La división de los pensamientos ha ocurrido varias veces en el ideario peruano. A veces, incluso en la misma vida de un hombre, como Vargas Llosa, el último de los españoles “extirpadores de idolatrías” que quedaba. Vargas Llosa ganó una mala imagen por sus críticas desequilibradas a la obra de Arguedas. La división entre una izquierda parlamentaria y otra subversiva había ocurrido durante la juventud de Flores Galindo y él la presenció entre la intelectualidad. Entre sus colegas historiadores, se habían formado dos grupos: aquellos que producían una historia despolitizada que se pretendía académica y otra, encerrada en el Perú, interesada en el público inmediato conformado por estudiantes universitarios, migrantes, habitantes de barrios marginales.
Entre universitarios, migrantes, habitantes de barrios marginales las propuestas de Flores Galindo encontraron su mayor audiencia. Pero esta misma población fue en la que se gestó el senderismo. La utopía andina habría tenido una versión extremista y violenta en el senderismo. Sin embargo, críticos como Vargas Llosa planteaban que la utopía andina siempre fue extremista y violenta y que no podía ser de otra manera. Si los levantamientos que ocurrieron durante el siglo XVIII tuvieron carácter milenarista y mesiánico, entonces era verdad que la utopía andina ya una vez se había vuelto violenta. Además el pensamiento de izquierda en el Perú se ha visto afectado por el uso de los calificativos violento y subversivo. A quienes militaron en la izquierda en la década de 1980 les resultaba difícil sacarse el epíteto de terrorista. Se llegó a usar la filiación socialista como una manera de descalificar a las personas, aunque nunca hubieran tenido participación alguna en hechos violentos, ni que decir en acciones armadas. Gran parte de la responsabilidad en esta mala imagen correspondió a las propias personas de militancia izquierdista, ya que no supieron tomar distancia de estos movimientos violentos.
La obra de Flores fue seguida de nuevos textos que recogían y ampliaban la visión contenida en Buscando un Inca. Como sucede con las obras que definen una época, la utopía andina se volvió una idea de culto. Sin embargo, el mismo Flores Galindo no pudo concluir sus esfuerzos. A fines de 1988 se le diagnosticó cáncer. En un texto escrito poco antes de morir reafirmó sus esperanzas en un proyecto socialista que recuperara las tradiciones andinas. Sus esperanzas no tuvieron un grupo que la recogiera. Muchos intelectuales se habían vuelto sectarios, otros aguardaban silencio, otros se habían migrado. Si acaso Flores había creado una escuela, el maestro era lo más importante.
El contexto en el que Flores Galindo pensó el tema de la utopía andina estuvo marcado por una de las crisis más duras que ha vivido el Perú. Sendero Luminoso puso en evidencia la fragilidad de la imagen que se tenía del país al restaurarse el orden constitucional en 1980, y planteó un conjunto de interrogantes sobre lo andino que ya se creían resueltas: la pobreza y el retraso, la exclusión de la vida política (tanto impuesta como escogida), la fragmentación espiritual y la negación de la nacionalidad. Sin ese contexto no se podría entender la construcción de la utopía andina que emprendió Flores. El discurso que el había propuesto intentaba ser un proyecto alternativo para un país carente de proyectos que comprometieran a las grandes mayorías. Era un intento por recuperar la tradición andina como base del futuro proyecto de la sociedad peruana. La utopía andina se presentó como un mecanismo de continuidad histórica.
En las elecciones presidenciales de 1990 participó una izquierda carente de propuestas que desapareció como fuerza electoral nacional. Esa situación no ha cambiado desde entonces.
En 1987, Vargas Llosa se había convertido en líder político nacional al encabezar la protesta contra la nacionalización del sistema financiero decretada por el gobierno de Alan García. En ese momento Flores Galindo era profesor en la Universidad Católica. Buscando un inca era ya uno de los libros más influyentes publicados en el Perú en la década. En 1989, Vargas Llosa fue designado candidato presidencial de la derecha peruana. Ese mismo año, Flores Galindo luchaba contra la enfermedad. Una espontánea campaña económica había permitido su traslado a un hospital de Nueva York. Era evidente el paralelo con las agonías de Mariátegui y Arguedas, y el propio Flores Galindo intentó evitar su elevación al panteón ideológico de la izquierda.
