domingo, 13 de abril de 2014

El final de los tiempos

La Edad Media europea había sido testigo de diferentes movimientos mesiánicos y milenaristas. Estos movimientos estuvieron ligados tanto a la aspiración de reforma como a los sentimientos sociales de frustración exacerbados por la miseria.
En las rebeliones andinas también se encontraba la alianza entre quienes no están conformes con el orden existente y la revuelta popular. La rebelión de Túpac Amaru empezó auspiciada por grupos urbanos, pero en el camino se convirtió en una guerra campesina. Para comparar a las rebeliones andinas Flores parecía tener en mente a los movimientos europeos medievales, como los de Tanquelmo, de Eudes de la Estrella y de los penitentes. Las revueltas de Tanquelmo y Eudes remecieron el norte y noroeste de Europa en el siglo XI. Al igual que con la Gran Rebelión andina, estos movimientos fueron patrocinados inicialmente por los habitantes de las ciudades, los burgueses pero rápidamente se convirtieron en revueltas populares que rechazaban los rasgos civiles.
Tanquelmo fue un notario de la corte del conde Raimundo II de Flandes partidario de las reformas gregorianas. Durante su juventud viajó como parte de una embajada a la Santa Sede, antes de hacer su primera tentativa mesiánica en Brujas, donde fracasó. Debido a ello tuvo que trasladarse a Zelanda y Brabante, donde tuvo mejor fortuna. Vestido como monje predicó al aire libre y atacó a las costumbres licenciosas del clero. En estas provincias en crecimiento económico convocó a multitud de oyentes provenientes del proletariado urbano. En Amberes su predica pasó a una posición más extrema, criticando ya no solamente al clero sino a la Iglesia y a los sacramentos. Bajo su prédica, los habitantes de la ciudad rechazaron los sacramentos ofrecidos por sacerdotes licenciosos. Después predicó contra los diezmos, la gente dejó de pagarlos a la Iglesia y los donó a Tanquelmo y sus discípulos. Tanquelmo se proclamó reencarnación de Cristo, portador del Espíritu Santo y el pueblo creyó en él. Se rodeó de doce hombres y de una mujer, a imagen de los apóstoles y de la Virgen. El nuevo mesías llevó una vida de lujo, luciendo ornamentos reales. Paseaba escoltado por guardias, precedido por una cruz, un estandarte y una espada. Se proclamó rey de los últimos tiempos, llegado para establecer un reino en que los sometidos encontrarían una compensación a sus pasadas desgracias. Durantes varios meses controló Amberes, pero en 1112 fue capturado por el obispo de Colonia. Tanquelmo logró escapar y pelear durante dos o tres años contra los señores feudales y los clérigos que lo perseguían, pero en 1115 lograron emboscarlo y matarlo.
El movimiento de Eudes de la Estrella apareció en las zonas más atrasadas de Bretaña y Gascuña. Su base social se encontraba entre campesinos empobrecidos. Eudes atacó a la rica Iglesia, negó sus poderes y su misión. Fundó una contra-Iglesia, cuyos obispos llevaban nombres asombrosos: Sabiduría, Conocimiento, Juicio, etc. Los partidarios de Eudes vivían en los bosques, saqueaban y quemaban las propiedades de la Iglesia. Estos vagabundos ofrecían banquetes a los que Eudes acudía ataviado como rey. Se proclamó Mesías ante el Papa Eugenio III. Todos se negaban a trabajar, pues creían estar viviendo en el Reino de Dios. Finalmente, en 1148 Eudes fue capturado y murió en prisión.
Estas dos revueltas deben entenderse en el contexto mesiánico y milenarista de su tiempo, el tiempo de las cruzadas. La especulaciones sobre el Rex iniquus, que precede al Anticristo y anuncia la llegada del rey del fin de los tiempos, estaban presentes en toda la época medieval.
Estas especulaciones dieron origen a movimientos populares de protesta, tal como las cruzadas pastoriles. En estos movimientos siempre se veía un antisemitismo sangriento y un anticlericalismo radical, el mismo tipo de caudillos que en las sectas de Tanquelmo y Eudes: ermitaños laicos, predicadores errantes, curas apóstatas, sacerdotes exclaustrados. Siempre había esperanzas mesiánicas y pretensiones de establecer un reino escatológico.
