viernes, 22 de abril de 2011

La República independiente


La reflexión sobre los orígenes y la definición de nación peruana, del sentimiento nacional y del nacionalismo fueron temas importantes de investigación para Flores Galindo. El estudió la relación entre nación y el Estado, no solamente bajo el aspecto institucional y bajo las prácticas políticas, sino que también resaltó los aspectos culturales tanto en la formación de la conciencia andina y de la conciencia criolla como en las identidades particulares, regionales, en los imaginarios y en las memorias nacionales. Flores criticó a quienes afirmaban el carácter constituido de la nación peruana y resaltó la necesidad de estudiar los procesos de construcción de esta nación posible, vinculándola a proyectos que se realizaron fuera de la Corona y al margen del Estado. El investigó la relación que existió entre la modernidad y la aparición de la nación, buscando las causas políticas, culturales y económicas que provocaron la emergencia de naciones en los Andes.
Los Estados de la América española se constituyeron tempranamente en Repúblicas, asumiendo una identidad nacional. Sin embargo, las causas de la aparición de estas nuevas naciones son muy diferentes de las que originaron los movimientos nacionales en Europa. Las naciones americanas no aparecieron como consecuencia del triunfo de la economía moderna o a la aparición de nuevos grupos sociales, pese a que en el siglo XVIII había ocurrido una expansión económica en muchas regiones americanas. Tampoco surgieron como corolario de la formación de una nueva cultura común moderna, generalizada y aceptada por todo el cuerpo social, ya que a finales del siglo XVIII el espíritu crítico, la modernidad, la iniciativa individual o incluso la alfabetización estaban lejos de ser masivas y los vínculos y los valores de la sociedad tradicional seguían siendo dominantes.
Toda revolución requiere un andamiaje intelectual. Al comenzar el siglo XIX, los criollos del Perú no podían edificarlo recurriendo a los mismos autores que respaldaban las actitudes contestatarias en Europa. Hubiera sido lo natural para enfrentarse a una España que persistía anclada en su pasado. (p. 202)
En el camino hacia la nación, Hans-Joachim König investigó el papel del nacionalismo en el proceso de la formación del Estado y de la Nación en una región particular americana, Nueva Granada, llegando a la conclusión que a pesar de la consolidación estatal a finales del siglo XIX, Colombia se encontraba todavía en proceso de creación de una nación. Antonio Annino, Luis Castro Neiva y François-Xavier Guerra en De los Imperios a las Naciones: Iberoamérica de 1994 también afirmaron que este proceso de construcción de naciones modernas seguía inacabado y cuestionaron que se pudiera alcanzar un resultado, fuese el éxito o fracaso, en la construcción de naciones modernas en América Latina. Flores recordaba que los proyectos para unir a las dos Repúblicas y a las diferentes castas habían fracasado:
La violencia desencadenada contra el orden colonial termina propalándose entre los rebeldes, escindiéndolos y anulando cualquier posibilidad de éxito. (p 228)
En el proceso de Independencia hispanoamericano, el establecimiento de regímenes representativos modernos y la aspiración a la soberanía nacional fueron proyectos inseparables para los movimientos patriotas. Ambos fenómenos aparecieron rápidamente al producirse la crisis de la Corona española en 1808. Durante el periodo entre 1808 y 1814 el constitucionalismo liberal español contribuyó a la transformación del discurso político americano. La ocupación de la península ibérica por Napoleón y la instalación de José Bonaparte en el trono condujeron a una crisis de legitimidad de la monarquía española. Las naciones latinoamericanas no surgieron a partir de comunidades dotadas de particularismos lingüísticos, culturales, religiosos o étnicos. Los forjadores de los nuevos Estados, esencialmente los grupos patriotas, pertenecientes a las elites criollas, compartían el mismo origen europeo, la misma lengua, la misma religión, la misma cultura, las mismas tradiciones políticas y administrativas a lo largo de toda América. Las naciones que aparecieron con la Independencia, no fueron en general comunidades dotadas de una fuerte identidad cultural. México y Perú, que habían desarrollado una identidad regional en el siglo XVIII (en el caso peruano, relacionado incluso al renacimiento inca), paradójicamente fueron países donde la fidelidad hacia la Corona fue más intensa y la Independencia más tardía. Por el contrario, las regiones más tempranamente independizadas como Venezuela, Río de La Plata o Nueva Granada, poseían identidades culturales embrionarias. Flores creía que los patriotas vivieron una identidad en duda. Analizó el caso de Mariano Melgar para afirmar que la elite criolla se encontró en una trampa, tanto en la imaginación de la Nación como en su realidad:
“¿Qué patria tienes tú?, le preguntan las voces de esos bárbaros. La identidad cuestionada. (p. 232)
Los líderes patriotas, en oposición a las medidas tomadas por la administración colonial borbónica, exaltaron el pasado andino, aunque no compartieron el poder del nuevo Estado.
