el triunfo de los españoles sobre los andinos. La procesión de Corpus Christi incorporaba elementos no católicos, resaltando aún más las nociones de oposición y de victoria. Cristo era proclamado vencedor de la muerte, del pecado, de la herejía y de los enemigos de la Iglesia y del rey. El esquema formal de la fiesta incluía elementos tomados de las ceremonias imperiales romanas, tales como los arcos del triunfo (símbolo de la superioridad cultural y tecnológica de los cristianos sobre los nativos), doseles, guirnaldas, banderas y tapices y las celebraciones barrocas como cañonazos, fuegos artificiales, música y danzas. El Corpus Christi tomó elementos del ritual incaico, superponiéndose al recorrido del Inca en la plaza de Huaycapata antecedido por las momias de sus antepasados. Los santos de cada parroquia que acompañaban la procesión tomaron el lugar de las momias reales y las panacas. Las autoridades virrenales despojaron a las fiestas andinas de sus creencias originarias y las usaron como elementos de las fiestas cristianas.
La fiesta tenían una carga política marcada, exponiendo y proclamando los argumentos de legitimidad de la Conquista española y de la obediencia a la Corona, pero también justificó a la nobleza indígena bajo su amparo. La retórica y el ritual de la fiesta aseguraban la justicia de la sucesión de la monarquía indiana por la católica. Los descendientes de los incas fueron incorporados a la procesión y exaltadas sus genealogías, sustento de sus derechos y privilegios.
El Corpus Christi aparece como una alegoría del retorno del Inca, investido de una nueva fortaleza religiosa y simbólica. Al reconocer la preeminencia de una antigua monarquía y la nobleza de sus descendientes se convirtió en mito el pasado y se generó derechos y aspiraciones políticas. El pasado glorioso descrito en la obra del Inca Garcilaso de la Vega circulaba visible y tangible, 
La Iglesia colonial después del Concilio de Trento desarrolló un proceso de evangelización europeizante: los indios debían ser incorporados a una Iglesia universal, sin distinciones étnicas o regionales. Se debía predicar un cristianismo culturalmente neutro, pero el lenguaje empleado nunca lo fue. Los códigos occidentales se fusionaron con el imaginario indígena. Los indígenas recibieron un cristianismo con rostro indio, despojada de las creencias religiosas anteriores, pero embebido de las condiciones políticas, culturales e históricas del Nuevo Mundo. 
El mito de Inkarrí pudo nacer de la monarquía indiana y del anhelo de restitución al señor natural, el Inca.
Más tarde la idea de la restitución al soberano se transformó en el anuncio de la resurrección del Inca. El regreso de aquel príncipe escondido fue el sustento de legitimidad de la rebelión de José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru. El mismo visitador real José Antonio de Areche estaba convencido que Túpac Amaru había podido convocar a las poblaciones indígenas apelando a la pretensión de descender del tronco principal de los incas y ser el señor natural de estos reinos. La sentencia de Areche contraTúpac Amaru dictada en mayo de 1781 significó estaba dirigida también contra la nobleza indígena, pues busca desconocer el ideario de esta misma nobleza. Prohibir las representaciones incaístas busca acabar con una soberanía alterna. 
El dominio colonial había creado una oposición entre dos sistemas de valores, generando ambigüedad en la identidad de los sujetos colonizados. Los colonizados nunca llegaban a ser miembros de pleno derecho de la sociedad. La identidad colonial buscaba destruir las bases de la cultura autóctona e incluso amenazaba su propia existencia. Pero el sistema de jerarquías y privilegios terminaba creando jerarquías y privilegios entre la población colonizada.

lunes, 30 de marzo de 2015

El marqués de Oropesa, rey no coronado de Perú

El dominio colonial produjo una crisis de identidad en el mundo andino. Altero profundamente el orden social y forzó a los vencidos a soportar la imposición de una cultura extraña. Esta cultura dominante impuesta por la Conquista cambió de forma radical las categorías de la cultura autóctona, suprimió sus instituciones políticas y minó sus raíces  sociales. La Conquista produjo la desestructuración de la sociedad andina y promovió su remplazo por un nuevo orden.
Tras la Conquista las jerarquías andinas comenzaron un proceso de adaptación para integrarse en el orden social y jurídico español y asegurar su propia persistencia. Las élites locales Intentaron adecuarse a las nuevas condiciones de la manera más favorable y negociaron con la Corona su participación en el control de la población. Los relatos de los linajes se convirtieron en instrumentos para ganar y garantizar una posición noble y de predominio.
Para conseguir el reconocimiento de las autoridades españolas, las élites andinas prepararon y presentaron memoriales y probanzas. Mediante estos documentos buscaron tanto el reconocimiento de una nobleza antigua como los servicios realizados a favor de la Corona durante la Conquista.
Estos documentos están redactados con un interés definido y buscaban beneficios económicos y sociales. La Corona aceptó e incluso promovió esta negociación de honores y prerrogativas.
Pizarro inauguró este esquema de negociación tras la muerte de Atahualpa, al apoyar a uno u otro de los hijos de Huayna Capac en sus aspiraciones al trono. Pizarro sostuvo a Tupac Huallpa y, tras su muerte a Manco Inca. Este último decidió oponerse a los conquistadores y huyó del Cusco para intentar restablecer un Estado soberano. Tras el fallido sitio de la ciudad, Manco Inca se refugió en las montañas de Vilcabamba, donde mantuvo un dominio independiente. Fue asesinado en 1544 y sucedido en el tronó por su hijo Sayri Tupac. En 1557 Sayri Tupac prefirió terminar con la resistencia y abandonó el refugio de Vilcabamba para entregarse al virrey en Lima. Guaman Poma nos cuenta que el virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, lo recibió como a “señor y rey del Pirú”. A cambio de su sometimiento se le otorgaron mercedes y beneficios. Le fueron devueltas las tierras del valle de Yucay, que habían sido entregadas como encomienda a Francisco Hernández Girón y que fueron confiscadas por la Corona tras su rebelión y derrota. Sayri Tupac, bautizado como Diego, fue nombrado adelantado del valle de Yucay y recibió encomiendas a perpetuidad, entre ellas Oropesa, con una renta estimada de 150,000 pesos anuales. Desde Lima regresó al Cusco, donde ingresó con gran pompa y coronado con la mascapaycha, a la usanza de los antiguos soberanos. Sayri Túpac se estableció en Yucay junto a su esposa la coya Cusi Huarcay, pero murió a los pocos años, en 1561, dejando como heredera universal a su única hija, Beatriz Clara.
