lunes, 21 de octubre de 2013

Revisitando Los Funerales de Atahualpa

Los funerales de Atahualpa de Luis Montero fue la primera obra de tema histórico en la pintura del Perú independiente. Es, junto a las escenas de la guerra con Chile, la imagen más difundida del arte republicano. Montero realizó este cuadro durante su última estadía en Italia, en Florencia. Se basó en un pasaje de la Historia de la conquista del Perú de William H. Prescott, que narraba el funeral de Atahualpa. El pintor representó el momento en que las mujeres del difunto Inca ingresaban en el recinto donde se exponía su cadáver y reclamaban ser enterradas junto a él:
se celebraron sus exequias con gran solemnidad. Pizarro y los principales caballeros asistieron de luto, y las tropas escucharon con devota atención el oficio de difuntos, que celebró el padre Valverde. Interrumpieron la ceremonia muchos gritos y sollozos que se oyeron a las puertas de la iglesia, las cuales abriéndose de repente, dieron entrada a gran número de indias esposas y hermanas del difunto, que invadiendo la gran nave, rodearon el cuerpo diciendo que no era aquél el modo de celebrar los funerales de un inca y declarando su intención de sacrificarse sobre su tumba... Después las intimaron que se saliesen de la iglesia, y muchas de ellas al retirarse se suicidaron con la vana esperanza de acompañar a su amado señor en las brillantes mansiones del sol. (William H. Prescott. Historia de la conquista del Perú. p. 396)
Montero realizó Los funerales de Atahualpa bajo el influjo del neoclasicismo y del arte académico. El ascenso de la modernidad en el siglo XVIII produjo un cambio en los ideales estéticos. El arte también debió volverse ilustrado y cumplir un rol positivo en la construcción de la sociedad. El estilo clásico surgido en la segunda mitad del siglo XVIII estaba imbuido de un afán educativo. El arte ya no debía cumplir una función religiosa o estar dedicado a la exaltación del poder sino que debía ser una herramienta de formación cívica. La burguesía en ascenso deseaba un arte moralizante que reflejara sus propios valores. El artista neoclásico dejó de ser un artesano y se convirtió en un educador. El artista neoclásico debía enaltecer a la virtud, ridiculizar los vicios y remplazar la moral religiosa por una ética cívica. Ya no debía buscarse los ejemplos de conducta en la Biblia, criticada por la Ilustración, sino en la historia, especialmente en la Antigüedad. Debido a la importancia del nuevo rol del artista, su formación ya no podía quedar al azar, sino que debía realizarse en un establecimiento creado especialmente, la Academia de Bellas Artes. Paulatinamente las Academias fueron remplazando a los talleres tradicionales como centros de formación artística. La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se estableció en 1752. Las Academias funcionaron como centros de difusión del estilo neoclásico y de las teorías artísticas de Johann Joachim Wickelmenn, Gotthold Lessing y Francesco Milizia. 
El afán educativo neoclásico tuvo como vehículo de difusión los nuevos museos abiertos al público, donde la gente común podía conocer las obras de la Antigüedad y los trabajos de los artistas modernos. Los museos surgieron como repositorios para las obras a las que se les reconocía valor y absorbieron a las colecciones privadas reales y de la nobleza. El arte rococó, que había sido patrocinado por la aristocracia fue rechazado como afectado y decadente. Frente a la frivolidad e indisciplina del rococó se le opuso la poética racional y ética del neoclásico. Los pintores neoclásicos debían abandonar toda insinuación trivial o erótica a favor del tono racional y didáctica. Se tomaron especialmente temas de la antigua Roma, magníficos ejemplos de las virtud cívicas de los romanos que contrastaban con la degradación actual.. la Revolución francesa convirtió al arte neoclásico en propaganda, destinada a promocionar los nuevos valores ciudadanos y exaltar a la nueva República. 
La formación de Montero se realizó en el espíritu neoclásico. Cuando nuestro pintor viajó a Italia hacía largo tiempo que el Neoclásico había madura. Montero estudió los grandes ejemplos del pasado (su Venus dormida recuerda a la Venus del espejo de Velázquez) y compartió el principio de que la pintura histórica debía ser considerada de mayor jerarquía, muy por encima del paisaje y del retrato. Montero viajó a Italia becado por el general Ramón Castilla para estudiar en la Academia de Pintura de Florencia. Al regresar a Perú se hizo cargo de la Academia de Pintura, puesto que luego dejó para continuar sus estudios en Italia con una nueva beca del general Rufino Echenique. Esta segunda estadía en Italia fue bastante desafortunada, debido a sus precarias condiciones de vida. Tras muchas dificultades pudo volver a América. Viajó a Cuba, donde se casó y permaneció tres años. Luego regresó a Perú y tras una breve estadía en la capital, emprendió un tercer y último viaje a Italia, donde Florencia se había convertido en la capital del nuevo reino desde 1865. Fue durante esta tercera estadía italiana que realizó Los funerales de Atahualpa. Terminó la obra en 1867 y viajó con ella a Lima. Existió una gran expectativa ante su llegada y unas quince mil personas acudieron a su exposición en 1868. Muy pronto la obra fue apropiada como imagen oficial. En 1879 se la empleó como fondo para un billete.
Después de la guerra de Independencia, la pintura nacional intentó reanudad sus actividades. Aun existían las tradiciones previas, del siglo XVIII, desarrolladas por la Escuela Cusqueña, pero empezaban a imponerse nuevas influencias europeas. Montero acometió el reto de iniciar la pintura neoclásica en Perú. 
La obra de Montero refiere a las David y de José Madrazo: La muerte de Sócrates y La muerte de Viriato. La pintura académica desde muy temprano había cultivado el género clásico de la pintura de la Antigüedad 
En relación a la importancia de lo narrado agiganta sus dimensiones hasta 350 x 430 cm. Dentro de ella aparecen una muchedumbre de figuras. Montero había asumido la doctrina neoclásica y buscó exaltar el patriotismo de la naciente República. Su obra no está pensada para la exhibición privada, sino pública. Pública en la medida en que los videntes de la obra la apreciarán en un espacio cívico público (un museo o una institución estatal) sino que lo harán cumpliendo el rol de funcionarios públicos.  
Montero ilustró el origen del país mostrando el valor superior de la herencia hispana sobre la tradición india. Organizó el espacio del cuadro en dos zonas casi incompatibles, separadas por los elementos arquitectónicos (la columna central y las hornacinas que presiden dos espacios). Contrapuso dos visiones diferentes, reuniendo y separando a los personajes en una composición que avanzaba de izquierda a derecha, siguiendo una narración lógica y clara, incluso temporal. Los perfiles definidos y una luz originada desde la izquierda nos llevan en progresión al orden, mientras que las figuras dejan de contorsionarse para adquirir la cualidad de estatuas. Los conquistadores son presentados con aire de dignidad. Salvo el inca muerto, todos los hombres son españoles y todas las mujeres son indias. Sin embargo, solamente el inca tiene rasgos andinos. La perfección en el tratamiento de su cadáver la consiguió Montero aprovechando el fallecimiento de un trabajador de la embajada peruana en Italia. Este trabajador, apellidado Tinajeros, era un hombre andino y Montero hizo varios estudios de su rostro que luego utilizó para Los funerales de Atahualpa. Todos los españoles se encuentran en una posición dominante, en el lado correcto de la escena, algunos armados, otros investidos de la autoridad religiosa, rodeando el cuerpo del inca. La luz ingresa desde la esquina superior izquierda, siguiendo el sentido occidental de lectura, de izquierda a derecha, conduce hacia ellos. Las dos mitades del cuadro están separadas por la presencia del cristianismo, representado por los dominicos. Una mirada más atenta descubre que las mujeres son supuestamente indígenas. Las supuestas mujeres nativas son por su físico y por su vestimenta mujeres europeas. Ellas asumen una posición inferior, y aparecen suplicantes e incapaces de lograr lo que desean. Intentan llegar hasta el cadáver pero los españoles las detienen y las rechazan. Un sacerdote en el centro de la escena cierra el paso a las mujeres: respaldado por lanzas y alabardas detrás suyo, con la mano en alto hace el gesto de negar el permiso de acercarse al cadáver. Las mujeres vienen a llorar a su inca muerto y se abalanzan adelante. Los soldados contienen al grupo desordenado de mujeres que interrumpen la ceremonia religiosa. Las reprimen violentamente: justo delante del grupo de indias un hombre con coraza aferra los cabellos de una mujer caída y empuja a otra con la mano derecha. Detrás suyo otro español forcejea con otra mujer y un tercero atrapa a una tercera. Más atrás, un cuarto español empuja a las mujeres con el pomo de su lanza. En el extremo de la derecha, un Pizarro en pose mayestática, observa desde lejos el tumulto. Estas mujeres muestran ya los rasgos definitorios de su futura desgracia: su condición femenina, india y, dentro de unos años, su pobreza. Ellas van a ser despojadas de su mundo, no sólo del actual, sino también de su historia: los españoles rodean el cadáver y niegan a la gente andina el acceso al pasado. Lo van a reescribir. Toda la escena transmite una sensación de extrañamiento y frialdad, da la impresión de un montaje teatral, donde va a tener lugar una representación, una demostración más de que la violencia es la garantía del orden. Montero usa correctamente el principio de aislamiento de las partes del neoclasicismo. El cuadro está claramente dividido en dos zonas y dos grupos: mujeres indígenas y hombres occidentales. Nosotros no percibimos relación entre ellos, incluso algunos españoles se conviertes en estatuas autónomas, indiferentes a lo que ocurre en la escena. Esta separación de elementos es una de las marcas compositivas del neoclásico. Por ejemplo, en el Juramento de los Horacios de David los jóvenes guerreros están espacial y formalmente separados y opuestos a las mujeres sollozantes. El pintor opone la energía viril de los hombres a la sufrida languidez de las mujeres. Montero hace lo mismo: contrasta la debilidad natural, el sentimentalismo y el alboroto de las mujeres con la calidad espartana, la autoridad y el orden de los hombres.