En la ficción se encuentra el futuro republicano con el pasado imperial, mientras que en la vida cotidiana habrá que esperar hasta los primeros decenios de este siglo para que los campesinos se reconozcan en el pabellón rojo y blanco. (p. 253)
La nación en general ha sido definida a partir de dos tipos básicos derivados de la formación de las naciones y los estados nacionales europeos. Friedrich Meinecke distinguió entre naciones estatales y naciones culturales, mientras que Hans Kohn diferenció la nación constituida subjetiva y políticamente, y nación determinada objetiva y culturalmente. El Estado nacional francés formado tras la Revolución de 1789 se basaba en la decisión individual de los ciudadanos de ser franceses o no. El Estado nacional americano formado tras la Guerra de Independencia se basaba más radicalmente aún en la decisión individual de los ciudadanos de pertenecer a él o no. De manera diferente, los Estados nacionales en Europa central y oriental, no se formaron por voluntad de los gobernantes o de la nación. Este modelo se desarrolló durante la Unificación alemana o italiana. Estas naciones existían más allá de la voluntad de los individuos de pertenecer a ella o no. Estas naciones no se basaban en la libre elección, sino en la determinación étnica.
Flores entendía que el mundo colonial había seguido por partes esta determinación étnica. La sociedad colonial se había dividido, con ciertas salvedades, en un espacio urbano español y un mundo rural andino:
            La organización del espacio urbano colonial estuvo condicionado por esta segmentación étnica. Así, en Lima, el barrio de los españoles estaba claramente separado del barrio de los indios… Pero esta repartición no era rígida. (p. 261)
La diferenciación de las naciones hispanoamericanas tras el colapso del imperio español ocurrió con rapidez. Los trabajos de David Brading, Edmundo O'Gorman, Anthony Pagden, Jacques Lafaye o Bernard Lavallé pusieron de manifiesto la configuración de identidades locales en las elites criollas de los virreinatos. Solange Alberro resaltó la importancia de los procesos de aculturación de los españoles y de la sociedad criolla a las culturas nativas y a las características del mundo americano, sosteniendo que la aculturación no solamente ocurrió en las sociedades indígenas, sino que proporcionó una base para comprender los procesos de localización y de particularización de la población de origen europeo en América después de la Conquista y explicaba parcialmente los límites de los nuevos estados.
            Durante las guerras de independencia, la necesidad perentoria de movilizar a los indios contra los españoles explica el intento de trazar algunos puentes entre la vertiente occidental y la vertiente andina del Perú. (p. 253)
Hobsbawm había planteado que los intereses económicos y políticos dentro de una unidad territorial fueron factores principales en la formación de las naciones, mientras que Anthony Smith resaltó la importancia del fundamento cultural y étnico. Hobsbawm señaló que el nacimiento de las naciones se había producido entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX y consideró a las naciones y los estados nacionales como unidades de población que habitaban un territorio delimitado, poseían intereses económicos comunes con movilidad social en un único territorio, leyes comunes con derechos y deberes idénticos para toda la población, y una única ideología cívica aceptada por la comunidad. Según Hobsbawn, los Estados y los nacionalismos aparecieron antes que las naciones. Smith, al contrario, consideraba a las naciones como comunidades étnico-culturales politizadas, poseedoras ancestros comunes y capaces de fundar la cohesión de la sociedad moderna a partir de mitos, símbolos y tradiciones. Desde este punto de vista, el origen de las naciones podía rastrearse en el desarrollo de identidades regionales durante la edad media. Smith negaba que la modernización hubiese jugado un rol principal en la creación de las naciones.
Las formas de identidad temprana desarrolladas en Hispanoamérica no demostraban la existencia de una nación en el imaginario colectivo que fuese anterior a la Independencia ni tampoco que el proceso de creación de una nación fuera inevitable después de producida ésta. Sin embargo, ejercieron la función dar una base de identificación colectiva, de presencia variable entre las elites criollas, que determinó el inicio de los procesos de configuración de un imaginario nacional a partir de la Independencia.
En México y en Perú ocurrió una identificación de patria con reino que pudo imponer una percepción colectiva de singularidad, reforzada por la asimilación de la patria al concepto territorial e institucional de la nación. En el caso del virreinato del Río de la Plata, éste no llegó a ser asociado en el imaginario colectivo a los límites de la patria, sino que este concepto se asimiló más comúnmente a la ciudad natal y a su territorio. A diferencia de Perú o de México, los que eran definidos como reinos por la administración colonial, el territorio del virreinato del Río de la Plata fue llamado Provincias Unidas del Río de la Plata por los independentistas. Otro modelo de consolidación de la nación ocurrió por la percepción de la singularidad debida al aislamiento, como en el caso de Chile o de Paraguay.
Durante el levantamiento de Tupac Amaru, en los documentos de los rebeldes aparecía el término nación asociado al significado que usualmente se le daba en la época colonial, como patria, lugar de origen. Era un reconocimiento de heterogeneidad, mientras que la patria era el elemento de referencia común para todos los pobladores del virreinato. En 1821 San Martín proclamó la Independencia de Perú en nombre de los pueblos del Perú, considerando como nacionales en ella a los nacidos dentro de los límites de su territorio y la nación peruana quedó equiparada a la patria.
            Todas las provincias del Perú reunidas en un solo cuerpo forman la Nación Peruana. (Bases de la Constitución Política del Perú. Lima, 1822)
La nación se ha definido como un orden pensado que orientaba la actividad en la sociedad, a partir de criterios étnicos, culturales o de carácter jurídico y cívico. Los proyectos nacionales servían para comprender tanto el proceso de la formación de la Nación como la evolución conceptual en los procesos de construcción nacional. La condición de proceso significaba que construir la Nación presuponía un acuerdo sobre la dirección del proceso y que el resultado de este proceso consistía en armonizar a la sociedad que vivía en ese Estado, lo aceptaba y se identificaba con él por fomentar su desarrollo. Armonizar no incluía solamente medidas políticas y sociales sino también la creación de una identidad cultural e histórica. No se debía confundir Estado y nación, ya que no todos los Estados eran naciones, sin que esto significara que las elites políticas no valorasen a sus Estados como naciones. Un Estado podía convertirse en Nación, mediante una política coherente de integración o participación política y social, y una creciente lealtad e identificación del conjunto de sus habitantes. Sin embargo, las elites criollas en Perú no estuvieron dispuestas a incluir a los hombres andinos en la construcción nacional.