Tras la muerte de su padre, Beatriz Clara fue separada de su madre por orden del virrey Diego López de Zúniga, conde de Nieva, e internada en el convento de Santa Clara en el Cusco. Alli quedó recluida con su futuro dependiente de las decisiones de la administración colonial. Su madre intentó acordar su boda con Cristóbal Maldonado, hijo del Dr. Buendía y hermano del capitán Arias Maldonado, pero las autoridades españolas se opusieron a una nueva unión entre conquistadores y la realiza inca. Su suerte se decidió tras la derrota de Vilcabamba y la ejecución de Tupac Amaru. En 1590, el virrey Francisco Alvarez de Toledo decidió su matrimonio con el capitán Martín García de Loyola, sobrino nieto de Ignacio de Loyola y quien había capturado al inca Tupac Amaru. García de Loyola fue nombrado sucesivamente corregidor de Potosi, Huamanga y Huancavelica. Esta última ciudad había sido fundada a instancias del virrey Toledo bajo el nombre de Villarrica de Oropesa, en recuerdo de su hogar natal, el castillo de Oropesa. En 1592 fue nombrado gobernador de Paraguay y poco el rey Felipe lo nombró gobernador de Chile, con el encargo de pacificar aquel reino. Debemos recordar que el propio Felipe II había sido proclamado rey de Chile al momento de su matrimonio con María Tudor. Se trasladó y se estableció junto a su esposa Beatriz Clara en Concepción. Allí nació su única hija, Ana María Lorenza. La experiencia de García de Loyola como gobernador de Chile fue infeliz, debido a la rivalidad que mantuvo con García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey de Perú. Hurtado de Mendoza recelaba de García de Loyola. Además corría el rumor de que el gobernador quería proclamarse rey de Chile, apoyado en la estirpe de su esposa. El virrey retrasaba los auxilios para la guerra con los mapuches hasta que García de Loyola murió en luchando contra ellos en Curalaba, entre el 23 y 24 de diciembre de 1598.
Ana María Lorenza García Sayri Tupac de Loyola nació en Concepción en 1593. Tras la muerte del gobernador, el virrey Luis de Velasco y Castilla dispuso el retorno de la viuda y su hija desde Chile y su instalación en Lima. Aquí Beatriz Clara Coya se enfrentó a los intentos de otros por tomar control del Valle de Yucay. Falleció en Lima el 21 de Marzo de 1600, dejando por heredera universal de sus bienes a su hija Ana María.
Ya para entonces la Corona había decidido extrañar a los linajes reales americanos. Se dispuso que la princesa inca viajara a España, donde fue recibida por el rey Felipe III. El rey la puso al cuidado de un tío paterno, Juan de Borja y Castro, conde de Mayalde. En 1610 le fueron restituidos sus bienes y en 1611 fue casada con Juan Enríquez de Borja. Este era hijo de Elvira Enríquez de Almansa, marquesa de Alcañices, y de Álvaro de Borja y Castro, hijo de San Francisco de Borja, III General de la Compañía de Jesús, IV duque de Gandía, I marqués de Lombay, Grande de España y Virrey de Cataluña, que sería beatificado por el papa Urbano VIII en 1624 y canonizado por Clemente X en 1671. Además Juan Enríquez era primo hermano del duque de Lerma, valido del rey.
La pareja se estableció en Madrid, donde Ana María de Loyola reclamó a la Corona 40 años de rentas de sus propiedades cusqueñas, que habían sido confiscadas por la autoridad virreinal. Finalmente le fue concedida una pensión de 10.000 ducados, la creación de un feudo en sus tierras de Yucay y el título de Marquesa de Santiago de Oropesa. 
El 1 de marzo de 1614 fue concedido a Ana María Lorenza de Loyola el título Marquesa de Santiago de Oropesa, como un acuerdo final con la linaje real inca y también probablemente por amistad con de su esposo Juan Henríquez de Borja y por la influencia del Duque de Lerma. 
La marquesa designó a su tío Martín Fernández Coronel para tomar posesión de los pueblos de Huayllabamba, Yucay, Maras y Urubamba, ante la oposición virreinal. En 1615 viajó a Perú junto a su esposo, en la comitiva del virrey Francisco de Borja y Aragón, conde de Mayalde y príncipe de Esquilache, primo de la pareja, para tomar posesión de su señorío. Los esposos se avecindaron en Lima, donde nacieron sus hijos, y hacia 1620 viajaron al valle de Yucay. Tras de siete años de permanencia regresaron a Madrid, donde la marquesa falleció.
Felipe III, creador del marquesado de Oropesa, era hijo de Felipe II, contra quien se había rebelado el Inca Tupac Amaru. Tupac Amaru había rechazado la Cédula por la que el rey ofrecía condiciones de paz y reconocía a la Monarquía Inca y sus derechos dinásticos, La Corona había Sin embargo había decidido conceder un título nobiliario y señorío pleno como muestra de perdón real y deseo de reparación, a cambio del sometimiento y vasallaje de los antiguos reyes del Perú. Con la concesión de este título la Corona pensaba haber resuelto la demandas legales de la realeza inca, pero había creado las bases para una identidad en los Andes, que crecería bajo el recuerdo del señorío de los Incas: la monarquía indiana no había desaparecido, sino que subsistía en la persona del marqués de Oropesa.