El cuadro separara al país en dos: el lado occidental, representado por los conquistadores, dominantes, viriles, heroicos; y el lado andino, representado por las mujeres, subordinadas, emotivas, plañideras, histéricas, Montero no solo propone una separación sexual de roles sino también una separación étnica: los hombres someten a las mujeres, ellos ejecutan las acciones mientras que las mujeres soportan las consecuencias, pero también puede entenderse que los occidentales dominan la situación y los andinos deben someterse. La asignación de los roles de españoles a los hombres y andinos a las mujeres insinúa la violencia sexual de la Conquista. Los nuevos amos van a disponer a su antojo de las mujeres. Ellas (el país) se van a convertir en un despojo para el vencedor. La asimetría de la composición, la asimetría en la visibilidad refleja la distribución del poder.De acuerdo a la propuesta de Foucault, la instrumentalización de la razón ha llevado a identificar poder y visión. El poder se ejercer viendo, viéndolo todo: los sometidos quedan bajo su supervisión, deben presentarse para ser vistos y la peor desgracia es convertirse en invisibles para el poderoso. Lejos del poder se encuentra lo que es visto (las mujeres) y más lejos aún lo que no se ve, lo que se vuelve invisible. A pesar del nombre, el personaje central del cuadro no es Atahualpa: el ha quedado oculto, símbolo del mundo andino que se irá volviendo invisible para la República aristocrática. 
Montero articula articula su obra en base a la disociación entre quien ve y quien no ve, entre quien es visto y quien no. El funeral es una obra teatral. Al mostrar a Atahualpa, un rey, caido, nos obliga a desechar cierto orden y un sistema de valores. Atahualpa difunto ha dejado de ver y no puede establecer ningún contacto con los otros personajes de la escena. Pizarro, vidente del grupo de mujeres que irrumpen, domina la escena. Atahualpa, muerto, incapaz de ver más, no conserva ninguna potencia: se ha transformado en un objeto que pasa desapercibido ante la imperiosa presencia del actor principal de la historia, Pizarro. Este ve a las mujeres del Inca pero no quiere ver ya su sentimiento: por eso mandar echarlas del lugar. El pathos que él muestra es el que se impone: frente a la muerte de Atahualpa no debemos mostrar compasión, porque es la muerte de otro, de un extraño. Se participa en sus exequias por civilidad, sin emoción. La visión de Pizarro está cegada para la emoción de los andinos. Los funerales que el presencia son solamente un espectáculo, una representación: lo andino está muerto. 
Escribía Kapsoli que
Los Funerales de Atahualpa, de Luis Montero (s. XIX), es una pintura extraordinaria que tiene por objeto "sepultar al pasado indígena decorosamente". (Kapsoli: Modernidad y tradición, p. 207)
En el extremo del cuadro, el niño que acompaña a las mujeres se viste con un posible uncu incaico. Si se acepta que el niño es un indígena, el cuadro podría transmitir el siguiente mensaje: la cultura andina como fuerza principal del Perú está muerta; los occidentales, primero los españoles y luego sus herederos, los criollos, asumen el control del país y construyen una nación para el futuro; lo indígena está presente para ser negado (las mujeres que abandonan sus rasgos andinos y asumen las formas occidentales) o para ser guiado y protegido como un menor de edad (el niño). Pero más perversa resulta la obra si pensamos que el niño es un mestizo: hijo forzado de esta convivencia que los conquistadores han impuesto. La actitud paternalista del conquistador Francisco Pizarro domina la escena y cuenta su historia de las relaciones entre blancos e indios. Se tiene la impresión que:
… es una manera de afirmar que en el Perú la vertiente fundamental de la cultura es española. Mestizaje no significa equilibrio sino imposición de unos sobre otros. El discurso sobre el pasado sirve para afirmar el predominio… (Flores Galindo: Buscando un inca, p. 70)
Los Funerales de Atahualpa son una imagen elocuente de la dominación de los Andes por Occidente. Las mujeres del Inca, representante del mundo andino, están destinadas al sometimiento, al uso sexual, a la reproducción incluso a la transformación racial (dejan de ser indias para convertirse en blancas). Los españoles quedan investidos del poder: mandato patriarcal, potencia sexual, autoridad política, dominio cultural. Su sector del cuadro está lleno de signos de poder. poses enérgicas, armas, ropas vistosas. Francisco Pizarro es viejo pero vigoroso, se para firmemente, derecho y mira directamente. Detrás suyo, su hermano Hernando Pizarro repite sus facciones y su mirada, dando a entender que el dominio de los conquistadores no tendrán fin. Ellos tendrán descendencia y anticipamos la sustitución de un héroe por otro. En cambio Montero resalta la debilidad del sector indio en la inestabilidad de sus posturas, con los brazos y piernas doblados mientras sus cuerpos se desvanecen, sus vestidos caen y quedan expuestas ante el conquistador. Son solamente víctimas, objetos marginados del poder y sometidas a la supervisión. Las mujeres del Inca no hablan, suplican; sus ojos no ven, imploran. Ellas se han convertido en botín que los nuevos amos reparten de acuerdo a su jerarquía. Su condición queda degradada casi a la del animal, que se llevan de aquí para allá, se entrega o se vende. Francisco Pizarro tomó a dos de ellas para sí: a Cuxirimay Ocllo (cristianada como Angelina Yupanqui) y a Quispe Sisa (cristiana como INés Huaylas Yupanqui) 
Montero se negó a representar la ejecución misma de Atahualpa, el instante sádico y morboso en que lo estrangulan. El inca, muerto y mudo, no puede decir nada. Los occidentales, el pintor mismo, disfrutan de su control de la situación y no ocultan su ignorancia del mundo andino. Los occidentales escriben a su gusto y conveniencia el episodio y toda la historia andina. El pintor oculta la violencia criminal y salvaje de los conquistadores debajo de un ropaje heroico y contenido. La actitud de Pizarro es tranquila, su presencia busca refrenar los impulsos de la gente andina. Pero el pintor no está ocultando algo: este hombre tan calmado y ceremonioso, preocupado en celebrar las honras fúnebres de Atahualpa, es su asesino. Es Pizarro quien mandó matar al inca, luego de una pantomima de juicio que el mismo presidió. El cuadro, deteniéndose en la ceremonia del funeral (la puesta en escena por la que despedimos al muerto) quiere esconder la violencia del crimen, la violencia de la Conquista.  
Los españoles avanzan desde la derecha y arrinconan a las mujeres andinas en un espacio cada vez más reducido a la izquierda, casi empujándolas fuera del cuarto. El mismo cuarto es despojado de rasgos andino: lo único que puede identificarse como incaico son las hornacinas trapezoidales. La escena es violenta y tensa, muy diferente a la brutalidad de la ejecución de Atahualpa grabada por de Bry. Los funerales de Atahualpa, pese a inspirarse en la narración de Prescott, ha perdido el carácter narrativo para convertirse en la instantánea de un momento dramático. La representación del pasado deja de mostrarse como una devenir para presentarse como la sucesión de escenas fijas y fijadas. De esta manera concilia un proyecto antihistórico, conservador del orden existente, con la exaltación aparente de la historia. La elección de los grandes momentos de la historia establece las pautas para la lectura de la historia. Escenas dramática y relato dramático surgen como un discurso totalitario que justifica el orden establecido. Con la Independencia se fundó una República, pro se le ha negado la condición de ciudadanos a la mayoría de los habitantes del país.