Existía un miedo sordo que los generales de Junín y Ayacucho no habrían admitido, pero que para cualquier foráneo resultaba demasiado visible. El viajero Alexander Caldclugh, en 1820, refiriéndose a indios y blancos decía: “no tenían intereses en común, apenas los ligaba un mal disimulado y mutuo odio y rencor”. (p. 254)
La Independencia en el Perú no ocasionó un cambio en la heterogeneidad del país ni en la percepción que las elites criollas tenían de las diferencias, sino que condujo al movimiento patriota al convencimiento de que la fuerza modificadora del liberalismo era necesaria para anular las diferencias y crear una categoría única de ciudadanos. Esta nación de ciudadanos haría realidad el anhelo moderno e ilustrado de progreso. Un conjunto de instituciones y leyes avanzadas y orientadas al bien común se deberían encargar de la transformación de esta mezcla de elementos heterogéneos y carentes de cohesión en una sociedad unificada capaz de reconocerse como peruana. La libertad debería generar ciudadanos libres, iguales en derechos, propulsores del progreso de la comunidad. La confianza en el poder renovador de las constituciones originó el optimismo los primeros años de la Independencia.
            [Bolívar] suprime definitivamente el título de curaca, transfiriendo las funciones de estas autoridades a las que sean “nombradas por el gobierno central”. La exaltación del imperio [incaico] no le impide continuar la política borbónica contra la aristocracia indígena. Los incas han sido transformados en seres de un pasado lejano, comparables a las divinidades griegas: hermosos y distantes. (p. 252)
La sociedad organizada en Estado podía ser considerada como una nación cuando hubiera alcanzado determinadas características: un sistema de valores establecidos, una creciente movilidad social, un incremento en la participación política de la población, una tendencia a la igualación económica. Este proceso, según Stein Rokkan, se desarrollaba en cuatro fases: fundación del Estado y fijación territorial por una elite, incorporación de amplios estratos de la población al sistema político, aumento de la participación activa, y redistribución de los bienes nacionales. Las elites dirigentes eran agentes decisivos en este proceso, ya que ellas, podían iniciar la movilización, pero también podían impedir la participación política y económica de otros miembros de la sociedad, bloqueando la transformación nacional. Los criterios para definir la existencia de una nación constituían parámetros adecuados para evaluar el nacionalismo.
La dificultad para definir al nacionalismo por sus contenidos, ha conducido a definirlo por su carácter funcional. El nacionalismo se definió como un instrumento empleado para motivar la actividad y la solidaridad políticas; para movilizar a la sociedad sea total o parcialmente, identificándola con la nación, o a una colectividad concebida como nación, contra opositores internos o externos. El nacionalismo se dirigía tanto a la población que vivía dentro de los límites estatales, como establecía los límites frente a otros Estados y naciones. El nacionalismo exigía que la lealtad hacia la nación primara ante cualquier otra lealtad. Esta definición permitía distinguir entre nacionalismo y la conciencia nacional o autoconciencia es decir, entre ideología o doctrina y sentimiento o pasión.
Al estudiar un período de varios siglos es necesario disponer de una definición amplia y aún no definitiva, ya que al partir de una definición general previa, el resultado de la investigación acerca de la función del nacionalismo estaría limitado por ese juicio del que se parte. Además, al tener solamente una valoración positiva del nacionalismo como una búsqueda de integración nacional y consenso social se terminaba escondiendo los aspectos más oscuros del nacionalismo frente a los conflictos sociales, tales como la xenofobia o la segregación. Para evitar generalizaciones o parcialidades, es necesario investigar los orígenes del nacionalismo.
La modernización fue el proceso histórico de cambios estructurales que empezó en Europa occidental en el siglo XVIII. Esta transformación social se extendió a todo el mundo, en un proceso de modernización universal. Sin embargo, las repercusiones sociales de este proceso no fueron iguales en todas partes. La modernización se expandió de manera desigual tanto en el ámbito internacional como en el nacional. El nacionalismo estuvo motivado por las deficiencias y los desniveles en el grado de modernización alcanzado por los países. En este sentido, el nacionalismo fue una respuesta al desafío de la modernización especialmente en países no europeos, una reacción ante al atraso económico y una condición previa para alcanzar el desarrollo de la sociedad.
Karl W. Deutsch planteó que la formación de la conciencia nacional y del nacionalismo dependía de la extensión, intensificación y modificación del contenido de sus hábitos y posibilidades de comunicación, como resultado de una creciente movilización social y de una progresiva integración. La formación de un comportamiento nacional era un proceso social y no había que presuponer la existencia de naciones como formas sociales dadas. Deutsch concibió a la nación como el producto de un desarrollo a largo plazo, como un proceso paulatino de formación de una complementariedad social consciente. El nacionalismo era la ideología que estimulaba este proceso mediante una comunicación más intensiva dentro de la colectividad que compartía un idioma y una cultura. Según Deutsch el nacionalismo existió antes de que la nación. La utopía andina pudo convertirse en el germen de la nación.