No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación. Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento crítico debe ejercerse sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas, todo lo contrario. Ha ocurrido sin discutirse, pensarse y menos interrogarse. Espero que los jóvenes recuperen la capacidad de indignación.
No encontraba continuadores a su forma de hacer historia. Los jóvenes estudiantes de historia de la Universidad Católica habían escogido caminos diferentes y no tenían interés en su forma de hacer historia tan comprometida y tan cercana a la épica. La tendencia literaria de Flores resultaba comprensible pensando en la continuidad que él mismo reclamaba con Mariátegui.
Flores partió de la premisa que la sociedad criolla y urbana tenía del indio como un ser despreciable. Ya Ribeiro había titulado uno de sus cuentos La piel de un indio no cuesta caro. Flores desarrolló una visión dualista del Perú. El intentaba comprender la utopía andina de una manera aislada, partiendo de la premisa que los hombres andinos continuaron organizando su visión del mundo mediante una dinámica propia. En ese sentido retomaba el tema de La visión de los vencidos de Wachtel o, en una perspectiva más cercana, la visión insular de la vida andina que ya antes Cornejo había atribuido a Arguedas. Pero también intentaba una forma de comprensión más integrada con la influencia europea en los Andes, insistiendo en el carácter fragmentario de la vida del país. La fragmentación social fue el tema que desarrolló en Aristocracia y Plebe. Esta visión de contraposición entre lo andino y lo occidental le permitió hacer crítica social del proyecto conservador desarrollado por los grupos de derecha.
Mario Vargas Llosa publicó a fines de 1996 el libro La utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, con el propósito de estudiar lo que los existencialistas habían llamado la situación del escritor y de analizar lo que había de realidad y de ficción en la literatura y la ideología indigenista a partir de la obra de Arguedas. Vargas planteó como premisa el carácter ficticio toda literatura y del indigenismo, entendido como literatura. Vargas afirmaba que su interés partía de la admiración que sentía por Arguedas:
Entre mis autores favoritos, esos que uno lee y relee, y llegan a constituir una familia espiritual, casi no figuran peruanos... con una excepción: José María Arguedas... es el único con el que he llegado a tener una relación entrañable como la tengo con Flaubert o Faulkner, o la tuve de joven con Sartre.
Vargas Llosa afirmaba que le interesó su condición de peruano de dos mundos, con una perspectiva privilegiada y una visión patética, más amplias que la suya. En el libro contaba dos historias: de un lado, la vida de Arguedas y, de otro, la utopía arcaica, la que habría sido su propuesta para la sociedad peruana. Entre ambas historias desarrolló sus propias convicciones sobre lo que es y no es la literatura. Analizó los dos últimos años de vida de Arguedas y su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo para llegar a la conclusión que
Arguedas vivía un infierno interior: su novela pintará un mundo infernal.
Vargas buscaba confirmar sus tesis clásicas de crítica literaria al examinar el caso Arguedas. La obra literaria debía explicarse por la vida del autor. La utopía arcaica fue el resultado de un largo trabajo presentado en diversos momentos y discutido en seminarios de las universidades de Cambridge (1977-78), Florida (1991), Harvard 1992, y Georgetown (1994). Dos de los capítulos reproducían los textos publicados antes sobre las novelas El Sexto (Barcelona 1974) y Los Ríos profundos (Caracas, 1978). En ambos casos Vargas Llosa revisó y corrigió los textos. En el caso de El Sexto eliminó y añadió párrafos enteros.
Vargas Llosa consideraba a la literatura indigenista formalmente pobre. Pensaba que el problema central de esta literatura era el idioma y que los indigenistas creaban una ficción mediocre al emplear el castellano de una manera adulterada. Le reprochaba a Ciro Alegría que hiciera hablar a sus personajes indios en castellano. Para él la solución se hallaba en conseguir en español un estilo que simulara la sintaxis, el ritmo y el vocabulario del idioma del indio. Todos los esfuerzos de los indigenistas hasta ese momento habían sido fraudes fonéticos. En este punto Vargas Llosa seguía a su maestro Porras Barnechea, quien juzgó infelizmente la obra de Guaman Poma. Para Porras, el defecto de Guaman Poma era
su incultura o lo que es peor su semi-cultura.
