El orden colonial había creado una sociedad dividida en grupos opuestos. La división de la sociedad no respondía a la capacidad de los hombres sino a una coerción externa a ellos. El régimen colonial ataba la vida de los hombres andinos a reglas establecidas por una economía de enclave o de expolio, que no prestaba atención a las necesidades o a las habilidades de la población originaria. Al ser asignados los mitayos para poder pagar el tributo, se hacía equivalente el trabajo de los hombres andinos con su opresión. La forma de trabajo establecida, la prestación forzada de servicios para poder pagar tributos a la Corona, hacía imposible cualquier valoración positiva de la labor del hombre andino y de la sociedad andina en su conjunto. La socialización de los hombres andinos mediante el trabajo establecida por el sistema colonial ocurría con completa independencia de la voluntad de ellos. La producción económica, relacionada a la actividad minera y al circuito comercial creado alrededor de ella, no permitía a los hombres andinos participar en la decisión de qué o cuanto producir ni tampoco participar en la determinación del valor de aquellos que habían producido. De esta manera negaba cualquier valor al trabajo del hombre andino.
La revaloración de lo andino se convertía en un tema universal, ya que representaba la recuperación de la dignidad del hombre. Por ello lo andino, al ser transpuesto a un nuevo orden social adquiría un carácter diferente, no era un regreso al pasado como copia de él, sino como recreación. El régimen colonial no había permitido a los hombres escoger su destino: cada uno debía aceptar la posición que le había sido asignada. Por ello el régimen colonial contradecía la libertad y la convertía en una idea abstracta, que existía solamente en el terreno de la utopía.
Flores creía que bajo este régimen no existía una unidad inmediata de la racionalidad y la realidad. La unidad solamente se alcanzaría a final de un largo proceso, con la identidad de hombre reestablecido como libre y actuando como ser racional, conciente de sus potencialidades. La opción de la utopía andina (y también del socialismo) fue que siempre que existiese una separación entre lo real y lo utópico, sería necesario actuar sobre lo real y modificarlo para adecuarlo a lo utópico. En tanto que la realidad no fuese racional seguiría negando su verdad íntima. Lo real es lo que está de acuerdo a las normas de racionalidad, lo real en el mundo andino debía estar de acuerdo con aquellas normas creadas por los hombres andinos, con la racionalidad andina, con las formas con que los hombres aquí habían sido capaces de organizar su mundo. Una forma impuesta de racionalidad, en la medida que violentaba la libertad del hombre, contradecía la realidad. La nación peruana solamente se volvería realidad cuando alcanzase correspondencia con las potencialidades del hombre andino y permitiera su pleno desarrollo. La nación propuesta por la sociedad criolla, costeña y alienada nunca sería real porque negaba la capacidad misma de los pobladores andinos para decidir su futuro.
La racionalidad para Flores era tanto crítica como polémica. El se oponía a la aceptación acrítica del estado de cosas tal como nos era dado. Negaba la hegemonía de cualquier forma de pensamiento que rechazase la realización completa de la potencialidad del ser humano. Los utópicos andinos habían demostrado la dignidad del hombre andino, este aprendería a sentirla y no solo reclamaría sus derechos, sino que los tomaría libremente.
El Estado que Flores Galindo conoció en su juventud era un estado en crisis, incapaz de resolver los problemas que le planteaban las grandes transformaciones sociales que vivía el país. El Estado era el botín para la oligarquía y el ejército. En el Perú de la juventud de Flores seguía existiendo la servidumbre campesina y la marginación de los migrantes andinos. El Perú carecía de una clase media fuerte y políticamente conciente, capaz de dirigir la lucha contra la oligarquía. La oligarquía había gobernado un país sin oposición. Las clases medias urbanas no eran capaces de organizar una oposición seria y, al contrario, estaban sometidas a la oligarquía. Las protestas contra el orden social imperante en el país nunca habían logrado evolucionar hacia un movimiento revolucionario.