La utopía andina fue una respuesta al problema de identidad planteado en los Andes después de la derrota de Cajamarca y el cataclismo de la invasión europea. Los mitos no funcionaron. Se necesitaba entender la historia. Este problema fue entendido por los indios y los campesinos que protagonizaron las rebeliones nativistas pero también, a su manera, lo vivieron esos sectores de la población que fueron rechazados por españoles e indios: los mestizos, los verdaderos hijos de la conquista, producto de esa orgía colectiva que fueron las marchas de las huestes peruleras. (p. 415)
El nacionalismo también ha sido definido dentro del contexto de transformación social y de la crisis del desarrollo político. Las sociedades abocadas a la modernización política dentro del proceso de modernización más amplio, se enfrentaron con seis problemas que las elites políticas debían resolver: la crisis de penetración (el problema de una administración efectiva, que alcance a todos los niveles sociales), la crisis de integración (el problema de la integración de los diferentes estratos de la población en la vida pública), la crisis de participación (el problema de la participación de grupos cada vez mayores en el poder político), la crisis de identidad (el problema de la identidad nacional, es decir, de la creación de una conciencia nacional común, consiguiendo la identificación de los distintos grupos de la población con la sociedad como un todo y con el sistema político), la crisis de legitimidad (el problema de la legitimidad del poder, de la responsabilidad del gobierno y del reconocimiento del sistema por parte de la población) y la crisis de la distribución (el problema de la repartición de bienes y recursos en el interior de la sociedad).
Los patriotas criollos postularon los ideales de libertad e igualdad como una característica fundamental del nuevo Estado independiente frente al antiguo orden colonial. Esperaban de esta manera lograr la unidad y la integración de la nación. Esta integración debía incluir a la población andina, aunque esto significara la adopción de las tradiciones indígenas.
Nobles hijos del sol, amados hermanos, a vosotros virtuosos indios, os dirigimos la palabra, y no os asombre que os llamemos hermanos: lo somos en verdad, descendemos de los mismos padres; formamos una sola familia, y con el suelo que nos pertenece, hemos recuperado también nuestra dignidad y nuestros derechos. (El Congreso Constituyente del Perú a los Indios de las Provincias Interiores)
La solidaridad con los indios, quienes habían sufrido el poder colonial español desde la Conquista, sirvió para justificar al movimiento independentista y sus objetivos. En el imaginario de la Independencia, en la mente de los líderes patriotas, la nación apareció como una entidad incluyente, en la que la heterogeneidad y la ausencia de cohesión debían desaparecer progresivamente por la acción de las instituciones y por una educación orientada a la formación de ciudadanos. El ideal de libertad política influyó en la decisión de los dirigentes patriotas, de forma que los derechos cívicos deberían haber constituido el principal criterio de pertenencia a la nación establecida dentro de las fronteras de la patria, entendida como el país de nacimiento. El Estado independiente planteó que la pertenencia étnica y regional no significaba una desigualdad, sino que la igualdad política debía ser el rasgo característico de la nueva República. La referencia a los indios como dueños legítimos de América y a la injusticia de la Conquista legitimaba al movimiento de liberación. Los indios fueron empleados como un instrumento para reclamar el derecho a libertad.
La dimensión institucional de la nación debía predominar sobre la cultural, anulando la diferencia entre hombres occidentales y andinos mediante la cohesión fundada en la identidad cívica, aunque las raíces de esta identidad cívica se asentaban predominantemente en la herencia occidental. No se hizo referencia a la percepción de las distinciones raciales, ni de costumbres, sino a aquellos elementos de la sociedad tradicional que impidieran la construcción de una República de ciudadanos propietarios, de acuerdo al modelo utilitarista del individuo industrioso e ilustrado que seguía sus propios intereses y cuya máxima fidelidad, como ciudadano virtuoso, se dirigía al Estado civil.
La condición de ciudadano desempeñó un papel preponderante en los esfuerzos de los líderes criollos para atraer a la población a los nuevos Estados. Los ideales republicanos prometieron igualdad, participación política, libertad y progreso económico. A través de la ciudadanía quedaba demostrada la transformación política, y los habitantes del nuevo Estado independiente se convirtieron en patriotas, cuya condición de ciudadanos era reconocida por las elites políticas. Los hombres andinos ya no fueron considerados como súbditos bajo tutela, sino como miembros iguales del Estado, provistos de derechos que hasta entonces les habían sido negados. De esta forma los líderes insurgentes buscaron que los movimientos nacionales no quedaran reducidos a un pequeño círculo de patriotas.
                                                                                 
Independencia, nación y nacionalismo en el Perú
Durante las primeras décadas del siglo XIX, los dominios españoles en América se desmembraron y en el proceso de formación de las repúblicas independientes actuaron dos factores fundacionales: la voluntad de ruptura con la Corona española y la aceptación del paradigma ilustrado del Progreso.