La Compañía de Jesús mantuvo una relación muy cercana a la realeza inca. La Compañía de Jesús había sido fundada por Ignacio de Loyola en 1534. La Compañía creció rápidamente y tuvo un papel decisivo durante la Contrarreforma, fundando escuelas y centros de estudios superiores en toda Europa. La Compañía llegó en 1566 a Perú y su actividad misionera fue muy exitosa. En todo el Nuevo Mundo fundaron reducciones, siendo las más famosas las de Paraguay y las misiones de Sonora y Sinaloa en el norte de México. La Compañía llegó a controlaron una población de 160.000 personas.
El Virrey Francisco de Toledo se había sentido presionado por la acción evangelizadora de las órdenes religiosas, en particular con la Compañía de Jesús. Llegó a expulsar a los jesuitas de Potosí el 1578. En 1576 el Padre Luis López fue acusado de herejía, apostasía y crimen de lesa majestad, al haber redactado un manuscrito en el cual atacaba duramente al Rey y a su administración y cuestionaba los justos títulos del monarca a poseer el Perú. Se ha atribuido a jesuitas como Blas Valera, Martin de Funes, el Padre Torres y Luis López el proyecto de fundar un reino indígena, libre del control de los conquistadores. Las Reducciones de Paraguay fueron un ejemplo de estos intentos autonomistas. Los jesuitas, que habían crecido de una manera muy importante tanto en influencia como en poder en el Perú en todos los años desde la llegada de los españoles, utilizaban el teatro y las representaciones de manera muy común como herramienta de apoyo en la evangelización. El teatro evangelizador se constituyó en un espacio de comunicación y de influencia cultural en la población indígena. La producción teatral se adaptara a su público y empleaba elementos culturales y eventos locales 
En estas representaciones se honraba al Apóstol Santiago, a quien los soldados españoles se encomendaban a la hora de atacar. La figura del Apóstol Santiago era muy importante y se hacía presencia en el mensaje evangelizador. 
También se dio gran importancia al matrimonio de Beatriz Inca Coya con Martín de Loyola, sobrino nieto de San Ignacio de Loyola, así como al matrimonio de la hija de ambos con Juan Enríquez, nieto de San Francisco de Borja. Cien años después de estas bodas, se pintó un gran lienzo en el que se representaban ambos matrimonios. Este lienzo se conservaba en la Iglesia de la Compañía de Jesús en el Cuzco y se hicieron al menos seis versiones del mismo. A través de estas pinturas los jesuitas querían resaltar los vínculos de la Orden Religiosa con la nobleza indígena. Aun más, el 10 de octubre de 1741, fiesta de San Francisco de Borja, se puso en escena la boda de Don Martín García de Loyola con Doña Beatriz en la Iglesia de la Compañía de Jesús en Cuzco. 
Los marqueses de Oropesa entroncaron con los más importantes santos y evangelizadores españoles: San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja y San Francisco Javier. 
El marquesado de Oropesa gano valor simbólico. Se llegó a identificar a su titular como el heredero legítimo de la antigua monarquía peruana. Sin habérselo propuesto, la Corona había sentado las bases para un discurso que se fundaba en un derecho anterior al dominio español y reclamaba una jurisdicción panandina. Con el marquesado de Oropesa se habría una puerta para el regreso del Inca

miércoles, 18 de marzo de 2015

Peruanidad cívica y étnica

La administración colonial española no tuvo el deseo de formar peruanidad, una nación en los Andes. La homogeneidad que propuso al definir la condición de indio le servía con fines tributarios pero no busca crear una identidad cultural, étnica o civil,  Quería una sociedad bajo control, completamente dual y separada, pero terminó aceptando la existencia de grupos intermedios entre los colonizadores y los colonizados, gente a la deriva, fuera del patrón estamental deseado. Anotaba Flores Galindo que:
A pesar de la estricta demarcación de fronteras jurídicas entre españoles e indios –quienes debían formar dos repúblicas separadas y autónomas- la relación entre vencedores y vencidos terminó produciendo una franja incierta dentro de la población colonial: los mestizos, hijos de unos y otros y a veces menospreciados por ambos. 
Esta dualidad plena establecida jurídicamente fue desdibujándose por la aparición de los mestizos, de los criollos, de los esclavos africanos y de las muchas castas que nacieron de su mezcla, así como de la evolución económica del mundo andino. La Corona no proclamó la existencia de dos naciones diferentes, ya que no existía la organización social a la que ahora llamamos nación. La Corona definió dos estructuras políticas diferentes conviviendo en una misma patria y bajo una sola autoridad, la suya. La determinación de la condición de español o indio se basaba en la atribución de deberes y derechos, no en la identidad nacional, racial o cultural.
Durante los siglos XIX y XX, la historiografía locales (vale decir los historiadores nacidos en nuestro país) se abocaron a la tarea de definir el significado de "peruano". Los historiadores se dedicaron a estudiar el pasado para encontrar aquellas características que nos identificaran y vincularan. Se sentían obligados a encontrar algo con que construir nuestra identidad nacional. Debemos ser conscientes de esto: la nacionalidad fue una construcción. Los historiadores la fabricaron. Ellos imaginaron una nación y emplearon elementos del relato de acontecimientos pasado como ladrillos de su edificios narrativo. Los historiadores ocultaban su forma de trabajar, de manera que nadie notara que la invención de los estados-nación tuviese algo que ver con el nacionalismo.
