viernes, 22 de abril de 2011

Buscando un inca de Alberto Flores Galindo fue la obra ganadora del premio Casa de las Américas de 1986, en el género ensayo. En 1987 fue publicada en La Habana y luego en Lima. Los doce ensayos que integran la obra fueron el resultado de varios años de búsqueda y respuesta de Flores Galindo ante los desafíos que planteaba la historia contemporánea del Perú. El produjo un libro de historia donde el pasado no debía ser una referencia muerta, sino una herramienta para comprenderlo y alcanzar nuevas metas. Flores Galindo como historiador había investigado casi toda la existencia del país, desde la confrontación con Occidente hasta las transformaciones sociales y la guerra interna en el siglo XX. Flores estaba convencido de que los historiadores no podían ni debían prescindir del presente. Para él existía una continuidad evidente entre las protestas andinas al inicio de la Colonia y las convulsiones sociales en la sierra central y sur. Las causas de esta violencia no querían ser reconocidas por el Estado, por las elites y por la historiografía tradicional, porque ponían en evidencia las limitaciones del proyecto que habían elaborado para la nación y daban origen a una crítica radical de todo el orden social establecido. El conocimiento de la historia andina se convirtió en un reclamo ético dirigido a quienes habían dirigido el país ignorando a la mayoría de sus habitantes.
Flores no confundía su solidaridad y su identificación con los oprimidos con la aceptación de todos sus proyectos. El entendía que algunos de esos proyectos no eran vías para solucionar los problemas que quejaban al país, pero otros sí constituían una base para construir un país más justo e inclusivo. Para Flores esto significaba asumir una filiación política: el socialismo.
Al iniciar el siglo XX, la elite peruana de la República aristocrática había dado por resuelto el tema de la identidad nacional. Para Riva Agüero, Belaunde o Porras Barnechea existía una única peruanidad, heredera de la gesta de la Conquista y de cierto mestizaje que privilegió la tradición hispánica. Los pensadores de la República aristocrática conocían la dualidad del país, dividido entre el país de las ciudades criollas de la costa y lo que Basadre llamó el Perú profundo, encarnado en los tercos y ásperos campesinos de las tierras altas. Estos pensadores esperaban la claudicación de los hombres andinos y su asimilación en la sociedad occidental o su desaparición.
Sin embargo, este mismo siglo XX vivió fenómenos que transformaron completamente a la sociedad peruana y al modo como ella se veía, a su política y a la reflexión sobre ella, la historiografía. Migración, desborde popular, crisis del Estado, cholificación, utopía andina, guerra silenciosa. La segunda mitad del siglo XX presenció el descubrimiento de un país hasta entonces ignorado, a través de estudios arqueológicos e históricos. Los antropólogos, lingüistas y etnohistoriadores, cumpliendo los anhelos de José María Arguedas, revelaron un país de múltiples rostros, heterogéneo, formado a mediante diferentes tradiciones históricas. El siglo XX vivió la irrupción de lo andino, no como creación, ya que lo andino siempre había estado presente en el país, sino como conciencia. Los peruanos descubrieron su propia historia y volvieron a plantear los objetivos de la sociedad y del Estado. Ya no querían un Estado que buscara suprimir todo lo plural y diferente, todo lo distinto a la tradición occidental o, aun más restringidamente, a la herencia hispánica,
Lo andino irrumpió desde el campo hacia la ciudad. Las esperanzas de una vida mejor, más justa, más participativa, pasaron de las formas míticas de la utopía andina hacia la acción política. El avance del capitalismo había desestructurado a las sociedades campesinas, provocando su deterioro y repliegue, pero no evitó la adaptación que hicieron los hombres andinos, aun campesinos, de la modernidad a partir de su propia cultural y organización. La migración y el desborde popular fueron dos de las formas como los hombres andinos llevaron la crisis de su sociedad campesina frente a la sociedad criolla, en las mismas ciudades de la costa.
Ya desde su fundación, las ciudades se habían visto rebasadas por personas y grupos que no consiguieron ser integradas dentro de ellas: eran los mestizos, las castas del orden estamental español, los hijos de la Conquista y de la vergüenza. Flores los describía como:
Hijos naturales, personas ilegítimas… vagos, desocupados, marginales. El estereotipo los identificó con gente pendenciera, dispuesta a cualquier revuelta. (p. 415)
La población mestiza había crecido paulatinamente desde la Conquista hasta convertirse en el grupo más numeroso de la población peruana. Este grupo no asumió ni pudo haber asumido la identidad de los conquistadores, el orden colonial se los negó. Pero la utopía andina sí les dio esperanza de formar parte de una sociedad como miembros con plenos derechos y no como marginales.
La utopía andina se formó en los restos de la sociedad originaria, pero asumió los desafíos del mundo moderno: la creación de una identidad, el reclamo por los derechos de los hombres, la conciencia de la historia. Flores nunca pensó en un quietismo romántico de la utopía andina, sino en la elaboración de proyecto social y político que hiciera posible el pleno desarrollo de las potencialidades de los individuos. La utopía andina fue el medio para educar la mentalidad de los hombres andinos y permitirle responder al desafío de la historia moderna. La utopía andina fue una herramienta poderosa para sobrevivir ante el embate de Occidente. Al igual que los judíos en la Antigüedad (y tantas veces los hombres andinos se han comparado con el pueblo elegido cautivo de la opresión), los hombres andinos se aferraron a sus creencias para poder sobrevivir. Al igual que los judíos, imaginaron una guerra cósmica y un Apocalipsis donde ellos serían vencedores. Esta herramienta en algunos momentos ha espado al control de los hombres y ha producido estallidos de violencia. En otros momentos ha servido para proteger a la sociedad andina, para resistir las tendencias a la uniformización y a la asimilación y para ganar nuevos espacios y nuevas fuerzas. Las migraciones del siglo XX fueron un ejemplo de esto: los hombres andinos se enfrentaron a la precariedad de su vida material en un campo empobrecido y cada vez más atrasado, invadieron las ciudades, se apropiaron del idioma de los conquistadores y transformaron la economía y el rostro del país. La eficacia de la utopía andina no se encontraba en que fuera capaz de provocar sublevaciones, sino en que podía introducir valores y concepciones en los dominados e incluso en los dominadores. La fuerza emocional y ética de la utopía andina reclamaba una capacidad de organización política y social para no naufragar en un estallido de violencia. Flores estaba convencido que la utopía andina podría generar una ideología, un proyecto político, capaz de producir una revolución y un cambio en el país, para que ya no fuera una República dividida, sino que tomara conciencia de su historia y la empleara para transformarse en la tan deseada Utopía.

 

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