El Perú independiente surgió cuando Europa vivía la Revolución Industrial y las revoluciones burguesas. Se ha interpretado de tres maneras diferentes la Independencia. La postura tradicional, llamada por sus críticos nacionalismo criollo, fue el planteamiento oficial del estado oligárquico anterior a la dictadura de Velasco Alvarado. Esta posición afirmaba que los peruanos de todos los grupos étnicos y sociales, liderados por los próceres criollos, participaron en un levantamiento general contra el dominio español. José Antonio del Busto, representante de esta postura, afirmaba que  tanto blancos como indios, mestizos o esclavos negros participaron en la formación del Perú. El definió al Perú como una realidad histórica que tenía tres dimensiones distintas: el Perú como patria, el Perú como nación y el Perú como Estado. La patria ya había nacido en el pasado, porque el Tahuantinsuyo ya era el Perú. El Perú surgió del virreinato como independiente, uninacional, pluricultural, multilingüe y mestizo. La Independencia fue la consolidación del Estado nacional peruano.
Sin embargo, incluso historiadores contrarios al cuestionamiento de la nación peruana definida por la historiografía tradicional, como Fernando Iwasaki, entendieron la irrealidad de esta versión.
Durante años, el monopolio de la identidad nacional ha sido detentado por la llamada historiografía tradicional, aquella que se reclama heredera del pensamiento de hombres como Riva Agüero o Víctor Andrés Belaunde… la historiografía tradicional no ha sabido conservar su herencia, modernizar sus métodos o formularse nuevas preguntas. Su versión de la historia nacional es tan idílica que raya con lo irreal, y tan débil en sus fundamentos teóricos que ya no satisface a un sentido común sacudido por la crisis y la violencia. (Iwasaki: Nación peruana: entelequia o utopía, p. 3)
Pero Iwasaki aseguraba también que la crisis de identidad que vivía el Perú contemporáneo era consecuencia de la difusión y consagración de una versión pesimista y patética de la historia peruana, enunciada por aquellos a los que llamaba (usando una expresión de Belaunde) “modernos sociólogos”. Los modernos sociólogos eran
… las nuevas generaciones de científicos sociales que han sabido darle una dinámica diferente al estudio de los fenómenos sociales en el Perú. Ellos son los “modernos sociólogos” que analizan al Perú contemporáneo. (Iwasaki, p. 45)
El los caracterizó por el empleo de una metodología rigurosa de análisis marxista, por realizar su labor mediante la financiación extranjera, por conseguir la publicación regular y ordenada de sus investigaciones y por ejercer un control indebido sobre las corrientes de opinión en ciencias sociales. Entendía que los más destacados de estos modernos sociólogos eran Flores Galindo, Gonzalo Portocarrero y Denis Sulmont. Iwasaki los acusaba de haber tenido una actitud colaboracionista y servicial ante el capital extranjero, la que fue indispensable para que se impusiera un sub-imperialismo cultural. Los llamaba sarcásticamente modernos sociólogos, ya que según él no eran ni modernos ni sociólogos.
Según él, estos modernos sociólogos habían logrado que se estableciera un consenso sobre la crisis de la identidad nacional, tal como los indigenistas habían establecido el consenso sobre la opresión del indio. Ellos habían creado e impuesto un vocabulario histórico sociológico: desborde popular, estado oligárquico, enclave económico, estado-nación, utopía andina. La crítica de los modernos sociólogos estaría basada en consideraciones ideológicas antes que científicas, ya que ellos
… parten de una historia preconcebida cuyas conclusiones se pueden anticipar con facilidad: la acumulación de frustraciones demuestra que el Perú no existe y que sólo la revolución socialista le puede proporcionar al país una entidad histórica. De ahí que para ellos hablar de nación en el Perú signifique hablar de algo irreal o quimérico, de entelequias o utopías. (Iwasaki, p. 171)
El problema de la crisis de identidad planteada por los modernos sociólogos no surgía de
… un análisis científico y objetivo de la historia, sino de una aplicación conciente y premeditada de ciertos dogmas de la doctrina marxista. (Iwasaki, p. 172)
Para él, los modernos sociólogos se dedicaron a demostrar que el Perú no existía para agudizar la crisis de identidad de la sociedad peruana y difundir un mensaje sectario sobre la ausencia de un proyecto nacional y la imposibilidad de alcanzar una identidad.
Iwasaki afirmaba que los historiadores marxistas habían negado la existencia del Perú para acusar a las clases dirigentes por su incapacidad y para afirmar el fracaso de las elites criollas dirigentes, capitalistas y occidentalizadas, en la construcción del país. Ellos consiguieron que la versión aceptada por la mayoría sobre la historia del Perú fuese la frustración y la debacle de los proyectos iniciados por los grupos gobernantes. Para Iwasaki, el más connotado exponente de esta condena del país fue Julio Cotler en Clases, Estado y Nación en el Perú.
El gran triunfo de los intelectuales marxistas ha sido demostrar que este país es una quimera, conquistar el espacio ideológico y académico para consolidar en nuestra sociedad las supersticiones de su historicismo. (Iwasaki, p.4)
La raíz de la crisis de identidad planteada por los historiadores marxistas no se originó en la realidad peruana sino en los libros de Marx, quien se oponía a cualquier conciencia nacional. El citaba el Manifiesto comunista:
Se acusa también a los comunistas de querer abolir la patria, la nacionalidad. Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen (Marx, 1969: 50)
Como los modernos sociólogos habían seguido estrictamente las ideas de Marx, habían terminado negando la realidad de la nación peruana. Por ello se referían siempre al fracaso de las clases dominantes.