Los futuristas querían ver en los estamentos coloniales el origen la nación peruana. Se esforzaban en demostrar que la nación peruana era hija de España. Pero las dificultades para comprender el origen de la nación parten de las dificultades para ponernos de acuerdo en la definición de la palabra “nación”.
La palabra nación procede del latín natio, que hacía referencia a los nacidos en el extranjero. La condición que definía la nación era el lugar de nacimiento. Las naciones definidas en el mundo medieval eran localizaciones geográficas laxamente definidas. Por ejemplo, en la Universidad de París se mencionaba cuatro naciones: la honorable nación de Francia, la fiel nación de Picardía, la venerable nación de Normandía y la constante nación de Germania. Esta cuatripartición la volvemos a encontrar en Guaman Poma. Esta clasificación de la humanidad no proclama la homogeneidad de las naciones (dentro de las naciones), sino la existencia de un rasgo común percibido por el organizador.
Desde el punto de vista religioso (y Del Busto asumía un punto de vista religioso) las naciones fueron establecidas por Dios mismo, quien sacó de la única sangre humana todas las naciones todas las naciones de los hombres que se esparcieron por toda la tierra y determinó los límites de sus territorios. Las naciones, como el resto de la creación divina, son hechos naturales. Del Busto no afirma la existencia de naciones sobre una base puramente racial, sino que las apoya tanto en rasgos biológicos como culturales. Las naciones no son características genéticas sino el resultado de la labor de Dios en la historia. El Perú como nación apareció en cierto momento, cuando la patria andina fue fecundada por la sangre de Pizarro.
Es posible que para Del Busto la nación peruana cumpliera un papel fundamental en la historia de la salvación. La Conquista, pese a sus faltas, habría servido a un fin mayor, la cristianización del mundo andino. 
La doctrina de la salvación en Flores Galindo es diferente. La Conquista no fue la liberación de la oscuridad de la idolatría sino un desafío en la historia del mundo andino. La formación de la nación no es la continuación del cautiverio egipcio sino la liberación del mismo. La creación de la nación significa la liberación de los oprimidos.
Existe el consenso que la ciudadanía y su difusión por toda la sociedad caracteriza a las naciones establecidas a partir del siglo XVIII. Son estos mismos derechos civiles los que diferencian a las naciones de las comunidades étnicas y territoriales precedentes. Del Busto creía que el Perú era una nación nueva, mientras que Flores Galindo encontraba su origen en las etnias andinas prehispánicas. Flores creía que la historia narraba los triunfos y los fracasos de esa antigua comunidad.
Cualquiera de las dos posiciones estaba ideologizada, impregnada por distintos modelos de nacionalismo. El nacionalismo de Del Busto era conservador, inspirado en la España de Franco y las dictaduras militares latinoamericanas de derecha. El nacionalismo de Flores Galindo era de izquierda, inspirado en la revolución cubana y en los movimientos de liberación africanos. Del Busto anunciaba que la emancipación del país ya había ocurrido y culminado exitosamente con la proclamación de Independencia. Flores Galindo creía que la liberación del país era una tarea pendiente y que seguíamos presos de la herencia colonial.
La sociedad colonial no tuvo las distinciones claras que refiere Del Busto. Las Repúblicas separadas y las castas no fueron naciones ni se unieron en un proyecto unitario. En la sociedad colonial existieron distintos criterios para calificar a los hombres, sean estamentales o económicos. Entender esto significa comprender que el orden colonial transcurría entre identidades antiguas y definiciones modernas. Blancos e indios no eran sinónimos de amos y siervos o ricos y pobres o nobles y villanos. A pesar que los colonizadores españoles y sus descendientes lo desearan.
Como Flores destaca en Aristocracia y plebe, el mundo colonial no tuvo una semilla de nación sino plebe, gente llana, pueblo en el sentido de pobladores del país. La transformación del pueblo en nación requería el desarrollo de la soberanía popular, de la idea de que la población del país forma una comunidad, comparte una cultura, una tradición y aspira a lograr su autonomía y autodeterminación. Para Flores Galindo el nacionalismo se nutría del utopía andina y retomaba el anhelo milenarista como una religión civil, liberada de las esperanzas ultramundanas y que aspiraba a realizarse en esta tierra.
Del Busto veía en la nación la solución a los problemas que había planteado la Conquista. La identificación como nacionales creaba los lazos que sellaban nuestras diferencias. El problema para Del Busto surge porque el duda entre una nación basada en la soberanía popular y prefiere una nación basada en las características únicas del pueblo peruano. A pesar de que reconoció que el reconocimiento de derechos civiles era la base de la nueva República, se volvió al pasado para encontrar un fundamento étnico, racial, religioso. Para Del Busto la nación peruana se fundamentaba en el esfuerzo por crear una homogeneidad comunal a partir de elementos diferentes. Por eso reclamaba que la verdadera nación era mestiza, mezcla de razas y de culturas. Pero este modelo requería comunicación fluida entre todos los elementos constitutivos, de forma tal que la mezcla pudiera ocurrir. Para compartir una cultura y un saber comunes se necesita un espacio de encuentro, sea en las escuelas, en las elecciones, en el mercado. 
Incluso después de la proclamación de la República persistió la dualidad en la atribución de derechos. No se empleó a la educación como un mecanismo para hacer crecer a la nación sino para reducirla. 
Pocos han reparado en el contenido racista de una categoría tan usual en los recuentos censales como es la de “analfabeto”, para clasificar así –como un grupo inferior y menospreciado- a quienes ignoran el castellano. 
A través de la educación (a través de la negativa a educar a las personas) se privaba a un grupo de habitantes del país de sus derechos.