Estos movimientos populares florecieron en una zona donde la industria medieval alcanzó su máximo desarrollo. Allí los contrastes entre la fortuna y la pobreza eran más patentes y la precariedad del nuevo proletariado urbano formado por campesinos desarraigados favorecía la inestabilidad psicosocial.
En este clima de inestabilidad y de cambio vivió Joaquín de Fiore (1135-1202). Nació en Celico, Calabria, donde su padre era notario. Siguió la profesión de su padre en la corte de Palermo. El 1168 peregrinó a Tierra Santa y sobrevivió a una epidemia. Joaquín de Fiore recuerda haber recibido una revelación en el monte Tabor, después de lo cual decidió hacerse monje. Se volvió ermitaño y después de varios años ingresó a la orden cisterciense en Sambucina. En 1177 fue nombrado abad del monasterio de Corazzo (Sicilia), al frente del cual permaneció hasta 1188, año en que el para Clemente III le otorgó dispensa para que se dedica al estudio. Al año siguiente fundó el monasterio de San Juan de Fiore y después la orden de Fiore, aprobada por el papa Celestino II y protegida por el rey de Sicilia y después emperador Federico II.
Joaquín de Fiore creó un sistema profético basado en la correspondencia de las tres personas de la Santísima Trinidad, tres periodos de la historia y tres tipos de hombres: la edad del Padre, desde la Creación hasta el nacimiento de Cristo, correspondía al reino de los legos casados, la Ley y la materia; la edad del Hijo, al reino de los clérigos y de la Fe; y finalmente la edad del Espíritu, que llegaría pronto, correspondía al dominio de un nuevo orden monacal, el reino de los santos. En esta edad los hombres serían liberados del dominio de Ley, de la moral, y de la Fe, de la doctrina; se convertirían a la pobreza evangélica y vivirían según el Espíritu. Joaquín de Fiore fijó el año 1260 como el inicio de la edad del Espíritu.
En 1215, el IV Concilio de Letrán condenó la tesis de Fiore sobre la Trinidad, aunque no su doctrina en conjunto. En cambio la doctrina de sus discípulos, concretada por Gerardo da Borgo San Donnino en El Evangelio eterno, fue prohibida, debido a que vaticinaba la desaparición de la institución eclesiástica. El Evangelio eterno, escrito en 1254, consistía en una exégesis bíblica basada en el esquema de las tres eras de la Trinidad. La última era, el Milenio o Edad del Espíritu Santo, sería una era de paz, alegría, amor y libertad, donde todos adorarían a Dios. La Iglesia fue presentada como una gran burocracia inútil y prescindible. Tres años y medio antes de esta era, llegaría el Anticristo, rey que destruiría a la Iglesia mundana para luego ser derrotado.
La idea de la edad del Espíritu como un reino monacal fue aceptada por las nuevas órdenes religiosas, como los dominicos y los franciscanos. El milenarismo garantizaba un lugar para los pobres. Esta fue la prédica de los hermanos menores. Habría otra edad donde los sufrimientos serían recompensados, donde los humillados serían exaltados y los poderosos abatidos. El milenarismo fue visto como herético por la iglesia. La iglesia condenó el tratado de Fiore contra Pedro Lombardo, pero las nuevas órdenes mendicantes fueron vistas como los nuevos hombres espirituales anunciados por Joaquín. Los franciscanos espirituales a mediados del siglo XIII y otras órdenes de frailes y monjes se apropiaron de su profecía de la tercera edad durante los siguientes tres siglos. Joaquín de Fiore siempre conservó una reputación doble, como santo y hereje, por lo que sus escritos se vieron como altamente peligrosos.
En la Europa medieval, la utopía se fundió con la herejía religiosa. Se esperaba la realización de la utopía al final de los tiempos. Se pensaba que el mundo debía llegar a su término en una fecha precisa, el milenio. Es verdad que la certeza de la llegada del milenio no ocurrió en el año 1000, sino algo más tardíamente, en el siglo XIII, cuando se produjeron las grandes herejías populares europeas. Este clima de fin del mundo fue el entorno en que escribió Joaquín de Fiore. Sin embargo, el advenimiento del milenio fue progresivamente desacreditado por la Iglesia. El retraso de la Parusía fue fortaleciendo paulatinamente a la Iglesia como una institución jerárquica. La teología de San Agustín había marcado la declinación entre la jerarquía eclesiástica de la creencia en la venida inminente del Señor. San Agustín quitó énfasis a la venida inminente declarando que el Reino de Dios había empezado en el mundo con el establecimiento de la Iglesia. La Iglesia como institución era la representante histórica del Reino de Dios en la tierra.