Nos parece que es de suma importancia ser concientes de esta realidad, ya que podemos afirmar que la nación peruana existe, a pesar de los intentos dogmáticos de los “modernos sociólogos” por demostrar lo contrario. Ellos no se cansarán de repetir que primero es la conciencia de clase y después la conciencia nacional… o, lo que es más grave aún, que hablar de “Perú” es un “abuso del lenguaje”. (Iwasaki, p. 174)
Iwasaki entendía el pensamiento de Marx solamente en términos económicos
Dentro de las muchas diferencias que existen entre mi análisis y el marxismo, está el hecho que yo no reduzco la historia humana a un sórdido conflicto económico. (Iwasaki, p.6)
Para Iwasaki, el proyecto nacional debía realizarse como un proyecto pedagógico, como una tarea moral antes que una elección ideológica, como desarrollo individual antes que una opción colectiva. Intentó desautorizar a estos intelectuales marxistas cuestionándolos a nivel personal, resaltando la contradicción que según él existía entre su discurso y sus acciones, buscando descalificar al hombre para descalificar sus ideas. Dado que no había identidad entre sus declaraciones y sus actos, Iwasaki los acusó de evadir la responsabilidad moral que les correspondía de acuerdo a sus afirmaciones y a su propia visión de la historia, condenándolos por una perfidia que le parecía peor que cualquiera de los vicios de la historiografía tradicional. Para él la razón de la crisis de identidad nacional se reducía a la crisis de identidad de los historiadores marxistas, como Macera, Ortega, Cotler o Bonilla.
La mayor parte de los “modernos sociólogos” han sucumbido ante el discreto encanto de la burguesía, han degenerado a lo que Macera alguna vez denominó el “procerismo”: acartonados personajes, burócratas arribistas y mercenarios intelectuales con pasaporte cosmopolita. (Iwasaki, p. 175)
Iwasaki resumió y actualizó la versión de la historiografía tradicional como una negativa a discutir la definición de la nación peruana, en un momento cuando el nacionalismo y la nación se convirtieron en conceptos controvertidos por la historiografía europea. El nacionalismo ha sido asociado tanto con la lucha por la libertad como con el ejercicio de la represión, con el progreso y con la conducta reaccionaria, con el mantenimiento de privilegios y con su abolición. El nacionalismo surgió durante el proceso de formación de los estados nacionales europeos en el contexto del proceso de modernización, iniciado con la Revolución Industrial en Inglaterra y con la Revolución Francesa, es decir, con la revolución burguesa en Europa occidental. La evaluación inicial del nacionalismo fue positiva, porque se vinculaba con los logros del Siglo de las Luces, la realización de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El nacionalismo se convirtió en un factor destructivo al disolverse el vínculo entre las ideas de democracia y nación, tras la consolidación de la burguesía en el poder y la formación de los mercados nacionales. A partir de ese momento, el nacionalismo europeo sirvió de soporte ideológico para las guerras de expansión, como legitimación del imperialismo, y para justificar el sometimiento de las minorías étnicas o religiosas dentro de los Estados modernos.
Hans Kohn había propuesto una distinción entre dos modelos de nacionalismo: el occidental de carácter político-democrático, y el oriental de carácter cultural y lingüístico. La propuesta de Kohn definió el nacionalismo cívico/territorial, de acuerdo al ejemplo de Francia, basado en la ciudadanía, y el nacionalismo étnico/cultural, tal como se desarrolló Alemania, basado en la identidad racial.
En el proceso de construcción nacional en América y en los Andes en los siglos XVIII y XIX participaron ensayistas, historiadores y literatos que imaginaron la nación que querían y se aplicaron a construirla. En el discurso de la Independencia y en los sentimientos colectivos que ella despertó, el término principal fue patria antes que nación. La patria tenía, en la tradición hispánica, un carácter de lealtad, localizada y referida a un territorio. La lealtad a la patria, a la tierra donde se ha nacido, resultó la manera más fácil de explicar los orígenes del Perú.
La investigación sobre el nacionalismo en Hispanoamérica ha presentado una dificultad fundamental en encontrar una definición válida. Se considerado que el nacionalismo en América Latina, especialmente en el siglo XX, desempeñó un papel constructivo, en el desarrollo social y la afirmación de la soberanía de los países, sin que se lo haya podido definir estrictamente.
Jonson distinguió en Hispanoamérica dos formas de nacionalismo: el nacionalismo aristocrático de las clases altas, preponderante desde la primera guerra mundial hasta la crisis económica mundial, y el nacionalismo popular o populista, enunciado por las clases trabajadoras y medias emergentes, que, en la segunda mitad del siglo XX, se convirtió en un nacionalismo económico con fuertes tendencias xenófobas.
Por su parte, Whitaker y Jordan distinguieron cinco categorías de nacionalismo, características de distintos grupos sociales: había un nacionalismo rural tradicional, que era casi un nacionalismo nostálgico que se oponía a la influencia cultural europea; un nacionalismo defendido por la burguesía tradicional, vinculado al liberalismo político y económico; un nacionalismo económico de las nuevas clases medias convertidas en burguesía nacional, manifestado como proteccionista y que llegó a oponerse a la inversión extranjera; un nacionalismo populista, vinculado con las concepciones social-revolucionarias; y un nacionalismo del ejército, también relacionado con concepciones social-revolucionarias pero sostenido primordialmente por los militares.
Kalman H. Silvert propuso una caracterización funcional del nacionalismo: nacionalismo como patriotismo, como concepto simbólico, que fue empleado por las elites criollas en el siglo XIX; el nacionalismo como valor social, como norma reclamaba la lealtad del ciudadano hacia al Estado; y, el nacionalismo como ideología, que empleaba los símbolos y las metas nacionales como herramientas de la acción política para el fortalecimiento de la nación.