viernes, 20 de febrero de 2015

La utilidad de la historia

La historia debe servir para liberarnos del pasado y no para permanecer encerrados en "cárceles" de larga duración que son las ideas. Las creaciones del imaginario colectivo son instrumentos sobre los cuales los hombres deberían perder su control. Dominados por fantasmas, es imposible enfrentar cualquier futuro. El desafío consiste en crear nuevas ideas y nuevos mitos. Pero es evidente que tampoco se trata de tirar todo por la borda y prescindir del pasado. (Alberto Flores Galindo: Buscando un Inca
No podemos seguir creyendo que las ideas vayan a cambiar el mundo, pero cuando el mundo haya cambiado las personas buscaran otras ideas. Ninguna idea es eterna. No las buscamos por eso sino por su utilidad. Y a veces ni siquiera las buscamos, simplemente se nos ocurren. Flores Galindo en La imagen y el espejo: La historiografía peruana 1910-1986 afirmó que las pretensiones de los historiadores peruanos de elaborar una historia del Perú, donde se imponía la primacía de una de ellas, la tradición criolla, terminó conduciendo a la ruptura. Se volvió evidente la necesidad de romper el modelo especular del conocimiento establecido por los positivistas peruanos Javier Prado (1871-1921), Alejandro Deustua (1849-1945), Jorge Polar Vargas (1856-1932), Manuel González Prada (1848-1918), Mariano H. Cornejo (1866-1942), Manuel Vicente Villarán (1873-1918) y Mariano Iberico (1892-1974). Después la crisis de legitimidad de la oligarquía, se aceptó en lugar de aquel relato único la existencia de diferentes historias del Perú, tanto en el sentido de reconstrucciones alternativas de los acontecimientos, como de líneas de desarrollo de los acontecimientos mismos.
De esta manera llegamos al fin de una forma de entender la historia peruana. De 1920 a 1986, se ha pasado de la búsqueda afanosa de un alma, que era en realidad un espejo en el que se reflejaban los deseos particulares de ciertos intelectuales, al descubrimiento de los otros: el rostro múltiple de un país conformado por varias tradiciones culturales. (Alberto Flores Galindo, La imagen y el espejo, en: Revista Márgenes, Lima: No. 4, 1988. p. 78)
Flores Galindo y Del Busto proponen maneras diferentes de entender la labor del historiador. ¿Finalmente cuál es el motivo de la historia? ¿De qué trata? Para Del Busto la historia trata de hechos, de eventos entendidos como cosas, cosas que aparecen adelante nuestro, ante nosotros, antes que nosotros y que solo podemos aceptar. Para Flores Galindo la historia trata de nosotros, de nuestras acciones, los eventos son vivencias, percepciones y no cosas. Estas diferencias no se remiten a destinos distintos sino a opciones políticas divergentes. Para Del Busto somos espectadores de la historia, la vemos como el paisaje en que estamos inmersos, somos parte de ese paisaje y estamos sometidos las leyes que lo rigen. Nada hubiera espantado más a Flores Galindo que esta aceptación pasiva del pasado, porque no somos espectadores, no somos elementos en el decorado de la historia, piezas de la narración. No es que nosotros pertenezcamos a la Historia sino que la historia nos pertenece, nosotros la moldeamos, la hacemos y la rehacemos. Es nuestra historia, aunque Manuel Scorza se quejaba de que los indios habían sido botados a patadas de la historia. No debemos acercarnos al pasado con el temor a ser empequeñecido por los gigantes de la historia, por los héroes y los prohombres de la Patria, porque nadie es más dueño de la historia que otro.
Para Flores Galindo el trabajo del historiador no podía ser la repetición dogmática de una narración sacralizada. La historia la entendía como una construcción, una obra actual en marcha. Si la historia es simplemente la suma de recuerdos auténticos y verdaderos se vuelven incomprensibles los debates y las controversias. Si el conocimiento histórico es la sucesión de descubrimientos exitosos, entonces los debates del pasado deben entenderse como el enfrentamiento entre historiadores veraces y embusteros. Renunciar a comprender las raíces históricas de la historia significa cerrar y proscribir el espacio para la diferencia y la crítica. Cuando comprendemos los condicionamientos de nuestra perspectiva nos damos cuenta de que no existe una perspectiva privilegiada y eterna, guía infalible para todos los tiempos. Debemos entender que nuestras condiciones socioculturales nos dan el marco donde desarrolla nuestro conocimiento.
La postura de del Busto siempre me produjo escepticismo. Sus libros siempre los encontré sospechosos y llenos de interpretaciones interesadas (él siempre quiso que se aceptara a Pizarro como el héroe fundador del país, como modelo a seguir). Pero del Busto partió de un malentendido y de una contradicción consigo mismo. El pasado no existe como un hecho, de hecho el pasado no existe. El pasado ya fue y es inaccesible a la comprobación objetiva. Del pasado lo único que no queda es el rastro documental. Y este rastro documental depende de la suerte de que alguien haya decidido registrarlo. O que en aquel tiempo otro haya tenido el interés de registrar las acciones de otros. Y decimos interés porque es un registro interesado y parcial.
La misma historia española nos da el ejemplo más claro de ficción y manipulación en la invención y la preeminencia de Castilla. Del Buso debía saberlo, pero no lo mencionaba en sus clases. A nosotros no enseñó que Castilla fue el reino peninsular que emprendió y sostuvo el esfuerzo de la Reconquista. Se había constituido en reino en el siglo XI, cuando se coronó rey Fernando de Castilla. Sin embargo, la hegemonía de Castilla se remontaba al siglo anterior durante la vida y gesta del conde Fernán González. Pero la independencia castellana se originó aún más tempranamente, en 842, cuando fueron nombrados jueces de Castilla Nuño Rasura y Laín Calvo. Dos eruditos tan respetables como Claudio Sánchez Albornoz y Ramón Menéndez Pidal tuvieron que reconocer que se trababa de personajes ficticios y sus hechos fabulosos.Y en relación a Fernán González nos es imposible distinguir al personaje histórico y del literario. Las hazañas que cuenta el Poema de Fernán González son leyendas y cuentos destinados a proporcionar una pasado glorioso a Castilla.