El milenarismo era peligroso para la Iglesia, porque ponía fechas y lugares concretos para la salvación. El fin de los tiempos no era algo lejano sino inminente. La demanda de Cristo, predicar la palabra a todos los hombres de la tierra, se volvió real con la empresa ultramarina. Desde el siglo X, la Iglesia y todas sus instituciones estaban involucradas en el mundo. Nobles laicos tomaban parte en todos los asuntos eclesiásticos, incluyendo la designación de cargos monásticos; a partir de Otón I, los emperadores alemanes designaron a los papas según su conveniencia. Así, al igual que los nobles que nombraban a su gusto, el clero se convirtió en un reflejo de la nobleza y de sus luchas. La reforma cluniacense buscó corregir esta situación, estableciendo que el abad de cada monasterio designara a su sucesor. El Sacro Imperio Romano Germánico controló la designación de los papas hasta la reforma de Hildebrando en 1059. A partir de esta reforma, los cardenales eligieron al Papa, aunque dejaron al emperador su aprobación. Sin embargo, el emperador Enrique IV se opuso a esta limitación de su poder e inició la querella de las investiduras. La lucha entre el papado y el Imperio terminó con la renuncia de Enrique V en 1122 al derecho de la investidura. Para la gente llana y el bajo clero, la Curia y los príncipes de la Iglesia aparecieron como el enemigo a vencer.
El catarismo se difundió por la península ibérica a lo largo de los siglos XII y XIII. Este movimiento llegó desde el mediodía francés, desde Occitania, siguiendo las rutas de los mercaderes y trabajadores de la lana y prosperó gracias al apoyo que encontraron los cátaros en los señores feudales de las regiones pirenaicas. Entre la corona de Aragón y sus vecinos de Foix, Toulouse, Cominges, Rosellón, Narbona, Montpellier y Provenza existían numerosos lazos económicos, políticos y familiares. Se desconoce el momento exacto de la entrada del catarismo en los dominios de la corona de Aragón. El concilio de San Félix de Caramanh (1167), de gran trascendencia para la iglesia cátara languedociana, dio la primera noticia de la existencia de buenos hombres en tierras catalanas. Pedro el Católico habitualmente fue tolerante con los buenos hombres. Los intereses comunes entre señores catalano-aragoneses y occitanos, terminaron por enemistarlos con la nobleza de la Francia septentrional, a causa de sus deseos de predominio sobre los territorios occitanos. El catarismo se difundió en Cataluña. Inocencio III proclamó la cruzada contra los albigenses del Languedoc en 1209.a los herejes se organizó una expedición dirigida por Simón IV, señor de Montfort, que tenía también fines políticos al servicio de los reyes Capeto franceses. Los cruzados atacaron a varios vasallos y parientes del monarca aragonés, entre ellos el conde de Foix y Raimundo VI conde de Toulouse. Pedro II intentó lograr un acuerdo con Simón de Montfort en 1211, sin éxito. La derrota y muerte de Pedro II en 1213, en la batalla de Muret, frente a los cruzados de Simón de Montfort detuvieron la expansión catalana en Occitania y la expansión cátara en Cataluña. En 1229, mediante el tratado de Meaux, los reyes Capeto impusieron su soberanía sobre las tierras del Midi.
Para lograr la completa erradicación de la herejía cátara, el papa Inocencio III envío legados a diversas diócesis para estimular y reforzar la acción de los obispos, predicar y a atraer a los herejes a la fe. Domingo de Guzmán tomó parte en estas misiones en el mediodía francés entre 1206 y 1209. La frecuente ineficacia del tribunal de los obispos condujo al emperador Federico II y al papa Gregorio IX a decidir la creación de un tribunal extraordinario, donde el juez sería un clérigo, pero el príncipe garantizaría la base y la eficacia temporales de sus decisiones. En 1231 se creó el oficio de la Inquisición para aplicarse en Alemania y en Italia. Este tribunal se introdujo en el norte de Francia en 1233, y en el mediodía en 1234. A partir de 1252 la Inquisición dispuso del derecho de tortura a los presuntos herejes para lograr su confesión. Para la elección del juez, el papa Gregorio IX se inclinó hacia los religiosos y ocasionalmente los sacerdotes seculares. El primer inquisidor conocido fue Conrado de Marburgo, un secular. Sin embargo, los dominicos tempranamente se hacen cargo de la Inquisición, especialmente en Francia. Tres años después se les sumaron los franciscanos. En adelante, los inquisidores del Languedoc fueron ordinariamente dominicos mientras que los de Provenza fueron franciscanos.