Se podía entender a Los funerales de Atahualpa como la apropiación y la manipulación del pasado por la República criolla. El cuadro rompía con el pasado andino realmente y metafóricamente. El pasado incaico era empleado retóricamente por la República criolla para fundamentarse. Montero, nacido en la costa norte, viajero por Europa, tenía una concepción de la pintura radicalmente diferente de los talleres coloniales, asentados en ciudades de la sierra, y sobre todo de la escuela cusqueña. Tan sólo treinta años antes, Marcos Chillitupa Chávez había pintado su Genealogía de los incas, una de las últimas obras de la escuela cusqueña y del renacimiento inca, del mismo estilo que la anónima Sucesión de los incas y los reyes españoles del Perú de 1725. Estas genealogías pictóricas habían buscado conciliar el pasado prehispánico y el dominio español en Perú, poniendo en condición de igualdad a los monarcas andinos y a los europeos. Ahora, en la obra de Montero, los hombres andinos perdían sus prerrogativas y eran expulsados de la escena. La obra de Montero fue una ruptura con la tradición pictórica andina. La pintura peruana no recuperaría la figura del hombre andino hasta la aparición del indigenismo. 
El fondo del cuadro es fantasioso, como lo eran los grabados del holandés Theodore de Bry o de Marcantonio Raimondi. Los grabados de Bry mostraban escaso rigor histórico y tenían más valor como testimonio de la percepción occidental del mundo andino. Estos grabados presentaban al mundo andino en el imaginario europeo con rasgos salvajes y civilizados. Otros grabadores otorgaron a la sociedad andina rasgos de la antigüedad clásica, equiparándose el Tahuantinsuyo al Imperio romano, pero también de la Europa de su tiempo, mostrando ciudades similares. Sin embargo, los hombres andinos fueron vistos como salvajes, aparecían desnudos y sin vergüenza de su desnudez. Los edificios y los bienes representados eran occidentales antes que andinos. Pero en el cuadro de Montero el fondo queda sumido en las oscuridad, indicando el final de la curiosidad que alguna vez produjo el mundo andino en los cristianos.
Los Funerales de Atahualpa describen una visión del país, la visión de un criollo urbano, costeño, letrado, asalariado del nuevo Estado. Pero Montero no solo está retratando a incas y conquistadores sino que retrata una forma de ver hecha desde un punto de vista particular. La impresión que deja el cuadro es desconcertante: una joven República, creada bajo los ideales libertarios, termina comisionando una obra racista, sexista y autoritaria. El cuadro es una tragedia, muestra a la humanidad dividida por barreras de género, de raza y por la guerra. Es una tragedia porque los héroes a los que se exalta, Pizarro y su hueste, son asesinos a sangre fría. Es contradictorio que se le quiera atribuir el rol de fundador de la nación a un destructor. Incluso si creía en los ideales que predicaron Porras y del Busto (la civilización de los salvajes, la propagación de la verdadera fe, la incorporación del país a la historia universal), su idealismo no deja de ser cruel. Es trágico porque nos impone esta forma de ver y nos hace aceptar este principio de alteridad que deforma al mundo.
¿Montero compartía esta visión del mundo o solo deba testimonio de ella?









domingo, 20 de octubre de 2013

Las imagenes de los incas

El 16 de noviembre de 1532 los conquistadores apresaron en la plaza de Cajamarca al inca Atahualpa. Se desconoce la fecha exacta de su ejecución, pero si la forma como fue llevada a cabo: por garrote vil. El cadáver del inca fue enterrado por los españoles en Cajamarca, pero los indígenas lo desenterraron para honrarlo según sus ritos.
Los cronistas registraron la imagen de un Atahualpa admirable. Hernando Pizarro describió su primer encuentro con él de esta manera:
Estaba sentado en un duho, con toda majestad del mundo, cercado de todas sus mujeres, y muchos principales cerca de él. (Winston Orrillo. Antología general de la prosa en el Perú. Lima: Ecoma, 1971, p. 32)
La imagen de Atahualpa apareció tempranamente en la pintura. El capitán Diego de Mora retrató al inca durante su prisión, pero este único retrato auténtico del inca se perdió. Todos los grabados y pinturas que retratan a Atahualpa son imaginarios. Sin embargo los cronistas hicieron descripciones. Se sabe que tenía entre treinta y treinta y dos años. Pedro Pizarro señaló que el inca era de buena presencia, mediano de carnes, con el rostro grave y los ojos encarnizados. Llevaba el cabello muy corto y tenía una oreja rota.
En 1534 se publicaron La conquista del Perú llamada Nueva Castilla de Cristóbal de Mena y la Verdadera relación de la conquista del Perú de Francisco de Xerez. En ambas crónicas se empleó el mismo grabado del requerimiento. El inca y sus súbditos aparecían en ellos como gente salvaje.
En 1572, el virrey Toledo envió al rey Felipe II cuatro paños pintados por artistas cusqueños. Estos paños representaban a los soberanos incas hasta Huayna Cápac y además sus descendientes, pero no incluían a Atahualpa. Estas pinturas fueron destruidas en el incendio de la Casa del Tesoro del Alcázar de Madrid en 1734. Antonio de Herrera se habría inspirado en ellas para el grabado que ilustra la Década Quinta de la Historia General de los Hechos de los Castellanos de 1615. En esta serie también está ausente Atahualpa, debido a que fue considerado por muchos autores como un inca ilegítimo.
En 1598 se publicó en Francfort una versión latina de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de Las Casas. La versión incluía grabados de Theodore de Bry, a partir de los dibujos de J. De Winghe. Estos dibujos reforzaban el carácter de denuncia del texto. En el grabado de Atahualpa, se observa en primer plano la ejecución del inca por la pena del garrote. En plano medio Atahualpa negocia su rescate con Pizarro. Finalmente, en último plano, a través de una ventana, se observa la captura del inca.
El traje del inca era sencillo y sus súbditos aparecían desnudos, armados con lanzas, arcos y escudos. El grabado coincidía con el texto de Las Casas. El cronista escribió que Atahualpa estaba acompañado por mucha gente desnuda. Las Casas describió a los indígenas desnudos para hacer más notorio el abuso que cometían los conquistadores, atacando a gente indefensa.
Guamán Poma dibujó a Atahualpa en cuatro láminas: En los baños estaba Atahualpa incaAtahualpa está en la ciudad de Cajamarca en su trono usnoPreso Atahualpa inca y el conocido Córtale la cabeza a Atahualpa inca.
El segundo dibujo representaba el requerimiento. Atahualpa aparecía con su chuco, plumas, mascaipacha y orejeras, el cabello corto, llevando en la mano derecha el champi y en la izquierda el escudo. Vestía un uncu decorado con una franja central de tocapus.
El cuarto dibujo mostraba al verdugo degollando al inca. Este grabado es históricamente inexacto, ya que Atahualpa fue estrangulado. El inca decapitado fue Túpac Amaru, en 1572. Sin embargo, en el imaginario colectivo se creyó en la decapitación de Atahualpa.  Una versión del mito de Inkari dice:
... Pizarro lo mató con armas, balas, Inkari solo tenía huaraca. Le cortó la cabeza y la mandó a España. Su cuerpo quedo aquí.


En la Degollación de Don Juan Atahuallpa en Cajamarca, pintura anónima conservada en el Museo de la Universidad del Cusco, se repite la escena de la decapitación.

jueves, 17 de octubre de 2013

La muerte de Atahualpa

En el prólogo a Atau Huallpac puchucacuininpa huancan o Tragedia del fin de Atahuallpa de 1957, Jesús Lara, estudioso boliviano de la literatura popular andina, narró las circunstancias en que llegaron a sus manos los manuscritos de dos obras sobre la captura y ejecución del último Inca. Contó que un joven de Potosí lo contactó un día para ofrecerle un manuscrito, fechado en Chayanta en marzo de 1871. Lara lo consideró un gran hallazgo. Después de analizar las características lingüísticas y la trama, concluyó que la obra era de factura india, ya que sólo un autor andino podía reflejar el funesto significado de la presencia de los españoles para Atahualpa y para los hombres andinos. Solamente alguien que contara la visión de los vencidos podía haber logrado una descripción verídica de la desolación que produjo entre los hombres andinos la caída del inca. Lara creía que el texto debió componerse en los primeros años de la Conquista por algún amauta superviviente de la catástrofe. Otros investigadores no han compartido esta opinión. En Nacimiento de una utopía, Manuel Burga argumentó convincentemente que la tragedia debió aparecer después de la segunda mitad del siglo XVII, como una formas de expresión de la naciente utopía andina, que tenía como objetivo revalorar lo andino, despertar un orgullo por el pasado inca, criticar a los conquistadores y construir una identidad nativa en un momento en que no existía la noción de lo peruano. Esta identidad andina homogénea y homogenizante no existió en el mundo multiétnico y multicultural del Tawantinsuyo. La pretendida pureza de la lengua usada revelaba el carácter artificial de reconstrucción a posteriori de un pasado prehispánico idealizado.