Del Busto se equivocó y nos mintió al afirmar que él trataba con hechos, que exponía hechos en sus libros. El no tenía un acceso privilegiado al pasado, a los hechos del pasado, sino a los vestigios de esos hechos, a sus restos o, a veces, a sus fantasmas. Y muchas veces aceptaba y proponía un relato fantasioso porque le resultaba conveniente. Del Busto exhibe y reclama que tengamos una confianza ciega en las crónicas de la Conquista, pero eso documentos son en muchos casos problemáticos y en todos los casos insuficientes.
¿Por qué estudiamos historia? ¿Para qué nos sirve? Según Flores Galindo el motivo para estudiar historia era dar significado y orden a nuestra experiencia. El historiador justifica el orden vigente o lo critica. La labor del historiador no se desarrolla al margen de las preocupaciones de su tiempo. El escogió criticarlo, revelando la variedad de las relaciones que habían establecido los hombres, demostrando que el orden de la sociedad y sus valores no eran eternos, sino que tenían ellos mismos una historia. El trabajo del historiador no es visitar un archivo y copiar documentos. Las fuentes documentales, como cualquier otro producto de la actividad humana están sometidas al error y a la intención de sus autores. Por ello, la labor del historiador debe estar abierta al cuestionamiento y dispuesta a la corrección. No es solamente que nosotros podamos moldear nuestra historia, sino que podemos hacerlo de una forma nueva y diferente. Es verdad que a Flores Galindo no le interesaba investigar la herencia común que teníamos con España sino la diferencia que había entre nosotros, andinos, migrantes de la campo a la ciudad, migrantes de Europa, Africa y Asia a los Andes, desconocidos y en busca de conocerse, y ellos, los defensores de la herencia hispánicas, los fervientes convencidos de la única unidad nacional. Flores quería desenmascarar la falacia de que somos descendientes de los conquistadores y que por lo tanto debemos aceptar su herencia. Lo que nosotros somos lo averiguaremos, porque somos lo que sabemos, lo que creemos, lo que imaginamos.
Para Flores la historia no puede entenderse como la repetición dogmática y rígida de hechos y fechas. La historia debe entenderse como una narración en construcción, porque no existe el conocimiento absoluto. Aquellos que lo reclaman son dogmático y nos conducen a la desgracia. Los dogmatismos pueden aparecer en cualquier sociedad, en cualquier grupo. El Perú ha visto aparecer más de una vez a los propietarios de la verdad, de derecha y de izquierda. Cuando uno recorre los pueblos de Ayacucho uno puede ver los lugares donde las vidas de tantos se desvanecieron. Y no es solo que hayan muerto violentamente, sino que murieron por la arrogancia de quienes se proclamaron poseedores de la verdad, dueños de una perspectiva histórica absoluta. Ellos eran dogmáticos e ignorantes y su crimen nos recuerda lo que ocurre cuando alguien se proclama dueño de la verdad absoluta.
El estudio de la tradición es un momento indispensable para la comprensión del conocimiento histórico, pero los pensadores positivistas se negaron a cualquier revisión bajo la falacia identificar tradición y verdad. La tradición criolla se proclamaba poseedora de valores universales y eternos. Sin embargo, el Estado criollo en lugar de unirnos a todos bajo los ideales humanistas y modernos había terminado burlándose y negando la humanidad de la mayoría de los habitantes del país. Flores se interrogó sobre la relación entre los hombres andinos y un Estado que no satisfacía sus necesidades ni  valoraba sus capacidades, sino que existía como una institución extraña y opresiva que no los reconocía como ciudadanos. Los nacionales y los indios se diferenciaban por su cultura, su lengua y su color de piel. La única relación que encontró entre esos "indios" y los "blancos" era rabia. El Estado incaico había conseguido un nivel de legitimidad que nunca se repitió en este país. Pero,fue un Estado que no se planteó la necesidad de crear una nación. El mundo andino anterior a la Conquista había sido descrito como el país de Jauja, una sociedad donde nadie sufría hambre o frío, donde nadie padecía abandono por los gobernantes se preocupaban de encontrarle un lugar. El país de Jauja no fue una fantasía sino la confirmación de que otro orden social era posible. Los conquistadores lo conocieron y dejaron testimonio de él. 
El Estado colonial se impuso sobre los hombres andinos y adoptó las instituciones del Estado inca para exigirles prestaciones, pero no mantuvo las relaciones de reciprocidad y redistribución establecidas antes. Al iniciarse la República el Estado peruano seguía definiéndose como el Estado colonial, que reconocía una relación asimétrica sobre las personas bajo su jurisdicción. Era una estado patrimonial, constituido alrededor de la figura del rey y de sus representantes, remplazados ahora por los generales victoriosos. No era un Estado nacional, porque no logró transformar a los habitantes del país en ciudadanos. Tenían menos derechos quienes se encontraban más abajo en la jerarquía social. Las clases dominantes continuaban aprovechándose del Estado para dominar a los oprimidos. Este Estado no se apoyaba en el consentimiento de los hombres andinos, a los que no reconocía ni siquiera la condición de ciudadanos. Los hombres andinos tenían derechos restringidos dentro de este Estado, que incluso los trataba como un peligro interno del que defenderse. La misma situación se repitió durante los años del terrorismo: los hombres andinos, campesinos, provincianos, quechuahablantes, pobres, eran el enemigo.