David Brading describió al nacionalismo en América Latina como un fenómeno tardío, propio del siglo XX, y sostuvo que en la época de la Independencia solamente existió un patriotismo criollo, limitado a determinados grupos urbanos y burgueses.
Las interpretaciones clásicas de la Independencia estaban basadas en el presupuesto de la emancipación nacional. Estas interpretaciones consideraron implícitamente que toda población con una identidad cultural, una particularidad étnica real o imaginada y una historia específica aspiraba a una existencia autónoma como Estado. La relación entre la identidad cultural y la aspiración al ejercicio pleno de la soberanía aparecía como una evidencia que no necesitaba justificación. Este planteamiento ignoraba que la nación en el sentido moderno oscilaba en el siglo XIX entre una concepción esencialmente política, dada durante la Revolución Francesa, y otra, cultural, afirmada con el romanticismo. La nación política era una colectividad humana constituida por la libre voluntad sus miembros y gobernada por leyes que ella misma se había dado. Esta concepción no requería de una identidad cultural común, como la nación francesa de la época revolucionaria que aceptaba a gentes venidas de diferentes países. La nación cultural era una comunidad fundada en un mismo origen, con una historia común y rasgos culturales compartidos por sus habitantes que la diferenciaban de otras comunidades vecinas. Flores compartía la visión de la nación como identidad cívica y pensaba que el proyecto político de Túpac Amaru tenía estas características:
Túpac Amaru II pensaba conformar un nuevo “cuerpo político”, como lo ha señalado Miguel Marticorena, en el que convivieran armónicamente criollos, mestizos, negros e indios, rompiendo con las distinciones de castas y generando solidaridades internas entre todos aquellos que no fueran españoles. El programa tenía evidentes rasgos de lo que podríamos llamar un movimiento nacional. (p. 124)
Sin embargo, la correlación entre aspiración a la soberanía política y la identidad cultural no era evidente. Durante la Independencia americana, la soberanía fue reivindicada por colectividades que, desde el punto de vista cultural, de diferenciaban poco de sus vecinas. Las aspiraciones a la soberanía se remitieron más que a lo cultural, a lo político. De aquí surgió el error de creer que el surgimiento de identidades regionales en América o la afirmación de una conciencia criolla fueron las causas directas de la Independencia, a pesar de la evidencia que indica que en la época colonial existía un fuerte sentimiento de pertenencia al conjunto a la monarquía hispánica.
El papel del siglo de las Luces en los orígenes de la Independencia ha sido tanto afirmado vehementemente como rebatido enfáticamente. Flores no puso en duda el papel que tuvo la influencia ilustrada en la agitación social de fines de la era colonial, pero no tenía mucha seguridad en relación a la importancia que debía atribuirle. La historiografía tradicional le había atribuido un papel esencial, mientras que la historiografía marxista había otorgado mayor importancia a los factores económicos y había sostenido que las ideas filosóficas habían tenido un papel muy secundario. Flores reconocía tanto la importancia de los hechos políticos como de la evolución económica, pero no había podido discernir la influencia del pensamiento político moderno en la Gran Rebelión andina.
La Ilustración había penetrado en las colonias españolas en América a pesar del accionar de la Inquisición. Las obras de los filósofos ilustrados, especialmente Voltaire, Rousseau y Raynal, entre las elites urbanas. La situación política de los criollos podía equipararse a la situación de las burguesías europeas, y ambos acusaban a sus respectivos gobiernos de explotarlos económicamente y oprimirlos políticamente. Guiados por el ejemplo de Estados Unidos, se organizaron grupos de criollos que aspiraban a la Independencia. Estallaron insurrecciones en Nueva Granada en 1781 y en Guayana en 1788, pero los criollos buscaban el poder y no llegaron a establecer, al igual que los revolucionarios americanos, un estado plenamente democrático, donde los tributarios indios, las castas y los esclavos negros tuvieran iguales derechos. La Gran Rebelión andina no perteneció a la revolución occidental que condujo al fin del Antiguo Régimen y la instauración del orden burgués. Tampoco tuvo ninguna influencia sobre el ciclo de revoluciones iniciado con la Revolución americana en 1770.
Las elites criollas fueron influenciadas por la Revolución americana y por la Revolución francesa. En diciembre de 1793, Antonio Nariño, un funcionario colonial y criollo adinerado, obtuvo la Historia de la asamblea constituyente de Salart de Montjoie. Nariño, que poseía una amplia biblioteca y había organizado un salón literario y político, se apasionó por esta obra y por un texto que estaba incluido dentro de ella, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Nariño hizo la primera traducción al castellano y la publicó en Bogotá. Las autoridades coloniales reaccionaron: el 1 de noviembre de 1794 embargaron la obra y luego arrestaron a Nariño y a sus colaboradores. Fueron acusados de tratar de establecer una República independiente en Nueva Granada, al modo de la de Filadelfia. Fue condenado y deportado a España, a la fortaleza de Cádiz. Tiempo después fue se evadió de prisión, emigró a Francia y luego a Inglaterra, desde donde continuó planeando la Independencia americana.