En 1952, varios años antes del descubrimiento de la tragedia, Lara había acudido a la representación de una pieza titulada Relato del Inca. Esta obra era semejante a una pieza recitada bailable que se ejecutaba todos los años en el pueblo de Toco (Cochabamba), con ocasión de sus fiestas patronales. La danza de Toco fue recogida por Mario Unzueta en una de su novela Valle, en la cual incluyó una descripción detallada de la fiesta e incluyó el guión de la danza. La obra estaba compuesta en prosa y comenzaba en la corte del rey de España con un diálogo en idioma castellano, para luego trasladarse a tierras del Perú, donde los personajes indígenas empleaban el quechua y los españoles el castellano. A excepción de la escena de la corte española, la pieza era similar a la de Toco.
Lara consultó a los actores sobre las características de la obra y ellos le informaron que esta obra se representaba desde hacía siglos es San Pedro de Buena Vista, un pueblo cercano a Potosí, durante la celebración del Año Nuevo. Un manuscrito, copia de otro documento más antiguo, hacía las veces de guión. Debido a que el Relato del inca se iniciaba en la corte española y era bilingüe, no se lo había considerado original. Lara comparó estas dos piezas y atribuyó a la danza de Toco, a la trascripción conocida a través de la novela de Unzueta, el valor de texto original, mientras que el Relato del inca fue considerado como una obra alterada. Lara no pensaba que pudieran existir versiones diferentes y válidas ni haber muchas variantes de la historia de Atahualpa, sin que una de ellas debiera ser considerada como la auténtica.
Jesús Lara era consciente del desprecio y de la ignorancia que la población hispanohablante, incluidos muchos intelectuales, podía manifestar hacia la cultura popular andina. Lara insistió en que la literatura quechua, desde aquella anterior a la Conquista hasta la actual, merecía el mismo respeto otorgado a la llamada literatura culta escrita, por lo que trataba a los fenómenos orales como si fuesen textos escritos.
Lara y  Unzueta investigaron las manifestaciones folklóricas contemporáneas en las que se representaba la muerte del Inca. Por otra parte, el mito de Inkarrí, una representación colectiva de la muerte de Atahualpa, tanto un mito de origen como una utopía mesiánica, había sido ampliamente documentado desde 1955. El Inka Rey apareció como una divinidad híbrida con atributos extraídos tanto de Jesucristo como del Inca Atahualpa o de Tupac Amaru, que había sido descuartizada por Españarrí, Pizarro, el Inka español o el Presidente. Las partes de su cuerpo estaban enterradas en diversos lugares; pero su cabeza continuaba creciendo y, esperando el momento en que llegara a recomponerse todo su cuerpo. Cuando esto ocurriera se produciría un nuevo pachacuti o inversión del mundo y volvería a prevalecer el orden inca.
El Viejo Mundo poseía una larga tradición mítica sobre decapitaciones. En la mitología griega, Orfeo fue hijo de la musa Calíope y de Apolo, dios de la música, y tuvo el don de la excelencia en la música. Cuando tocaba y cantaba, conmovía a todos los seres, tanto animados como inanimados. Orfeo amó infelizmente a la ninfa Eurídice. Poco después de su boda, Eurídice fue mordida por una víbora y murió. Adolorido, Orfeo descendió al mundo subterráneo para buscarla y llevarla de regreso al mundo de los vivos. Orfeo cantó a Hades, rey del mundo subterráneo, su dolor por la muerte de Eurídice y él aceptó devolverla a la vida, con la condición de que él no mirara hacia atrás mientras regresaban al mundo de los vivos. Orfeo no pudo dominar su ansiedad, y casi al llegar al reino de los vivos giró la cabeza, por lo que Eurídice se desvaneció. Desesperado, Orfeo huyó y vagó por el mundo, tocando para las rocas, los árboles y los ríos. Finalmente, un grupo de bacantes tracias se encontraron con él, lo mataron y devoraron su cuerpo. Arrojaron su cabeza al río Hebro, que continuó llamando a Eurídice. Su cabeza alcanzó finalmente la costa de Lesbos, donde las musas lo sepultaron.
La historia de Judit se incluye aparece en los libros deuterocanónicos. El libro de Judit narra que el rey Nabucodonosor  envió al general Holofernes a castigar a los pueblos que se negaron a unírsele en su guerra contra los medos. Holofernes marchó contra ellos y los sometió, a excepción de los israelitas. Sitió a los israelitas en la ciudad de Betulia, próxima a Jerusalén. Judit, una piadosa y hermosa viuda, se ofreció para salvar la ciudad. Fue al campamento asirio, pretendiendo ser una informante contra su propio pueblo, y atrajo la atención de Holofernes. El invitó a Judit a un banquete en su tienda, pero se embriagó y quedó dormido. Judit aprovechó la oportunidad para decapitarlo y regresó a Betulia llevando la cabeza del enemigo. Los israelitas se enardecieron y atacaron a los asirios, derrotándolos y poniéndolos en fuga. Judit dirigió al pueblo en la celebración de la victoria y marcharon todos a Jerusalén para ofrendar una acción de gracias.
San Juan Bautista, hijo de Zacarías y de Isabel, y sobrino de María, madre de Jesús, también fue decapitado. Juan había sido consagrado desde su nacimiento como nazareo. Al llegar a la adultez predicó penitencia en los alrededores del río Jordán ante la inminente llegada del Mesías. Bautizó a los penitentes con agua como símbolo de purificación. Al bautizar a Jesús lo reconoció como Mesías. Juan enfureció a Herodes Antipas, tetrarca de Judea, al denunciar su matrimonio con Herodías, viuda de su hermanastro Herodes, y fue encarcelado (Lucas 3, 1-20).  Los Evangelios narran el episodio que condujo a la muerte de Juan: Salomé danzó durante el banquete de cumpleaños de su padrastro Herodes Antipas y le causó tanto agrado que éste le ofreció cualquier cosa que desease, incluso la mitad de sus dominios. Herodías, madre de Salomé, deseaba la muerte de Juan por haber condenado su matrimonio con el hermanastro de su primer esposo, y convenció a su hija para que pidiera la cabeza de Juan. Herodes mandó decapitar a Juan para cumplir su promesa (Mateo 14, 3-11).
Las cabezas decapitadas poseían en el Mundo Antiguo capacidades proféticas. Pero también el mundo andino prehispánico había conocido el culto de los decapitados, representados en la iconografía de Chavín, de Tiahuanaco o mochica. El mismo Huaman Poma dibujó la decapitación de Atahuallpa. Antiguos dioses andinos presentes en la  cerámica moche o nasca mostraban cabezas trofeo, aunque se desconoce el significado de las decapitaciones.
La historiografía nacional desarrollada por las elites criollas durante la Independencia y continuada hasta José de la Riva-Agüero, Raúl Porras Barnechea e incluso Jorge Basadre y sus últimos representante como Fernando Iwasaki había dedicado poca o ninguna atención al desarrollo de la sociedad andina y del mundo campesino, privilegiando la historia de los acontecimientos políticos. Ninguno de ellos investigó las formas prehispánicas para buscar sus símbolos y descubrir la continuidad después de la Conquista. Los funerales de Atahualpa fue una de las pocas ocasiones en que el mundo andino hizo acto de presencia en el mundo criollo, pero sin recurrir a ningún símbolo andino.
Recién en el siglo XX Julio C. Tello y John H. Rowe iniciaron la investigación del mundo andino prehispánico y la labor arqueológica moderna en Perú, buscando caracterizar a las sociedades andinas a partir de los materiales que habían dejado. Tello destacó el carácter original y autóctono de la cultura andina, que se había desarrollado independientemente de cualquier otra civilización. A largo plazo Tello y Rowe promoverían los estudios antropológicos en el país, buscando establecer un discurso histórico donde la antropología permitiera una mejor comprensión de las características de las sociedades andinas. Rowe, Tello y, más adelante, Murra y Zuidema revelaron los principios básicos del funcionamiento económico, político y simbólico de las comunidades andinas. Sus estudios tuvieron como consecuencia la revalorización de las sociedades andinas, particularmente de la inca.
Antes que ellos, algunos cronistas también tuvieron una valoración positiva de las sociedades andinas. En los tres libros de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León desarrolló la historia prehispánica y la historia de la Conquista bajo el esquema de una tragedia, consumada al final por la ruptura entre los socios Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Para Cieza, Francisco Pizarro fue el héroe indiscutible de la Conquista del Perú, pero su hazaña fue asediaba insistentemente por el mal y terminó degradándose progresivamente, fracasando como empresa evangélica y pacífica. Cieza había deseado que sus héroes, los conquistadores, hubieran sido verdaderos caballeros cristianos, mientras que sus enemigos fueran malos, pero no quiso ignorar la realidad y aceptó que muchas veces el bien cambió de bando, denunciando los excesos y las crueldades de los conquistadores y alabando las virtudes y la nobleza de los indios.