En el Perú el Estado no siempre había sido así. Flores planteó que, antes de la venida de los españoles, el Estado, representado por la figura del Inca, había vivido en armonía con los hombres gobernados. Claro que el hermoso mundo prehispánico es imaginario. También en él hubo conflictos y luchas. Tal vez el país de Jauja sea una ilusión, pero la Arcadia colonial es una mentira.
La Conquista significó el fin del desarrollo independiente del mundo andino, destruyó su orden social y causó la pérdida de la libertad de sus habitantes. La Conquista inició un periodo de devastadora presencia occidental en los Andes. El poder cayó en manos de un grupo privilegiado, que condenaba a la vasta masa de hombres andinos a la pérdida del bien común que antes habían poseído. El mundo andino dejó de pertenecer a los hombres andinos y se convirtió en un mundo extraño, gobernado por leyes extrañas, un mundo en que la vida humana estaba frustrada. Flores buscaba una vía para restaurar la unidad entre el hombre andino y su mundo y sus respuestas desde un principio estuvieron orientadas por su formación religiosa. Sin embargo, la respuesta de Flores no era religiosa en el sentido católico de lo religioso. Su respuesta era filosófica en el sentido humanista, tal como el de Erasmo. Flores buscó recuperar el momento en que pensaba que había existido unidad entre el bienestar del hombre andino y la sociedad. Cuando esta unidad se perdió, la vida del hombre andino quedó a merced de las contradicciones de la sociedad. Los deseos de los hombres andinos quedaron relegados al mundo de lo imaginario, cuya libertad luchaba contra la opresión y la incertidumbre de la vida real. La labor de historiador de Flores Galindo tuvo una misión: analizar las contradicciones que encerraba la sociedad para recuperar un mundo acorde con la dignidad humana.
Es difícil afrontar la defensa del proyecto de Flores Galindo luego de la muerte de las ideologías y del fin de las utopías. 

martes, 6 de enero de 2015

El tema de la historia

Alberto Flores Galindo realizó la crítica de la sociedad peruana de su tiempo a partir de la revelación de sus raíces negativas. Ya antes Heraclio Bonilla había combatido el proyecto historiográfico tradicional en “La Independencia en el Perú”. Los dos pensaban que la definición que hicieron los ideólogos criollos de la peruanidad surgió de y significó un encubrimiento primordial: la negación de la raíz andina de este país, la negación de su historia propia y de su cultura diferente a la occidental.
Esta negación fue la causa determinante del fracaso del proyecto nacional criollo. Este proyecto, como había sido definido por Víctor Andrés Belaúnde, partía de la aceptación de lo dado y de la autoridad final de los hechos tal como existían. Del Busto heredó el proyecto tradicional y representó la culminación de la historia peruana como unitaria, cristiana e hispánica. El asumió la defensa del país tal como existía, por eso su actitud era conservadora y satisfacían su pensamiento con los hechos, renunciando a cualquier transgresión más allá del estado de cosas dado. Los historiadores oligárquicos consideraban a cualquier formación social anterior como un estadio previo de la peruanidad. No aceptaban que pudiera ser algo diferente de lo que ellos creían y se resistían a aceptar un país diferente. La historia académica nacional llegó a su término con Del Busto, de modo que en adelante cualquier avance en la comprensión del país solo de conseguirá desde fuera del proyecto nacional criollo.
Flores Galindo proponía despojar a la historia escrita por y para la oligarquía de su posición de autoridad. Intentó superar la historia como relato dogmático, como tradición eterna, revelando que sus pretendidos hechos habían sido fabricados y puestos a propósito, con una intención subyacente. La verificación histórica tradicional se basaba en la justificación racional del proceso y se sostenía en documentos escritos. Proclamaba el poder de la escritura y pretendía que toda verdad estaba en esos documentos escritos. Negaba que los documentos tuvieran una intención subyacente, oculta, y que respondieran a intereses particulares, de un grupo, de clase. José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaúnde no podía imaginar una transformación de la sociedad que significara una ruptura con el orden presente heredado de la Conquista española. Flores Galindo quería superar todo eso, pero la superación no significaba el olvido, no es dejar atrás o divorciarse de ella. Superar es sobreponerse a la enfermedad que significó la historiografía tradicional. Curarnos del proyecto tradicional no ocurre sin dejarnos una cicatriz, de modo que logramos soportar aquella ignorancia, pero aquella ignorancia nos deja una huella y determina nuestra comprensión. Nos quedamos con la imaginería tradicional, nacional, católica y conservadora pero nos sobreponemos a ella.
La utopía andina de Flores Galindo quiso ser la cura de historiografía tradicional. Buscaba el encuentro entre la historia y la posibilidad, para interrumpir el desarrollo de este orden opresivo para el hombre en nuestro país. Desde el punto de vista de la historiografía tradicional era necesario justificar/explicar el orden existente, por lo que cualquier perturbación del pasado tal como había sido consagrado por la República oligárquica resultaba una perturbación del sano progreso social y un ataque a la peruanidad. Riva Agüero quería que fuéramos regidos por el noble yugo de la verdad, pero sinceramente era el yugo de la oligarquía. Flores quiso liberarnos de la vanidad del conocimiento.
Del Busto quería que creyéramos que había inventado un instrumento mágico que nos pondría a salvo de la vorágine del tiempo. Nos quería convencer que era un aparato útil y racional, que ofrecía orden y legalidad a la historia.
Los historiadores tradicionales como Iwasaki eran conscientes de que
La voluntad de comprendernos a nosotros mismos a través de la contemplación de nuestra historia ha sido una constante en la búsqueda de una conciencia del ser nacional. 