La introducción del adventismo en Perú y luego de otros cultos había significado para muchos la enseñanza que la libertad era un valor interior compatible con la servidumbre en la vida real. La labor del Opus Dei y del Sodalicium conducía a lo mismo, aunque en este caso la prédica iba dirigida a quien ejercía el sometimiento: el trabajo y la pobreza eran dones de Dios y uno debía aprender a vivir la santidad con ellos. Dentro del catolicismo mismo nunca se desarrolló la idea de una libertad cristiana que exigiese su realización en las condiciones externas. En este sentido la utopía andina se volvía herética e incluso anticristiana, ya que exigía buscar la satisfacción de las necesidades del hombre en la realización de la vida en el mundo exterior y no en el mundo interior.
La cultura criolla durante la República intentó crear un mundo ajeno a la miserable realidad social del país (Lima, ciudad jardín; la arcadia colonial). Mariátegui criticó esta alucinación. Su análisis intentaba reconciliar la tradición occidental (ya que el socialismo era herencia de esta tradición occidental) con la realidad social. Flores Galindo volvió a intentarlo en su tiempo. Sostenía que las clases educadas del Perú se habían aislado de los problemas concretos del país y por ello se habían vuelto impotentes para asumir la racionalidad andina y aplicarla a la remodelación de la sociedad. Estas clases buscaron sus realizaciones en la ciencia, el arte, la filosofía y la religión. Sin embargo, dado que estaban aislados de la corriente principal de la humanidad de este país, sus realizaciones fueron imitaciones de las heredadas de Occidente y resultaron francamente mediocres. Su cultura cambiaba los valores reales por valores imaginados. Así, reclamaban libertad de pensamiento antes que libertad de acción, moralidad antes que justicia y vida interior antes que vida social. Esta cultura criolla, defendida por Víctor Andrés Belaúnde, ajena a la intolerable realidad nacional, buscó conservarse intacta como depositaria de verdades que no habían sido realizadas en la historia del país. Por eso se convirtió en un falso consuelo y una falsa glorificación. La ciencia social propuesta por las elites criollas quería interpretar la vida social a partir de unas supuestas leyes inmutables, justamente aquellas que daban razón de ser a las elites criollas. Cuando los historiadores tradicionales describían la peruanidad buscaban hallar los rasgos habituales de las elites criollas para construir un concepto ucrónico de nuestra sociedad.
Flores, nacido en un mundo criollo, urbano, limeño de clase media, intentó escapar a la tendencia de convertir al pensamiento en un refugio y asumió la racionalidad de la utopía andina. Formó su pensamiento crítico a partir de ella y logró abandonar la indiferencia tradicional con que se tomaba la historia. Hizo de su filosofía un factor histórico concreto.
Flores también intentó rescatar a la historia nacional del ataque al que la había sometido la crítica marxista ortodoxa, encarnada por Heraclio Bonilla. Flores siempre había resaltado la función moral de la historia, su derecho a dejarnos una enseñanza para orientar nuestros esfuerzos en busca de mejorar nuestra sociedad. El quería adaptar las leyes y conceptos universalmente válidos descritos por Marx a la realidad multiforme del Perú. Intentó convertir lo individual del Perú, la opresión del hombre andino, en un caso universal de la opresión. La pregunta que debía responderse era si la racionalidad andina ofrecía leyes y conceptos que podían constituirse como normas universales de la Razón. Lo que se investigaba era la validez de la racionalidad andina. Flores investigó si era posible construir un orden racional y justo a partir de la utopía andina, es decir, si ésta era algo más que una fantasía individual o un estallido de rabia colectiva. Sin embargo, la crítica de la doctrina marxista partía de la afirmación de que no se podía reclamar la existencia de leyes universales del devenir histórico, que las identidades que nosotros identificamos simplemente son fruto de la costumbre o del hábito. Si uno renuncia a la validez racional universal, todos los procesos quedan sometidos a la vida empírica. De esta manera se pierde cualquier destino histórico del hombre y las condiciones reales de vida escapan al control del hombre.
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