Que por cierto no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buena orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas, y nosotros, siendo chripstianos, hayamos destruidos tantos reinos; porque, por donde quiera que han pasado chripstianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando. (El Señorío de los Incas, cap. XXII, p. 87)
Los cronistas indios y mestizos de inicios del siglo XVII, como Felipe Guaman Poma y Garcilaso de la Vega, habiendo vivido esta tragedia, idealizaron la sociedad andina. Garcilaso, lector de Cieza, describió al inca como un gobernante Huacchacuyac, amante de los pobres. El ofreció la imagen de un estado benefactor, que resumía principios andinos de reciprocidad y redistribución. Describió una sociedad andina armónica y exaltó las relaciones de justicia y solidaridad que legitimaba la existencia del estado inca ante los grupos étnicos sometidos y conquistados por los cusqueños. La ideología y la tecnología estatal se mostraban como una realidad seductora para los historiadores modernos.
La idealización del pasado andino se difundió y pronto comenzó a circular la esperanza del regreso del inca, de trasfondo milenarista, elaborada a partir del recuerdo de la muerte de Atahualpa, a veces confundido con la ejecución de Túpac Amaru I, y que finalmente habría hecho posible el desarrollado un nacionalismo inca entre fines del siglo XVII e inicios del XVIII. Rowe que había estudiado los linajes incas sobrevivientes en el siglo XVIII y las conexiones reales o pretendidas que establecieron entre los incas y su situación actual, abrió la puerta a una nueva interpretación de la Gran Rebelión andina.
En 1987 Teodoro Meneses publicó La muerte de Atahuallpa, un drama quechua anónimo. Un año después Luis Millones publicó El Inca por una coya. Historia de un drama popular en los Andes peruanos. En Actores de altura, publicado en 1992, analizaba esta misma representación escenificada durante la fiesta patronal del Patrón Santiago de Carhuamayo, en Junín. Millones recogió información en esta población, la que le sirvió de fuente para la publicación de Dioses Familiares en 1999. Después se multiplicaron los estudios, por ejemplo el de Gisela Cánepa Koch sobre las danzas de Cajamarca, los Chunchu y las Palla, donde describió la transformación sufrida por esta representación en las regiones alejadas del área andina más característica. Jean-Philippe Husson, que había hecho una tesis sobre La poésie quechua dans la chronique de Felipe Waman Poma de Ayala en 1985, propuso una teoría para explicar la génesis y la difusión de esta representación desde el siglo XVI.
Sin embargo, los críticos de la utopía andina han planteado que esta imagen idealizada del pasado andinos prehispánico fue inventada por intelectuales indios y mestizos como Garcilaso, casi ignorada durante siglos y luego “descubierta” por los antropólogos y etnohistoriadores, pero que esta imagen idealizada no fue popular y que los hombres andinos comunes nunca tuvieron expectativas de restauración del pasado. Esta postura no daba ninguna explicación al mito de Inkarrí, documentado en la década de 1950 y que expresaba las mismas expectativas que el proceso ocurrido en el siglo XVIII.
En el mito de Inkarri se completó un recorrido y se cerró el viaje del héroe andino: muerto, resucitado y nuevamente muerto en el siglo XVIII. El héroe andino podía ser tanto Atahualpa, su hermano Túpac Amaru o su descendiente, José Gabriel Cordoncanqui. Los hombres andinos podía ser parte de una sociedad conquistada, pero no habían desaparecido. La sociedad andina constantemente persistía para amenazar al sistema colonial español primero, y luego a la República criolla.


martes, 15 de octubre de 2013

Flores Galindo: hacia un cristianismo no religioso


Flores Galindo planteó la historia como un mito fundacional que permitiera iniciar la construcción de nuestra identidad. La construcción de esta identidad se originó en la confrontación de los hombres andinos con los hombres occidentales. Hay quienes aseguran que esta confrontación, que el podía interpretar como un tinkuy, ocurrió en los hechos de la Conquista y la colonización pero ocurrió aún más en las palabras, en las obras de Garcilaso o de Guaman Poma. Lo que uno sabe es lo que recuerda. Flores Galindo emprendió la creación de una identidad con el mismo ánimo que se habían trazado estos cronistas o, más recientemente Arguedas y Scorza. En su obra emprendió la creación de una nueva y completa mitología para el país.
La idea de redención había animado a buena parte de la literatura y de la historiografía peruana. El indigenismo fue eso, una redención literaria. Flores sabía también que para desarrollar la idea de redención debía narrar una historia a partir de la cual pudiera crecer (creer) al futuro. El tema de la condena lo había perseguido en Aristocracia y plebe y con Buscando un inca pensaba dar forma escrita a sus esperanzas.
El deseo de crear una mitología ha aparecido en distintas tradiciones narrativas. Las narraciones históricas nacionales fueron creadas para sus comunidades nacionales. Flores Galindo, inspirado por los trabajos de Le Goff y continuando la búsqueda iniciada por Arguedas, trató de construir un clima cultural que caracterizara al Perú. Al igual que en el caso de Arguedas, a partir de la descripción de las circunstancias externas de la vida de Flores solamente se puede lograr una explicación superficial de los orígenes del mundo andino tal como él lo pensó. La historia que Flores contaba no podía explicarse simplemente como resultado de influencias intelectuales o de su experiencia personal. Cuando Flores abordó la redacción de Buscando un inca pensaba de una manera más imaginativa y amplia que cualquiera de los historiadores peruanos que le precedieron. Flores Galindo estaba convencido de que la imaginación era el camino para comprender a un país tan intrincado como el Perú. 
Flores Galindo quiso mostrar los intereses que habían dirigido la elaboración de la historiografía tradicional y revelar como su pretensión de objetividad y veracidad respondía a la necesidad de justificar el sometimiento de la sociedad andina por Occidente. Para acabar con esta ilusión planteó la crítica basada en el analisis marxista y a partir de la historia de las mentalidades. Flores intentó demostrar la arbitrariedad de los límites que se habían trazado entre la subjetividad y la objetividad. El conocimiento no era un espejo del mundo sino una elección. El buscó restaurar nuestro derecho a escoger nuestra historia. Para él los comportamientos y las mentalidades eran parte de la realidad tanto como las acciones. Estaba convencido de que el pensamiento dialéctico demostraría la falsa seguridad que ofrecía el sentido común y el estado de la cuestión tal como se encontraba. El primer criterio dialéctico de Flores fue la desconfianza frente a la autoridad del hecho dado. La autoridad del hecho dado era lo que invocaba la historiografía tradicional como garantía de la verdad de sus enunciados y como garantía del orden social establecido, tal como la representaba del Busto:
La historia es la reconstrucción del pasado como pasado, tal como fue y no como creemos que fue, tal como sucedió y no como quisiéramos que hubiera sucedido. La historia es una ciencia, tiene su método propio y con él busca la verdad. Su materia es lo que ocurrió. Hablar de lo que pudo ser y no fue, es una pérdida de tiempo.
Pero para Flores Galindo creer era crear. Su crítica nos revela que no existe una historia pura, que no es un reflejo desinteresado del pasado, sino que es una aproximación interesada a él, además de ser una aproximación condicionada histórica y culturalmente. No existe un anuncio de la verdad que no sea una interpretación y que no responda a un interés. 
La crítica de Flores Galindo buscó minar la falsa seguridad del conocimiento de nuestra historia y poner en evidencia las manipulaciones que se habían hecho de la misma. El intentó comprender las épocas a partir de la subjetividad, del mundo interior de los protagonistas de los hechos, de los hombres comunes que los vivieron. No tenía interés en repetir una historia de grandes personajes. 
Para Flores, como para los etnohistoriadores, la realidad descrita en los documentos no era la realidad última. Cualquier descripción que se pudiera encontrar en un documento era parcial y limitada. La realidad no se presentaba de manera clara y no existía garantía contra el error. No se debía dejar a los criterios y herramientas de análisis fuera de discusión. Siempre habían existido versiones de la realidad entre las que escoger e incluso quienes invocaban la autoridad del hecho dado aceptaban que habían realizado una elección. Por ejemplo, del Busto reconocía que:
… para estudiar la conquista del Perú, y escribir la totalidad de este volumen, hemos respetado a las dos corrientes antagónicas: el indigenismo y el hispanismo. Pero sin ningún titubeo hemos preferido el peruanismo porque, además de ser la corriente más serena, es corriente que une y no desune, que hermana y no separa, que hace al Perú más auténtico y, al mismo tiempo, permite hacer esta historia para todos los peruanos. 
