jueves, 17 de octubre de 2013

La muerte de Atahualpa

En el prólogo a Atau Huallpac puchucacuininpa huancan o Tragedia del fin de Atahuallpa de 1957, Jesús Lara, estudioso boliviano de la literatura popular andina, narró las circunstancias en que llegaron a sus manos los manuscritos de dos obras sobre la captura y ejecución del último Inca. Contó que un joven de Potosí lo contactó un día para ofrecerle un manuscrito, fechado en Chayanta en marzo de 1871. Lara lo consideró un gran hallazgo. Después de analizar las características lingüísticas y la trama, concluyó que la obra era de factura india, ya que sólo un autor andino podía reflejar el funesto significado de la presencia de los españoles para Atahualpa y para los hombres andinos. Solamente alguien que contara la visión de los vencidos podía haber logrado una descripción verídica de la desolación que produjo entre los hombres andinos la caída del inca. Lara creía que el texto debió componerse en los primeros años de la Conquista por algún amauta superviviente de la catástrofe. Otros investigadores no han compartido esta opinión. En Nacimiento de una utopía, Manuel Burga argumentó convincentemente que la tragedia debió aparecer después de la segunda mitad del siglo XVII, como una formas de expresión de la naciente utopía andina, que tenía como objetivo revalorar lo andino, despertar un orgullo por el pasado inca, criticar a los conquistadores y construir una identidad nativa en un momento en que no existía la noción de lo peruano. Esta identidad andina homogénea y homogenizante no existió en el mundo multiétnico y multicultural del Tawantinsuyo. La pretendida pureza de la lengua usada revelaba el carácter artificial de reconstrucción a posteriori de un pasado prehispánico idealizado.
En 1952, varios años antes del descubrimiento de la tragedia, Lara había acudido a la representación de una pieza titulada Relato del Inca. Esta obra era semejante a una pieza recitada bailable que se ejecutaba todos los años en el pueblo de Toco (Cochabamba), con ocasión de sus fiestas patronales. La danza de Toco fue recogida por Mario Unzueta en una de su novela Valle, en la cual incluyó una descripción detallada de la fiesta e incluyó el guión de la danza. La obra estaba compuesta en prosa y comenzaba en la corte del rey de España con un diálogo en idioma castellano, para luego trasladarse a tierras del Perú, donde los personajes indígenas empleaban el quechua y los españoles el castellano. A excepción de la escena de la corte española, la pieza era similar a la de Toco.
Lara consultó a los actores sobre las características de la obra y ellos le informaron que esta obra se representaba desde hacía siglos es San Pedro de Buena Vista, un pueblo cercano a Potosí, durante la celebración del Año Nuevo. Un manuscrito, copia de otro documento más antiguo, hacía las veces de guión. Debido a que el Relato del inca se iniciaba en la corte española y era bilingüe, no se lo había considerado original. Lara comparó estas dos piezas y atribuyó a la danza de Toco, a la trascripción conocida a través de la novela de Unzueta, el valor de texto original, mientras que el Relato del inca fue considerado como una obra alterada. Lara no pensaba que pudieran existir versiones diferentes y válidas ni haber muchas variantes de la historia de Atahualpa, sin que una de ellas debiera ser considerada como la auténtica.
Jesús Lara era consciente del desprecio y de la ignorancia que la población hispanohablante, incluidos muchos intelectuales, podía manifestar hacia la cultura popular andina. Lara insistió en que la literatura quechua, desde aquella anterior a la Conquista hasta la actual, merecía el mismo respeto otorgado a la llamada literatura culta escrita, por lo que trataba a los fenómenos orales como si fuesen textos escritos.
Lara y  Unzueta investigaron las manifestaciones folklóricas contemporáneas en las que se representaba la muerte del Inca. Por otra parte, el mito de Inkarrí, una representación colectiva de la muerte de Atahualpa, tanto un mito de origen como una utopía mesiánica, había sido ampliamente documentado desde 1955. El Inka Rey apareció como una divinidad híbrida con atributos extraídos tanto de Jesucristo como del Inca Atahualpa o de Tupac Amaru, que había sido descuartizada por Españarrí, Pizarro, el Inka español o el Presidente. Las partes de su cuerpo estaban enterradas en diversos lugares; pero su cabeza continuaba creciendo y, esperando el momento en que llegara a recomponerse todo su cuerpo. Cuando esto ocurriera se produciría un nuevo pachacuti o inversión del mundo y volvería a prevalecer el orden inca.