Ya Scorza anotaba sobre este tema que
hay dos tipos de cronistas, los que acompañaron a los españoles, desde Bernal del Castillo hasta Mario Vargas Llosa en el Perú, y los que acompañan a los vencidos, que van desde Guaman Poma hasta José María Arguedas
Lohmann ha señalado que la orientación historiográfica de Porras se originó en su deseo de rectificar la difundida versión de la Conquista que había dado el historiador norteamericano William Prescott. A juicio de Porras, Prescott tenía una visión prejuiciosa de la colonización española, entendida en el clima de crisis que vivía España durante el siglo XIX. Su deseo por reivindicar el aporte hispánico en la formación del Perú condujo a Porras a interesarse por Francisco Pizarro y la Conquista, y es la explicación de su posición hispanista, en oposición a las afirmaciones de Prescott.
Vargas Llosa también quería reivindicar la raíz occidental del país y para ellos debía descalificar la raíz andina. Por eso definió la utopía como arcaica, caracterizada por rasgos primitivos: el colectivismo; el rechazo de la sociedad industrial, de la sociedad urbana, del mercado; la inexistencia de individuos; una mezcla de utopía cristiana y paraíso perdido; el carácter bárbaro de la cultura india; y el pasadismo permanente.
El universo andino ha ocupado un espacio muy reducido en la obra de Vargas Llosa. El informe sobre el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay, Ayacucho (1983) y la novela Lituma en los Andes (1993) eran sus principales trabajos sobre el mundo andino y rural. Vargas describió a los indios como seres primitivos y capaces de realizar sacrificios humanos a fines del siglo XX. Vargas Llosa no era un especialista en la sociedad andina o en sociedades rurales. El había aceptado la invitación de Fernando Belaúnde, presidente peruano entre 1980 y 1985, para investigar lo ocurrido con los periodistas asesinados en Uchuraccay. En esa investigación reafirmó sus convicciones en el carácter arcaico del mundo andino. En La utopía arcaica volvió a los Andes para demostrar que la ilusión indigenista carecía de sentido, y que los indígenas nada podían aportar para construir el futuro del país. La discusión sobre la obra literaria de Arguedas fue un pretexto para afirmar su fe en el capitalismo.
En general se aceptaba que Vargas Llosa era un buen ensayista, aunque su labor también ha sido criticada. Una de las mayores dificultades la experimentó con García Márquez en Historia de un deicidio. Las mismas limitaciones aparecieron al tratar a Arguedas. Su labor como ensayista dio origen a una muy discutida La utopía arcaica. Vargas pretendía hacer una valoración del indigenismo, pero no conocía la obra de escritores indigenistas como Gamaliel Churata o Manuel Scorza. Vargas Llosa limitaba sus referencias indigenistas a Arguedas, Valcárcel y Ciro Alegría. Sin embargo, no demostraba solvencia en el conocimiento de estos escritores. Ignoraba completamente a Zavaleta o Vargas Vicuña y no mencionaba para nada el ciclo de la Guerra Silenciosa. La utopía arcaica no llegaba a ser un libro académico serio, porque desconocía las fuentes que debería haber consultado. Incluso cometía errores al citar los textos que glosaba. Así, en su primer trabajo sobre Arguedas fue José María Arguedas descubre el indio auténtico/Sobre José María Arguedas y el indio Vargas Llosa cambió el nombre del gamonal de la historia por Julio Arosemena en lugar de Julián Arangüena.