Flores también quería hacer un Perú más auténtico y más propio para todos los peruanos. Pero se daba cuenta que el historiador no podía contar su propia historia desde afuera sino que era un intérprete de la misma. Solamente se puede comprender la historia en la medida en que uno está comprendido dentro de ella. No tiene sentido plantear un punto de vista suprahistórico y objetivo. La historia se entiende desde las propias expectativas y premisas. La cultura hegemónica occidental había discriminado a las culturas americanas y las había reducido a espacios marginales haciéndolas invisibles ante los ojos del mundo. Ocultándolas proclamaba su verdad y ocultaba la verdad. Sin embargo, a pesar del sometimiento y de la discriminación, las tradiciones originarias habían seguido desarrollándose. La cultura andina había tenido éxito en persistir y Flores Galindo no quería seguir contando las historia de los que vencieron sino de los que sobrevivieron a la catástrofe. No quería ocultarlos detrás de una palabra, mestizos o peruanos, como había hecho del Busto, sino que quería conocer sus rostros.
El cristianismo que trajeron los conquistadores (ese mismo cristianismo en que fue formado Flores Galindo, en el hogar católico de su infancia, en el colegio religioso La Salle y en la Universidad Católica) había propuesto la importancia central del hombre frente a la metafísica de la objetividad que elaboró Platón. La idea cristiana según la cual la verdad reside en el interior del hombre ponía en tela de juicio la noción de objetividad. No tenía sentido buscar la verdad en un mundo externo a nosotros sino que la verdad estaba profundamente incluida en nosotros. Nuestra atención debía volverse a la subjetividad, incluso más aun a la subjetividad de los pobres, de los débiles, de los despreciados.  
Son esas expectativas las que tiene Flores Galindo en mente cuando sostiene que durante los siglos XVII y XVIII ocurrió una reivindicación y glorificación del pasado incaico. Esta reivindicación ocurre por inspiración cristiana. Durante el siglo XVIII ocurrieron más de cien levantamientos previos a la rebelión de Túpac Amaru. Flores interpretó estos levantamientos como rebeliones andinas populares contra el régimen colonial y como una toma de conciencia de la propia historia andina. Esta conciencia originó un proyecto nacional con una identidad diferente de la conciencia nacional criolla que se formó en Lima y que daría origen a la Independencia de 1821. ¿Hasta qué punto detrás de la rebelión andina estaba la fe? Túpac Amaru había comparado la situación sometimiento del país al cautiverio de los israelitas en Egipto.
Flores terminó Buscando un inca en 1985, cuando el Perú pasaba por la fase más intensa de la guerra contra Sendero Luminoso. Los extremistas de izquierda pensaban que esa guerra sellaba el destino del país y verdaderamente lo hizo, aunque de una manera que ellos no esperaban. Tal vez fue igual para Flores Galindo: el sentía que se iniciaba una nueva época en la historia del Perú, que Sendero Luminoso ponían a la vista la marginación de los pobres, los débiles, los despreciados y que quedaba al alcance la redención de este país sometido y fragmentado.
Sendero Luminoso había calado en un aspecto de la realidad peruana: el resentimiento de esas mayorías despreciadas por el color de su piel, su manejo pobre del castellano, su manera de vestir, su pobreza… Pero esta rabia, más que una impresión de los mismos campesinos, parece resumir la cólera postergada y muchas veces callada de los mestizos. Arguedas fue uno de ellos. La rabia viene a ser la cara opuesta del racismo. 
Flores Galindo creía que las acciones de los hombres requerían (pedían, demandaban) una interpretación. Jesús siempre se presentó como un intérprete de la tradición. Jesús reitera una característica de la fe mosaica: las Sagradas Escrituras no pueden existir sin la continua interpretación y comentario de los hombres. La historia, al igual que el Evangelio, siempre debía ser puesta al día, entendida a la luz de los problemas actuales. Flores Galindo vio el florecimiento de la teología de la liberación y basado en ella investigó qué significaba ser cristiano en un continente oprimido. Con sus investigaciones ansiaba transformar a la historia de ser un discurso alienante en una propuesta liberadora. 
Flores no vivió para ver el desenlace de la guerra interna, pero habría quedado decepcionado al saber que ésta no terminó siendo la realización de la libertad, sino la lucha entre dos grupos autoritarios y opresivos. La guerra interna condujo al establecimiento de una nueva dictadura y el fracaso en la lucha contra el Estado acarreó para la izquierda peruana la más profunda crisis de su historia. El se sentía más cristiano en la medida en que no liberaba: de nuestros miedos, de nuestros complejos, de la opresión.
Pero el socialismo —insisto— exigirá para el futuro un cambio radical en el discurso. Revolución no es sinónimo sólo de violencia. Hace falta proponer una nueva sociedad alternativa. Ahora es un poco tarde. En toda revolución siempre hay un sector demasiado radical que aparece al final. Aquí el desarrollo de los acontecimientos ha sido diferente. Ha surgido primero y, no obstante empezar desde un sector reducido, ha conseguido seguir existiendo y hasta incrementar sus seguidores. Ha aparecido un sector demasiado radical, que ha derivado en el fanatismo, el sectarismo y el crimen. Ha conseguido funcionar y por lo menos tener un relativo éxito en ciertas regiones. Con el tiempo se ha ido tornando más sectario y su acción política ha derivado en una práctica contaminada con lo criminal. Son capaces de eliminar a dirigentes populares, como hace la derecha. ¡Qué horrible! ¡Esta gente que era de izquierda! Y los demás no se lo recriminan. Guardan silencio. (Reencontremos la dimensión utópica. Carta a los amigos)
Flores había recurrido a la etnohistoria, la antropología y el psicoanálisis esclarecer los prejuicios y preconceptos que habían lastrado el conocimiento del pasado andino. Los marxistas ortodoxos o más radicales protestaron por el uso de elementos del psicoanálisis. Flores mostraba una notable semejanza a los planteamientos de la escuela de Frankfurt. Marcuse, el más popular miembro de esta escuela, había empleado el psicoanálisis como una herramienta de crítica social y había explorado las consecuencias colectivas de la investigación freudiana. Marcuse tuvo gran influencia en el mundo universitario durante los años en que Flores estudiaba. Flores, que había buscado una estrecha relación entre historia, economía, geografía y etnología, fue ampliando cada vez más el número de relaciones, aunque el mismo no supiera cómo garantizar la validez de cada una de ellas. En ocasiones el punto de vista de Flores Galindo respondía más a preferencias personales que a una teoría rígida.
Escribir sobre la utopía andina no significa considerar que ella es necesariamente válida o querer postularla como alternativa al presente. Fue el proyecto que tuvieron algunas personajes de este libro, por  quienes el autor no oculta su simpatía (querían cambiar las cosas), aunque sin compartir sus mismos proyectos.
Eso explicaba la libertad que Flores empleaba al escribir y por qué elaboró un ensayo más que un texto ortodoxo de historia. Flores no se contaba entre los historiadores marxistas clásicos. Entre su postura y la postura crítica de la viabilidad del proyecto nacional peruano enunciada por Heraclio Bonilla y llevada hasta su desarrollo extremo por Julio Cotler y por Pablo Macera no se podía establecer una correlación. En la obra de Flores, la rebelión de Túpac Amaru no se entendía como un fenómeno independentista moderno, que siguiese la ruta de una democracia liberal occidental. Para él, la revolución tupamarista había sido el intento más ambicioso de convertir la utopía andina en un programa político. Para un historiador marxista surgían controversias sobre el fundamento económico de la utopía andina: las comunidades campesinas primarias, el despotismo del estado inca, el feudalismo, el capitalismo o el socialismo. En el caso de la mayoría de las rebeliones del siglo XVIII, Flores afirmaba que se desconocía el sustento ideológico. Esto, para un marxista como Bonilla no tendría sentido, ya que la base económica era la que determinaba la conducta social y la razón de las rebeliones. Desde este punto de vista, los rebeldes del siglo XVIII eran rebeldes primitivos, incapaces de articular un discurso político alternativo a la sociedad existente.