Tras la derrota en Muret, muchos cátaros buscaron refugio en la península ibérica, en tierras catalanas y aragonesas especialmente. Jaime I (1213-1276) abandonó los intereses occitanos y el deseo de crear un reino pirenaico, y se volvió hacia el Mediterráneo. Los refugiados cátaros se establecieron en los dominios de la Corona aragonesa y tomaron parte en la repoblación de Cataluña, Baleares y Valencia. El funcionamiento de la Inquisición en Aragón desde el año 1232 contribuyó a erradicar los restos de herejía cátara en los reinos orientales. En torno a 1300, sus supervivencias no eran importantes.
Hacia 1260 surgieron los movimientos de flagelación penitencial, a veces dentro de la ortodoxia, a veces heréticos. Los movimientos de flagelantes aparecieron en Italia como procesiones organizadas por clérigos para apresurar la venida de la tercera edad, la edad del Espíritu. Las grandes pestes de 1258 y 1259 favorecieron la aparición de un clima emocional adecuado para las flagelaciones. El movimiento se extendió por Perusa, Roma, las ciudades de Lombardía y desde allí a Alemania. En Alemania, el movimiento se volvió anticlerical. Ya en 1260 el hermano Arnaldo había predicado que la Santa Comunidad, los pobres, se apropiarían de la autoridad de la Iglesia. Los flagelantes alemanes aseguraban que podían salvarse sin la mediación de la Iglesia o la observancia de los sacramentos, solamente por los méritos adquiridos por la flagelación. El clero y los príncipes alemanes acabaron con el movimiento de flagelantes, aunque este sobrevivió clandestinamente y revivió en periodos de hambre o peste. Sus adeptos se reclutaban entre gente humillada, condenada a la pobreza sin esperanza, que justificaban sus creencias en revelaciones y visiones. Las revueltas populares de la baja Edad Media, las grandes herejías populares, veían la lucha contra la miseria como una manera de acercarse al fin de los tiempos. Los poderosos eran instrumentos del mal que debían ser abatidos. El milenarismo fue el sustento de las herejías que asolaron Europa durante los siglos XII y XIII. Las herejías brotan en el norte de Italia, el sur de Francia, Alemania, Hungría. En España el inconformismo religioso tomó un aspecto diferente: el misticismo apocalíptico, influido por el mundo árabe, por el sufismo.
Entre finales del siglo XIII y finales del XIV, el no conformismo medieval adquirió, junto a los movimientos de pobreza, aspectos antinómicos que condujeron a la herejía del libre espíritu. Mediante la pobreza voluntaria, los ricos renunciaban a sus bienes y se unían a la protesta de los pobres que anhelan la riqueza del Reino de los Cielos. A ellos les estaba permitido todo, porque vivían ya en la libertad de un mundo sin pecado, en el que cualquier cosa que se hiciese era santa. Desobedecían las normas éticas vigentes y desafiaban las reglas de la sociedad y de la Iglesia. Su antinomismo proviene tanto de la aspiración a la pobreza, como de su eclesiología (el joaquinismo), su escatología o su mesianismo. Son el pináculo del clima de rebelión constante reprimida o frustrada que se vivía al final de la Edad Media. Los franciscanos espirituales, las sectas joaquinistas, los flagelantes e incluso los franciscanos terciarios difundieron estas ideas antinómicas. A finales del siglo XIII, esta doctrina religiosa, llamada del libre espíritu, se extendió a través de mendigos y ermitaños llamados begardos. Los begardos llevaban una vida peregrina, mendigaban su comida y mantenían un contacto permanente con las gentes del pueblo.