Esta voluntad había dado origen a dos fenómenos diferentes: la conciencia histórica y la conciencia de la crisis. La conciencia histórica actualizaba lo insustituible, peculiar e individual, lo que no estaba fundado en un valor general. Para Iwasaki solamente la conciencia histórica era la manifestación auténtica de la identidad nacional. Por supuesto él y los que pensaban como él encarnaban la voluntad de comprendernos y poseían la verdadera identidad nacional mientras que sus adversarios solo tenían errores y falsedades, pura conciencia de la crisis.
La conciencia de la crisis, según Iwasaki, aparecía en momentos críticos, dando la sensación de transformación y cambio en la historia. A su entender, el problema de identidad del Perú se había producido debido a que la conciencia de la crisis se generalizó hasta ser aceptada por todos los peruanos como la conciencia histórica. La historia, según la entendía, no trataba de la transformación y cambio, sino de permanencia. Para él los historiadores que promovían el cambio, los marxistas, arruinaron al Perú al crear la falacia de la No-Nación:
De alguna manera, todo esto es lo que han hecho con la nación peruana los historiadores marxistas: convertirla en una entelequia barata y en una utopía apocalíptica. 
Luego de descalificar a todos los que se pronunciaron por la transformación y el cambio, reclamaba a los modernos sociólogos que no se limitaran a plantear el problema del Perú como nación sino que contribuyeran a su solución, a la construcción de una sociedad más libre, justa y democrática, sin dar valor a su postura crítica ni a las pretensiones de la utopía andina, una utopía socialista. Claro que construir tal sociedad solo podía hacerse reiterando el proyecto conservador.
Contra esta postura se revelaba Flores Galindo. La historiografía tradicional había basado la nación en la religión católica, el Estado centralizado y la cultura en castellano. Flores quiso abrir la narración a la conciencia de su condicionamiento histórico y protegerla contra la presuntuosa manía del relato verdadero u definitivo. La historiografía tradicional ya no podía escudarse en la antigüedad de los documentos sino que debía proporcionar una justificación histórica de si mismo. La esperanza de una sociedad más solidaria requería una práctica histórica actual para cumplirse. La práctica histórica debía declarar sus motivos. La esperanza necesitaba imaginación. Flores no dudaba en justificarse: su legitimidad partía de su anhelo de justicia. La utopía andina buscaba brotar del terreno de lo imaginario y crecer en lo actual.
El Perú en la actualidad, está viviendo quizás, lo que Europa vivió en el siglo XIX. Este último fue para el Viejo Mundo un siglo de búsqueda de la identidad nacional. (Mesa redonda: la utopía andina. Publicado en Utopía. Revistas de política y cultura. Lima. Año I Nº 1. Enero de 1990, reproducido en Kapsoli: Modernidad y tradición p. 228)
La nacionalidad no era una herencia del pasado colonial sino una labor pediente, actual, urgente. Para comprender estas afirmaciones de Flores era necesario ubicarse en el marco cultural del Perú de las décadas de 1960 y 1970. El Perú vivía el desborde popular, la transformación llevada a cabo por las migraciones del campo a la ciudad, desde los Andes hacia la Costa, el fin de la ilusión de un país hispánico en el océano Pacífico. El Perú vivía el fracaso del reformismo civil y los primeros experimentos de insurgencia comunista. El impacto de la revolución cubana era profundo, en especial entre la juventud intelectual. Ya había caído la dictadura de Odría, una de las formas más crueles y vergonzosas de tiranía militar, que había aterrorizado al país con delaciones y arrestos imprevistos. Los militares habían logrado un acuerdo con Acción Popular para impedir el ascenso del APRA al gobierno, para conseguir un gobierno civil relativamente funcional y estable. Sin embargo el resultado de este acuerdo no fue satisfactorio y finalmente las Fuerzas Armadas volvieron a tomar el control del Estado para iniciar una reforma de la sociedad desde arriba.
Durante la década de 1970 sin la oposición e incluso con cierto apoyo del Estado, creció un espíritu crítico de las condiciones de la sociedad. Públicamente el Estado cuestionaba el papel que la oligarquía había cumplido en el gobierno del país. Los problemas políticos y sociales eran discutidos en las universidades en términos contestatarios, se exaltaba la dignidad del hombre andino y su derecho a realizar su vida de acuerdo a sus propios patrones culturales. Se denunció la hegemonía de la herencia hispánica. Se celebró la consagración del quechua como lengua oficial. Se enalteció la justicia social como valor fundamental. Sin embargo, a muchos de estos jóvenes intelectuales les seguía impresionando la revolución cubana y las transformaciones sociales que había producido y les indignaba el contraste entre los potenciales sociales y la situación efectiva del país. Muchos de ellos se convencieron de que no había la menor posibilidad de que los derechos del hombre ocuparan el lugar que merecían en la sociedad existente y terminaron evolucionando hacia el extremismo de izquierda. Creyendo en la doctrina del partido como vanguardia revolucionaria abandonaron los espacios de discusión pública y se autoproclamaron la conciencia del pueblo.
Estos jóvenes rojos cantaban entonces y seguirían cantando hasta el fin de siglo canciones de protesta, harían plantones y gritarían contra los dictadores, aunque con bastante certeza se podría afirmar que todas esas protesta no hacían ninguna mella en el régimen dominante. Ellos mismos lo podían reconocer. Esto no significaba negar la posibilidad de realizar reformas en la situación existente, sino creer que ninguna de estas reformas podía alterar la real naturaleza del régimen instaurado.
Este ambiente fue propicio para la imaginación y la búsqueda de un momento en que hubiera unidad entre la racionalidad y la realidad de la vida. En esta búsqueda Flores encontró la utopía andina. La utopía andina constituyó la totalidad de proyectos del hombre andino para enfrentarse a la irrupción de Occidente. Pero el peligro reapareció porque la utopía andina fue tanto un concepto metafísico como un desarrollo histórico y, por lo mismo, permanente y variable a la vez.