Flores estaba en desacuerdo y planteó que la realidad de la historia no era tal como aparecía al historiador, sino tal como fue comprendida por quienes la vivieron. Intentó encontrar huellas de la conciencia en la vida cotidiana de los hombres. Abandonó la certeza que daban los simples datos y se entregó a la percepción de los fenómenos subyacentes y al entendimiento de los procesos mentales. En ese sentido, la comprensión de Buscando un Inca requería que el lector hubiese sido remecido por el descubrimiento de la realidad narrada, que hubiese sentido comprometida la seguridad de sus creencias sobre lo que consideraba la historia del Perú. El factor determinante en esta experiencia era el modo como había cambiado la conciencia en relación con la historia. Siempre se había enseñado la historia del Perú como una entidad estable e independiente de los cambios actuales. Esta historia había sido definida como algo cerrado y resultaba ajena a los conflictos del momento. Flores planteó que el presente y el pasado no podían existir aislados. La historia del Perú no podía alcanzar la objetividad apartada de la subjetividad de quienes la escribían. Lo histórico no podía ser reducido a elementos objetivos en los que no estuviera involucrado el sujeto que daba testimonio de los hechos narrados. Siempre siguiendo la labor de Arguedas, Flores
Estaba convencido de que la imaginación era un camino para comprender a un país tan intrincado como el Perú. (p. 355)
De esta manera, lo histórico dependía de la actividad intelectual del sujeto. Se podía descubrir a Flores detrás de la historia que él relataba, ya que el mundo que él describía solo se volvía real a través de su comprensión.
Flores inició su libro en el nacimiento del mundo que el conoció, los Andes avasallados por Occidente, y buscó
Edificar su identidad [la identidad del país] marchando en busca de los mitos andinos (p.354)
Decidió emplear el nombre de mundo andino en lugar de Perú, ya que el estaba convencido que la supuesta peruanidad de la historiografía tradicional era ilusoria y engañosa. El estaba convencido de que se gestaba una nueva identidad nacional, más andina y más participativa, a partir de
El mundo andino que no había sido destruido por la invasión europea y que gravitaba todavía sobre el presente. (p. 304)
Podía resultar llamativo que Flores Galindo expresamente hubiera declarado su socialismo al mismo tiempo que conservaba una moralidad cristiana y una fuerte presencia de nociones escatológicas mesiánicas y milenaristas.
En definitiva, lo que nos resultará más costoso es haber separado moral de cultura. Socialismo es crear otra moral. Otros valores. (Reencontremos la dimensión utópica. Carta a los amigos)
Existía más confusión debido a su opinión respecto a la naturaleza de la identidad cristiana
Ser cristiano no depende tanto de una práctica como de un reconocimiento otorgado por una jerarquía (p. 93)
O al rol reaccionario cumplido por la Iglesia
… el mesianismo tradicional puede enarbolarse como un muro de contención contra variantes progresistas del cristianismo (p. 77)
Pero al igual que las obras de Mariátegui, Buscando un inca era la obra de un hombre profundamente religioso. Flores podía contradecir el discurso oficial del cristianismo, pero había sido formado en la fe en la trascendencia y transformó esta fe en una convicción moral. Flores esperaba que el relato que realizaba expresara su propia visión moral del universo y, fiel a su moral cristiana, no podía situar esta visión en un mundo donde el bien no alcanzará a triunfar sobre el mal y lograr su plenitud final.
Se generó un contraste, que con los años sería explosivo, entre la expansión del horizonte intelectual y el atraso económico… Para los de abajo, la pobreza ya no era algo natural y aceptable; en los de arriba se gestó una indignación moral y sublevante ante la miseria. (p. 374)
Narrar la historia de una manera convencional hubiera anulado sus aspectos maravillosos. Flores no podía asegurar la historicidad comprobable de todos los hechos que él narraba, pero estaba convencido de que su relato encarnaba una verdad profunda.
En cualquier época, aquellos que soportan las injusticias y marginaciones, siempre han tendido a concebir sociedades en las que no existan desigualdades. Las han ubicado fuera de la historia, al final de los tiempos, en algún lugar lejano allende las montañas, al principio de todo cuando Adán y Eva vivían en el Paraíso y no existían ni señores ni campesinos. (p. 81)
Sin embargo, de ninguna manera creía estar inventando una historia, sino que intuía la forma como debieron ocurrir los hechos, vislumbrando súbitamente la verdad subyacente.
La utopía andina no es únicamente un esfuerzo por entender el pasado o por ofrecer una alternativa al presente.  Es también un intento de vislumbrar el futuro. Tiene esas tres dimensiones. En su discurso importa tanto lo que ha sucedido como lo que va a suceder. (p. 72)
La idea de una alternativa a la historia del país se encontraba en él desde el inicio den sus trabajos. Esta idea se hallaba en el trasfondo de Apogeo y crisis de la república aristocrática y en Aristocracia y plebe.
El elemento central de la búsqueda de Flores Galindo para entender la crisis que se desencadenó en el Perú desde fines de la década de 1970 fue el estudio de la obra de  Mariátegui. El tiempo en que Mariátegui escribió, la década de 1920, era visto como un paralelo de la década de 1980, cuando se tenía la misma dificultad para comprender la acelerada y compleja transformación que sufría el país.
En 1980, Flores Galindo colocó a Mariátegui ante los dilemas de su propio tiempo, fortaleciendo su convicción en el marxismo como una alternativa revolucionaria en el Perú, a través de la fusión de las ideas de Marx con la tradición histórica del país, con la cultura andina representada por los campesinos indígenas.
En el Perú sólo hemos pensado en una tradición comunista, olvidando a quienes fueron derrotados pero que quizá planteaban caminos que pueden ser útiles para discutir. No buscar otra receta, hacernos una. En todos los campos. Insistir con toda nuestra imaginación. Hay que volver a lo esencial del pensamiento crítico, lo que no siempre coincide con mostrarse digerible o hacer proyectos rentables. Es diferente pensar para las instituciones o para los sujetos. (Reencontremos la dimensión utópica. Carta a los amigos)
Flores reclamaba restaurar la unidad entre la racionalidad de la teoría crítica social y la realidad del mundo andino. La unidad entre el pensamiento y los hechos podía alcanzarse luego de un largo proceso, como la identidad de hombre libre y racional, que actuaba conciente de las potencialidades sociales. Para Flores, Mariátegui había luchado por anular la separación entre lo real y lo utópico, para elevar lo real a la condición de lo utópico.
Lo viejo frente a lo nuevo: la inversión del mundo. Esos rostros anónimos que figuran en el lado rojo recuperarán su país y arrasarán con los explotadores. Pero este discurso no es necesariamente andino si por tal se entiende un prolongación de concepciones prehispánicas. El dualismo como contraposición estaba presente en las imágenes del cristianismo interiorizadas en los Andes, a través del Apocalipsis y el juicio final. (p. 381)
Flores estaba convencido que mientras la realidad no respetara las formas de lo racional andino seguiría negando su verdad íntima. Las formas impuestas de racionalidad, establecidas en contra de la libertad del hombre, contradecían la realidad y reducían las amplias potencialidades humanas, en lo emotivo, en lo imaginario, en lo inconciente y en su comportamiento mismo.
Flores creía que los reclamos andinos habían conseguidos no pocos éxitos. La transición desde la República aristocrática hasta el desborde popular había conseguido la realización de parte de las reivindicaciones de las rebeliones andinas, pero no había agotado el anhelo de justicia que era el núcleo de la utopía andina.
Para Flores Galindo, sin la participación campesina la revolución en los Andes no resultaba posible. Los campesinos constituían el núcleo del país, frente a la escasez de los obreros. Para lograr la participación campesina en la transformación social, el socialismo debía garantizar la supervivencia comunal y no comportarse en la forma despectiva y avasalladora que habían mostrado las clases dominantes. Ellas habían visto al hombre andino como
… el otro, condenado al silencio, inexpresivo como las piedras y de ese cúmulo indiferenciado que eran los campesinos, apenas se advertía la mirada, pero vacía y sin contenido. (p. 299)
Jean Antoine Condorcet, en Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795) pronosticó el establecimiento de una sociedad humana prácticamente perfecta al tiempo que escapaba de la Revolución Francesa. El veía la historia como un progreso sin pausa:
Encontraremos en la experiencia del pasado, en la observación del progreso que ya han alcanzado las ciencias y la civilización, en el análisis del progreso de la mente humana y en el desarrollo de sus facultades, las razones más fuertes para creer que la naturaleza no ha establecido límites en la realización de nuestras esperanzas...
Por tanto, llegará el día en que el sol alumbrará tan sólo a hombres libres que no conocerán otro amo que su razón; cuando los tiranos y los esclavos, los sacerdotes y sus sirvientes estúpidos o hipócritas no existirán más que en los libros de historia y en el teatro; y sólo pensaremos en ellos para compadecernos de sus víctimas y sus bufones; para mantenernos vigilantes pensando en sus excesos, para aprender como reconocerlos para destruir, con la fuerza de la razón, las primeras semillas de tiranía y superstición, si se atreviesen a aparecer de nuevo entre nosotros.
Los socialistas utópicos pensaban que la educación acabaría con la explotación y crearía un futuro de igualdad y armonía comunal. Marx creía que las leyes de la historia conducían a una revolución proletaria final. Esta revolución terminaría con la lucha de clases y la injusticia, que habían dominado la historia humana desde el inicio.