El Viejo Mundo poseía una larga tradición mítica sobre decapitaciones. En la mitología griega, Orfeo fue hijo de la musa Calíope y de Apolo, dios de la música, y tuvo el don de la excelencia en la música. Cuando tocaba y cantaba, conmovía a todos los seres, tanto animados como inanimados. Orfeo amó infelizmente a la ninfa Eurídice. Poco después de su boda, Eurídice fue mordida por una víbora y murió. Adolorido, Orfeo descendió al mundo subterráneo para buscarla y llevarla de regreso al mundo de los vivos. Orfeo cantó a Hades, rey del mundo subterráneo, su dolor por la muerte de Eurídice y él aceptó devolverla a la vida, con la condición de que él no mirara hacia atrás mientras regresaban al mundo de los vivos. Orfeo no pudo dominar su ansiedad, y casi al llegar al reino de los vivos giró la cabeza, por lo que Eurídice se desvaneció. Desesperado, Orfeo huyó y vagó por el mundo, tocando para las rocas, los árboles y los ríos. Finalmente, un grupo de bacantes tracias se encontraron con él, lo mataron y devoraron su cuerpo. Arrojaron su cabeza al río Hebro, que continuó llamando a Eurídice. Su cabeza alcanzó finalmente la costa de Lesbos, donde las musas lo sepultaron.
La historia de Judit se incluye aparece en los libros deuterocanónicos. El libro de Judit narra que el rey Nabucodonosor  envió al general Holofernes a castigar a los pueblos que se negaron a unírsele en su guerra contra los medos. Holofernes marchó contra ellos y los sometió, a excepción de los israelitas. Sitió a los israelitas en la ciudad de Betulia, próxima a Jerusalén. Judit, una piadosa y hermosa viuda, se ofreció para salvar la ciudad. Fue al campamento asirio, pretendiendo ser una informante contra su propio pueblo, y atrajo la atención de Holofernes. El invitó a Judit a un banquete en su tienda, pero se embriagó y quedó dormido. Judit aprovechó la oportunidad para decapitarlo y regresó a Betulia llevando la cabeza del enemigo. Los israelitas se enardecieron y atacaron a los asirios, derrotándolos y poniéndolos en fuga. Judit dirigió al pueblo en la celebración de la victoria y marcharon todos a Jerusalén para ofrendar una acción de gracias.
San Juan Bautista, hijo de Zacarías y de Isabel, y sobrino de María, madre de Jesús, también fue decapitado. Juan había sido consagrado desde su nacimiento como nazareo. Al llegar a la adultez predicó penitencia en los alrededores del río Jordán ante la inminente llegada del Mesías. Bautizó a los penitentes con agua como símbolo de purificación. Al bautizar a Jesús lo reconoció como Mesías. Juan enfureció a Herodes Antipas, tetrarca de Judea, al denunciar su matrimonio con Herodías, viuda de su hermanastro Herodes, y fue encarcelado (Lucas 3, 1-20).  Los Evangelios narran el episodio que condujo a la muerte de Juan: Salomé danzó durante el banquete de cumpleaños de su padrastro Herodes Antipas y le causó tanto agrado que éste le ofreció cualquier cosa que desease, incluso la mitad de sus dominios. Herodías, madre de Salomé, deseaba la muerte de Juan por haber condenado su matrimonio con el hermanastro de su primer esposo, y convenció a su hija para que pidiera la cabeza de Juan. Herodes mandó decapitar a Juan para cumplir su promesa (Mateo 14, 3-11).
Las cabezas decapitadas poseían en el Mundo Antiguo capacidades proféticas. Pero también el mundo andino prehispánico había conocido el culto de los decapitados, representados en la iconografía de Chavín, de Tiahuanaco o mochica. El mismo Huaman Poma dibujó la decapitación de Atahuallpa. Antiguos dioses andinos presentes en la  cerámica moche o nasca mostraban cabezas trofeo, aunque se desconoce el significado de las decapitaciones.
La historiografía nacional desarrollada por las elites criollas durante la Independencia y continuada hasta José de la Riva-Agüero, Raúl Porras Barnechea e incluso Jorge Basadre y sus últimos representante como Fernando Iwasaki había dedicado poca o ninguna atención al desarrollo de la sociedad andina y del mundo campesino, privilegiando la historia de los acontecimientos políticos. Ninguno de ellos investigó las formas prehispánicas para buscar sus símbolos y descubrir la continuidad después de la Conquista. Los funerales de Atahualpa fue una de las pocas ocasiones en que el mundo andino hizo acto de presencia en el mundo criollo, pero sin recurrir a ningún símbolo andino.
Recién en el siglo XX Julio C. Tello y John H. Rowe iniciaron la investigación del mundo andino prehispánico y la labor arqueológica moderna en Perú, buscando caracterizar a las sociedades andinas a partir de los materiales que habían dejado. Tello destacó el carácter original y autóctono de la cultura andina, que se había desarrollado independientemente de cualquier otra civilización. A largo plazo Tello y Rowe promoverían los estudios antropológicos en el país, buscando establecer un discurso histórico donde la antropología permitiera una mejor comprensión de las características de las sociedades andinas. Rowe, Tello y, más adelante, Murra y Zuidema revelaron los principios básicos del funcionamiento económico, político y simbólico de las comunidades andinas. Sus estudios tuvieron como consecuencia la revalorización de las sociedades andinas, particularmente de la inca.