Vargas Llosa se convirtió en el adversario más famoso de Flores Galindo. Ellos ofrecían imágenes antagónicas del futuro del Perú. Ambos coincidían en la ambigüedad que la crisis de la década de 1980 significaba para el Perú. El peor momento de la historia republicana del país era la oportunidad para un cambio radical. Esta interpretación ya estaba en establecida por Marx: los hechos siempre ocurren dos veces: primero como tragedia y luego como farsa. Pero esto suponía que se pudiera generar un orden deseable a partir del desorden. Ambos vieron salidas a la crisis en sentidos completamente diferentes. Ambos coincidieron en que se trataba de un momento singular de irrupción popular en la vida del país. Pero lo que Vargas intentaba todo el tiempo era desautorizar los proyectos indigenistas acusándolos de presentar los defectos que ya antes las clases dominantes del país habían mostrado persistentemente: la vocación fragmentaria y la acción continua para desorganizar los proyectos populares que luchaban por un cambio en las condiciones de vida de la mayoría de la población. Para Flores Galindo esa mayoría eran hombres andinos y el consideraba que sin su participación no habría solución para los problemas del país, porque cualquier solución debía involucrarlos a ellos. Eso explica su vocación por seguir las utopías de las masas. Vargas Llosa buscaba convertir la mentalidad de los hombres andinos en un asunto privado, conducirlos más allá de las fronteras de lo tradicional, fomentando la creación de una sociedad de propietarios individuales y de una nueva cultura política basada en el sentido de libertad individual que el juzgaba inexistente en el Perú. Para Vargas Llosa no existía una tradición renovadora, ni reconocía la posibilidad del cambio desde la tradición. El criticaba a los intelectuales progresistas, los acusaba de tener una cultura estatista y controladora, de ser marxistas dogmáticos que todo lo veían violencia y que promovían un estado burocratizado erigido por el populismo izquierdista. Para él estos eran los obstáculos para la formación de una verdadera economía de mercado. Sus inventos ideológicos, tales como la dependencia, el tercermundismo, la teología de la liberación, la revolución, impedían el desarrollo de la modernización capitalista de base popular.
La explicación de los orígenes de la utopía andina los separaba. Según Flores Galindo la utopía andina era una creación colectiva para defenderse contra la fragmentación y la pérdida de la identidad. Vargas Llosa negó esta tesis del origen popular de la utopía que él llamó arcaica. Para él la utopía nació de una elaboración de intelectuales renacentistas como Garcilaso y de cronistas o misioneros como Bartolomé de las Casas, quienes crearon una versión idílica de las sociedades prehispánicas. Ellos formularon esta utopía para condenar los abusos de la Conquista y cuestionar el derecho de España sobre los naturales de América.
La postura de Vargas Llosa contra la utopía andina y Flores Galindo partía de su rechazo al socialismo. Vargas dedicó el capítulo XVIII de su libro La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo a comentar Buscando un inca. Identidad y utopía en los Andes. Ambos libros continuaban un debate conceptual, presente en el ambiente intelectual peruano desde inicios del siglo XVII, iniciado por el jesuita José de Acosta (1540-1600) con su Historia natural y moral de las Indias, seguido por Guaman Poma y Garcilaso. Acosta, Guamán y Garcilaso narraron relatos sobre el orden moral del mundo andino anterior a la Conquista. Estos cronistas dieron respuesta a la descripción negativa de las culturas andinas realizada por los cronistas toledanos, que buscaban justificar el dominio colonial y la hegemonía cultural europea. Este debate estableció un tema clásico para la comprensión del Perú. El antagonismo creado en ese momento no pudo ser resuelto en una narración nacional de consenso general, sino que profundizó las divisiones sociales reales o imaginarias de carácter excluyente. Este debate se ha renovado periódicamente. Estos relatos se habían difundido en la sociedad, pero ninguno consiguió un valor persuasivo suficiente para lograr un consenso general. Se estableció una lectura compartida por los miembros de las diferentes comunidades culturales del país, indigenistas e hispanistas. Esta lectura compartida permitía a los adversarios aceptar la realidad de las ficciones de sus oponentes, a pesar de que en esas ficciones fueran discriminados y rechazados. Así, mientras Vargas trataba de descalificar el relato indigenista y Flores intentaba construir en base él un nuevo paradigma para el país.
Vargas Llosa describió a la tradición indigenista como una ficción renacentista incompatible con el mundo moderno, caracterizado por la racionalidad científica y la existencia de mercados. Resultaba extraño que Vargas Llosa pensara en una utopía de raíz renacentista que fuera incompatible con la modernidad fundada por el mismo Renacimiento.