El socialismo que Flores propugnaba debía recuperar la condición justa que la sociedad actual había negado y que él sentía que se encontraba en el mundo andino. Sin embargo, sus deseos resultaban extraños, ya que a fines de la década de 1970 el país marchaba hacia una modernización irreversible, manifestada por el crecimiento urbano, y desorganización de las estructuras de la sociedad campesina, tanto las dependientes de las haciendas y como de las comunidades, además del retroceso de la población rural. La población rural dejaba de ser mayoritaria. Arguedas había sido testigo de esta transformación
Arguedas estaba apresado en una ambivalencia: a veces le parecía que el mundo andino estaba condenado a desaparecer, arrasado por el capitalismo y el progreso, pero en otras reparaba en su capacidad de resistencia y creía que desde allí podía nacer una fuerza transformadora. (p. 256)
Las comunidades campesinas tomaban más que nunca el carácter de supervivencias mientras que el socialismo prometía no serlo, sino que intenta ser una forma nueva de organizar la vida humana. En la segunda mitad del siglo XX Perú dejó de ser un país predominantemente campesino para convertirse en un país urbano. La ciudad se convirtió en el gran escenario social de la nación y dio lugar a una extraña modernidad. El Perú había pasado tardíamente de la noción de casta a la de clases. Flores Galindo imaginaba un espacio urbano completamente separado entre andinos y occidentales. Flores vinculaba esta modernidad extraña con la persistencia de lo andino y del modo de vida campesino. 
no se puede limitar el uso del término "revolución" solo para el mundo contemporáneo, porque las sociedades feudales o en proceso de transición también consiguieron generar revoluciones populares. (p. 125)
Al mismo tiempo el Perú se dirigió hacia una guerra civil que tendría a las áreas rurales serranas como uno de sus principales escenarios. La revuelta social escogió los límites de la realidad antes que su mismo centro. La sociedad peruana interpretó su pasado y lo acomodó para que las predicciones catastróficas de los indigenistas se cumplieran.
Los intelectuales leyeron en el mito el anuncio de una revolución violenta… La terrible injusticia de la solo podía compensarse a costa de transferir el miedo de los indios a los blancos. (p. 24)
Flores era conciente de la cercanía a Sendero Luminoso a los grupos organizados de protesta.
Sendero Luminoso había calado en un aspecto de la realidad peruana: el resentimiento de esas mayorías despreciadas por el color de su piel, su manejo pobre del castellano, su manera de vestir, su pobreza… Pero esta rabia, más que una impresión de los mismos campesinos, parece resumir la cólera postergada y muchas veces callada de los mestizos. (p. 381)
La nación moderna mostró los aspectos más conflictivos de su pasado y un grupo de peruanos se entregaron a un proyecto extremista para el futuro. La pobreza, la violencia y el miedo obligaron a los pobres a organizarse. Las agrupaciones de madres, de mujeres, de jóvenes o inmigrantes aparecieron como nuevas formas de supervivencia y se multiplicaron. La lucha por sobrevivir se trasladó del campo a la ciudad y consumió gradualmente la vida cotidiana.
La razón de la derrota de los incas en Cajamarca fue su desconocimiento de Occidente, de los inventos y de las técnicas que habían desarrollado. Durante los cinco siglos posteriores, los hombres andinos asimilaron la cultura occidental y se apropiaron de sus logros, sin renunciar a su tradición original. Flores describió a la utopía andina como un desarrollo propio de los hombres andinos empleando elementos de la cultura occidental. Pero para Flores, el principal elemento que la utopía andina debía adoptar era el socialismo.
Detrás de estas respuestas colectivas a la crisis, Flores Galindo veía la influencia de las tradiciones comunitarias. Para él, la vitalidad de la sociedad en esta crisis no provenía de los sectores modernos, sino de las tradiciones andinas. La búsqueda de la raíz de estas tradiciones tomaba la forma de una exploración histórica de largo aliento que concluía en la tesis innovadora y polémica que él describía en Buscando un Inca. En este libro, Flores Galindo rastreaba el orden mental creado por los pueblos andinos a lo largo de siglos de dominación colonial y republicana, investigaba las utopías elaboradas como rechazo a un presente de opresión, ante el cual los hombres andinos recreaban el país de los incas como una sociedad alternativa, justa e igualitaria.
Estas concepciones no surgieron automáticamente como respuesta refleja ante la conquista. Fueron el resultado de un proceso donde a veces confluyeron y otras se enfrentaron elementos del pensamiento andino y del pensamiento occidental: mito e historia, escritura y tradiciones orales, sacerdotes y campesinos, intelectuales y clases populares. (p. 81)
Flores mostró que no era una misma actitud la que debía entenderse bajo la palabra igualitaria. La utopía andina también había aparecido bajo formas estratificadas. La utopía andina había nacido en el momento mismo del episodio de Cajamarca, cuando la captura del Inca marcó el fin de un orden conocido, jerarquizado, y dio lugar a un sistema violento, más desigual y desequilibrado, que justificó su dominación sobre la masa de colonizados, identificándolos a todos como indios e ignorando sus diferencias, a partir de la convicción de su superioridad cultural, religiosa y racial. Esta sociedad agredida recreó un imaginario utópico de redención, transformando el recuerdo del Inca y del Tahuantinsuyo en una sociedad ideal, justa y feliz, y creó la esperanza de su recuperación, del regreso a este lugar perdido a través de la derrota de sus conquistadores.
La utopía andina es una construcción colectiva elaborada a partir del siglo XVI. Sería absurdo imaginarla como la prolongación inalterada del pensamiento andino prehispánico. (p. 70)
La utopía se alimentó del milenarismo y del mesianismo traído por los mismos españoles a los Andes, produjo el mito de Inkarrí y redefinió la noción de pachacuti: la cabeza del Inka decapitado está reconstruyendo su cuerpo y llegará el día en que volverá a la tierra y regresará el tiempo del Tahuantinsuyo. El mundo volvería a invertirse y los dominados de ahora serían los dominadores.
Flores sabía que no existía una historia precisa sobre cómo se desarrolló el mito de Inkarrí. La utopía andina se había alimentado del milenarismo y del mesianismo europeo y terminó por producir el mito de Inkarrí y el pachacuti. Se relataba que Inkarrí fue martirizado y muerto por los españoles, decapitado. Los españoles enterraron su cabeza en Cusco, pero el Inca seguía vivió y su cuerpo volvería a crecer desde su cabeza. Cuando el Inca hubiese regenerado su cuerpo volvería al mundo para acabar con los españoles.
Ya antes se había Rowe había destacado la importancia que los hombres andinos habían dado a su pasado. Afirmó que la nobleza indígena colonial había asumido la reivindicación y glorificación del pasado incaico. Pese a que tomaban parte en el pacto colonial, reclamaron cambios en la situación de los indios: acceso a los puestos públicos, ingreso a las órdenes religiosa, acceso a la educación, abolición de la mita, abolición de los repartos. Uno de los propulsores de estas reformas fue Vicente Mora Chimo Cápac, quien presentó entre 1720 y 1732 varias peticiones a la Corona.
…la utopía andina era uno de los pocos instrumentos que tenían en el enfrentamiento con el orden colonial. (p. 202)
La historia narrada en Buscando un Inca puede leerse como tributaria de los proyectos socialistas de los años 1960, como planteamiento de un proyecto que hoy parece imposible, pero que sin embargo seguía conservando vigencia, al tiempo que los Andes se continuaban reinventando como una matriz cultural viva. Por momentos Flores pareciera creer que nada había cambiado en el Perú después de la Conquista, que el orden establecido por los conquistadores persistía igual. En ese sentido la respuesta de la población andina había continuado siendo la misma. Cuando Flores trataba la emergencia y el desarrollo de Sendero Luminoso lo hacía pensando en la continuidad de la Conquista. Para él era significativo que la violencia senderista se desarrollase en Huamanga, el mismo territorio que fue escenario del Taqui Onqoy. 
Las palabras siguieron un itinerario paralelo a las muertes. “Senderista” fue sustituido por “terrorista” y esta palabra con el tiempo fue sinónimo de “ayacuchano”, que a su vez equivalía a cualquiera que fuese indio o mestizo, anduviera mal vestido, usara deficientemente el castellano… Decirse ayacuchano era admitirse incurso en la ley antiterrorista. De esta manera, la guerra, al terminar 1984, se convirtió en una arremetida del lado occidental del Perú contra su vertiente andina. (p. 407)
Flores dejó claro que escribir sobre la utopía andina no significaba considerarla válida o postularla como un modelo para cambiar el mundo. La utopía andina había sido el proyecto que desarrollaron algunos peruanos en el pasado y en el cual todavía algunos creían. Pero el tratamiento que les daba Flores revelaba simpatía, solidaridad con su anhelo de justicia.