Otra tendencia desarrollada durante el fin de la Edad Media fue el antinomismo. Este afirmaba que la sola fe en Cristo liberaba a los cristianos de la obligación de observar la ley moral, propuesta en el Antiguo Testamento. La insistencia de San Pablo en sus Cartas sobre la incapacidad de la ley para asegurar la salvación y la salvación mediante la fe sin las buenas obras fueron la base para plantear la abolición de toda obligación para obedecer a la ley moral. El cristiano se debía comportar de forma ejemplar sin coacción, sino a partir de una devoción superior a la ley. Sin embargo, la ausencia de la obligación fue entendida como un permiso para ignorar la ley moral y carecer de reglas para determinar la conducta que se debía seguir. Ya en el siglo XVI, Lutero describió las opiniones del predicador alemán Johann Agricola como antinomistas para refutarlas. La controversia antinomiana de este periodo terminó en 1540 cuando Agricola se retractó de sus tesis. Posteriormente, otros movimientos inconformistas, como los anabaptistas ingleses se adhirieron y defendieron posiciones antinomistas.
Las características del cristianismo europeo variaron en el siglo XII debido al desarrollo urbano. La nueva sociedad, basada en la división del trabajo y la economía monetaria, se organiza en obreros artesanos y burgueses. En ellos se forma una nueva percepción del cristianismo. El primer rasgo de esta nueva percepción es la promoción de la pobreza a través de la pobreza voluntaria.
El ideal de la vida apostólica, basado en el seguimiento estricto de Cristo, la pobreza rigurosa, la comunidad de bienes y una piedad evangélica, condujo finalmente a la reforma y renovación religiosa entre los siglos XI y XIII. Este mismo ideario orientó programas heréticos, subversivos, frente al orden de la sociedad feudal, llena de desigualdades.
Estos ideales, que animaron los valdenses, se convirtieron en los objetivos esenciales de las corrientes pauperísticas de los siglos XIII y XV, los movimientos de los espirituales y de los fraticelli, los que fueron los sectores más radicales de las órdenes mendicantes, especialmente de la franciscana, y de las beguinas y begardos. Los movimientos no conformistas medievales mantuvieron una relación estrecha con la idea de reforma de la Iglesia. Sin embargo, las sectas más radicales fueron más allá de la idea de reforma y de la subsistencia misma de la Iglesia como institución de salvación. Las sectas radicales fueron más allá de la Reforma protestante y buscaron restituir a la Iglesia al modelo apostólico de los inicios del cristianismo. Estas sectas surgieron tanto en los países protestantes como en los católicos, pero desaparecieron de España a lo largo del siglo XVI.
Juan Olivi, natural del Languedoc, propagó las ideas joaquinistas y la doctrina pauperística en Cataluña. Durante el siglo XIV vivieron catalanes adeptos a la ideología de los fraticelli, como Arnau Oliver, Bernat Fuster, Ponç Carbonell y Arnau Muntaner. Muchos beaterios catalanes de mujeres y varones piadosos, las beguinas y los begardos, siguieron la conducta de los espirituales y fraticelli. Algunos de estos grupos desarrollaron el radicalismo extremista de los franciscanos heréticos. Surgieron centros de beguinos en Barcelona, Gerona, Villafranca del Penedés, Puigcerdà, Valencia y Mallorca.misma corte de Mallorca fue un foco importante de beguinismo. Varios hijos de Jaime II (1262-1311) favorecieron la causa de los fraticelli, incluso después de su enfrentamiento con el papa Juan XXII a causa de la disputa sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles. Sancha, hija de Jaime II, esposa de Roberto II de Nápoles, convirtió la corte napolitana en refugio para los franciscanos extremistas, perseguidos por la Santa Sede después de la condena de Juan XXII. El heredero de Jaime II, Felipe, terminó asumiendo las ideas y la práctica religiosa de los fraticelli formó un círculo vivaz austero de beguinos, al ser nombrado regente de Mallorca en 1324.
El movimiento franciscano y de beguinos y fraticelli persistió en Aragón hasta el siglo XV, a pesar de la condena del concilio de Vienne contra las tendencias quietistas e iluministas que existían en algunos sectores del beguinismo. El concilio de Tarragona de 1317 enfatizó la cautela necesaria para de discernir lo ortodoxo de lo heterodoxo en esta corriente espiritual.
El fenómeno beguino logró gran difusión en la parte occidental de la corona de Castilla, en Galicia, en Sevilla, en Salamanca y Burgos. Hasta la primera mitad del siglo XV persistió la presencia de fraticelli en España.

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