Antes que ellos, algunos cronistas también tuvieron una valoración positiva de las sociedades andinas. En los tres libros de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León desarrolló la historia prehispánica y la historia de la Conquista bajo el esquema de una tragedia, consumada al final por la ruptura entre los socios Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Para Cieza, Francisco Pizarro fue el héroe indiscutible de la Conquista del Perú, pero su hazaña fue asediaba insistentemente por el mal y terminó degradándose progresivamente, fracasando como empresa evangélica y pacífica. Cieza había deseado que sus héroes, los conquistadores, hubieran sido verdaderos caballeros cristianos, mientras que sus enemigos fueran malos, pero no quiso ignorar la realidad y aceptó que muchas veces el bien cambió de bando, denunciando los excesos y las crueldades de los conquistadores y alabando las virtudes y la nobleza de los indios.
Que por cierto no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buena orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas, y nosotros, siendo chripstianos, hayamos destruidos tantos reinos; porque, por donde quiera que han pasado chripstianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando. (El Señorío de los Incas, cap. XXII, p. 87)
Los cronistas indios y mestizos de inicios del siglo XVII, como Felipe Guaman Poma y Garcilaso de la Vega, habiendo vivido esta tragedia, idealizaron la sociedad andina. Garcilaso, lector de Cieza, describió al inca como un gobernante Huacchacuyac, amante de los pobres. El ofreció la imagen de un estado benefactor, que resumía principios andinos de reciprocidad y redistribución. Describió una sociedad andina armónica y exaltó las relaciones de justicia y solidaridad que legitimaba la existencia del estado inca ante los grupos étnicos sometidos y conquistados por los cusqueños. La ideología y la tecnología estatal se mostraban como una realidad seductora para los historiadores modernos.
La idealización del pasado andino se difundió y pronto comenzó a circular la esperanza del regreso del inca, de trasfondo milenarista, elaborada a partir del recuerdo de la muerte de Atahualpa, a veces confundido con la ejecución de Túpac Amaru I, y que finalmente habría hecho posible el desarrollado un nacionalismo inca entre fines del siglo XVII e inicios del XVIII. Rowe que había estudiado los linajes incas sobrevivientes en el siglo XVIII y las conexiones reales o pretendidas que establecieron entre los incas y su situación actual, abrió la puerta a una nueva interpretación de la Gran Rebelión andina.
En 1987 Teodoro Meneses publicó La muerte de Atahuallpa, un drama quechua anónimo. Un año después Luis Millones publicó El Inca por una coya. Historia de un drama popular en los Andes peruanos. En Actores de altura, publicado en 1992, analizaba esta misma representación escenificada durante la fiesta patronal del Patrón Santiago de Carhuamayo, en Junín. Millones recogió información en esta población, la que le sirvió de fuente para la publicación de Dioses Familiares en 1999. Después se multiplicaron los estudios, por ejemplo el de Gisela Cánepa Koch sobre las danzas de Cajamarca, los Chunchu y las Palla, donde describió la transformación sufrida por esta representación en las regiones alejadas del área andina más característica. Jean-Philippe Husson, que había hecho una tesis sobre La poésie quechua dans la chronique de Felipe Waman Poma de Ayala en 1985, propuso una teoría para explicar la génesis y la difusión de esta representación desde el siglo XVI.
Sin embargo, los críticos de la utopía andina han planteado que esta imagen idealizada del pasado andinos prehispánico fue inventada por intelectuales indios y mestizos como Garcilaso, casi ignorada durante siglos y luego “descubierta” por los antropólogos y etnohistoriadores, pero que esta imagen idealizada no fue popular y que los hombres andinos comunes nunca tuvieron expectativas de restauración del pasado. Esta postura no daba ninguna explicación al mito de Inkarrí, documentado en la década de 1950 y que expresaba las mismas expectativas que el proceso ocurrido en el siglo XVIII.
En el mito de Inkarri se completó un recorrido y se cerró el viaje del héroe andino: muerto, resucitado y nuevamente muerto en el siglo XVIII. El héroe andino podía ser tanto Atahualpa, su hermano Túpac Amaru o su descendiente, José Gabriel Cordoncanqui. Los hombres andinos podía ser parte de una sociedad conquistada, pero no habían desaparecido. La sociedad andina constantemente persistía para amenazar al sistema colonial español primero, y luego a la República criolla.


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