Flores Galindo, como Arguedas, terminó preguntándose por el futuro del mundo quechua ante el irremediable advenimiento de una sociedad que parecía representar la muerte de la mejor tradición andina y la modernidad en su más horrible versión. Para enfrentarse al racionalismo occidental, la utopía andina tuvo que pelear en un nuevo terreno y traducirse en capacidades y proyectos históricos. El resultado fue en muchos casos una sociedad tan mala y deformada como la sociedad que intentaba rechazar. Separada del dominio de la producción material, la utopía andina quedó como un mero juego, inútil en el terreno de la necesidad y comprometida con una lógica y una verdad fantásticas, las de su propio orden interno, el regreso del inca. Esto es el punto central en la mitología que construyeron los partidarios de la utopía andina. Al igual que con el indigenismo, se debía saber si había alcanzado los límites de una idea. El progreso tecnológico del mundo globalizado hizo más evidente la separación entre el mundo idealizado y las realizaciones cotidianas. Las imágenes de la utopía andina perdieron su propia lógica y su propia verdad al confrontarse con la desintegración de las sociedades campesinas andinas en la segunda mitad del siglo XX.
El sentido de fractura de la sociedad estuvo ya descrito por Mariátegui. Incluso cuando planteó la estrategia para que la doctrina socialista se arraigase en las masas indias, Mariátegui resaltó que la educación ideológica de los indios debía ser llevada a cabo por militantes de raza india, ya que los campesinos indios solamente entenderían si se les habla en su propio idioma y que siempre desconfiarían de los blancos y de los mestizos. Mariátegui siempre afirmó el vínculo del movimiento indigenista con las corrientes revolucionarias mundiales. Para él, el movimiento indigenista respondía a un problema real, la cuestión indígena, que se originaba en la economía. El origen del problema del hombre andino estaba en su opresión económica. Sin embargo Flores lo entendía como parte de problema, más que como único rasgo del mismo.
Flores Galindo cuestionó la raigambre popular de los impulsos capitalistas detectados por Vargas Llosa. Para él no se podía reducir la irrupción de lo popular solamente a la expresión de una feroz competencia individual, sino que esta irrupción tenía una dimensión colectiva evidente en las respuestas populares ante la crisis. A la imagen del empresario popular oponía la de la cooperación y la ayuda mutua o el trabajo familiar. Para el discurso liberal, los informales que migraban rompían con su pasado, para Flores Galindo esta posición ignoraba la antigua historia de lucha de la sociedad andina contra el Estado y los terratenientes. Los migrantes no abandonaban su tierra para dejar de ser, sino para persistir. Para De Soto y Vargas Llosa, la transformación social resultaba de la conformación de un mundo de productores bloqueados por un Estado centralista. Los migrantes eran productores que, al ser liberados de un pasado arcaizante, quedarían listos para asumir la modernidad capitalista.
Para Flores Galindo esta propuesta era una trampa ideológica para presentar al capitalismo como lo nuevo y al socialismo como lo viejo. Flores creía que el capitalismo y el socialismo habían existido desde hacía tiempo y que luchaban por el destino de los hombres. Vargas trataba de colocar al capitalismo como una propuesta para el futuro, desligándolo de cualquier compromiso con el pasado, ignorando cualquier pasado que pudiera tener. La responsabilidad de lo que había ocurrido en este país hasta la fecha, recaía en el Estado y en quienes habían medrado a su costa. No había relación entre la miseria y el capitalismo porque éste todavía no existía en el Perú. El capitalismo era lo nuevo mientras que el socialismo, con sus afanes estatistas, era una prolongación del pasado.
Para Flores Galindo, la migración había hecho posible que los valores y la cultura andina ocuparan la ciudad, contribuyendo a la conformación de un vasto mundo popular urbano que se adaptaba a la modernidad a partir de mecanismos andinos tradicionales de decisión colectiva. Era un nuevo tipo de sociedad civil que no podía ser comprendido si solamente se tenía en cuenta a la tradición liberal europea como la única tradición democrática válida. Este mundo popular permitía pensar al socialismo no como proyecto estatista, sino como un modelo de autogobierno de los productores y permitía asumir al marxismo como un instrumento para el desarrollo en que el hombre andino jugase un papel vertebral.