Siguiendo el ejemplo de Nariño, muchos patriotas criollos, como Belgrano, Miranda o Bolívar, se inspiraron en la Revolución francesa para planear la Independencia y organizar las futuras Repúblicas. La nueva historiografía latinoamericanista estuvo de acuerdo en que el Estado precedió a la nación en Hispanoamérica, tanto como que la evolución política sobrepasó a los proyectos políticos. Se ha sugerido incluso que fueron los Estados independientes los que construyeron las naciones, sin tomar en cuenta la evolución de la conciencia nacional y de las identidades de la población. Las naciones modernas, como unidades políticas con fronteras culturales, no existieron antes de la consolidación de los Estados, es decir no existieron hasta mediados del siglo XIX o aún más tardíamente. Ya no se consideró a la toma de conciencia nacional, una conciencia basaba en aspectos culturales y étnicos de la población autóctona, previa a la Independencia. Las elites de los movimientos independentistas emplearon el factor étnico como una característica del nacionalismo criollo, poniendo atención en la historia andina y llegando hasta su exaltación. Sin embargo, los criollos utilizaron la existencia de los indios únicamente para fines de propaganda y para legitimar sus propias aspiraciones frente a España y poder reclamar la libertad como objetivo del movimiento patriota. La mención de la historia andina no significó la adopción de contenidos indios en la formación del Estado peruano. El indigenismo criollo no era un proyecto político sino un instrumento político. Mariátegui criticó este indigenismo que no tomaba parte en la reivindicación del indio. Los patriotas criollos no construyeron un Estado nacional basado en criterios étnicos como la lengua, la cultura o la historia andinas. No podían hacerlo, por sólo concebían una nacionalidad, la española, común a todos los americanos y españoles, o como mucho dos: la española y la india. Durante la crisis provocada por la invasión napoleónica en América el término nación subrayaba la unidad de la Monarquía española. No se podía emplear a la americanidad como un concepto sólido para la constitución de una nación. Al llamarse americanos los criollos proponían una delimitación frente a los españoles, sin recurrir a rasgos particulares de la raza o características culturales específicas, sin formular una identidad étnica. Los criollos al denominarse a sí mismos americanos no sólo hacían referencia a su ubicación geográfica sino a la situación de dependencia y subordinación colonial. En la época de la Independencia la declaración de americanidad ganó una orientación hacia la acción concreta: superar la dependencia colonial. Esto no quería decir que América fue tomada por una unidad política o cultural como lo suponía la historiografía tradicional.
Los movimientos sociales y políticos que condujeron a la formación de los nuevos Estados en Hispanoamérica se basaron en las identidades que primero coexistieron y luego actuaron enfrentadas: la identidad de la nación española, la identidad americana, identidades culturales de los reinos e identidades locales, provinciales, relacionadas a ciudades y su área de influencia. Las identidades culturales de los reinos se podían remontar a los primeros tiempos de la época colonial y se basaban en el caso de México o del Perú en los reinos prehispánicos. Algunas elites criollas dejaron de presentar reclamos en términos locales o regionales, y comenzaron a expresar límites más amplios. Su patriotismo representó una fuerza política importante en la relación entre los territorios americanos y España y entre ellos mismos. El patriotismo abarcaba no sólo el aprecio del propio país, sino también la exhortación a tomar parte en el desarrollo de la patria. Las reformas borbónicas, una política centralista dedicada al nombramiento de funcionarios españoles en vez de americanos para el gobierno de las Indias y la explotación más intensiva de las riquezas americanas en beneficio de España, la percepción de las propias posibilidades económicas y de los recursos naturales de los reinos americanos ocurrida en el curso de las expediciones científicas, la comunicación creciente mediante periódicos fomentaron la adhesión cada vez más fuerte a la propia región, es decir el amor a la patria, en beneficio de los propios intereses de las elites. La Independencia ocurrió al mismo tiempo que el comienzo de la industrialización y la modernización y los criollos se sentían impedidos de participar en estos procesos debido a su condición colonial. El vínculo colonial no sólo involucraba la dominación sino también un conjunto de relaciones de conformidad internas y externas que surgían tanto de los intereses coloniales de la sociedad metropolitana como de los propios intereses de las sociedades americanas. El nacionalismo criollo y los movimientos nacionales fueron una respuesta al desafío de la modernización, fueron una reacción frente al atraso económico impuesto por la Corona durante el reinado de los Borbones.
La cuestión de las nacionalidades fue fundamentalmente un problema de los siglos XIX y XX, una consecuencia de la Revolución francesa y del establecimiento de los Estados nacionales. Los Estados americanos aparecieron en una época en la cual el proceso de formación del Estado nacional estaba en auge en Europa Occidental y comenzaba en Europa Central y Oriental. En Europa se distinguió tres tipos de formación de los estados nacionales: la formación de los estados nacionales en Europa Occidental como una revolución en el interior del Estado, que transformó un estado ya existente y constituyó la nación como una comunidad de ciudadanos (que fue el caso de Inglaterra y de Francia); la formación del Estado nacional en Europa Central, como creación de un nuevo Estado, como unificación de naciones culturales políticamente divididas (como en el caso de Alemania y de Italia); y la formación de los estados nacionales en Europa del Este a partir de la disolución de grandes imperios multinacionales en virtud de movimientos nacionales contra el estado existente (lo que ocurrió con Polonia, Checoslovaquia o Hungría). El Estado-nación terminó por desplazar a los grandes conjuntos políticos multicomunitarios, como el imperio autro-hungaro, el imperio otomano o el ruso.
La comprensión de la desintegración del imperio hispánico y la formación de los países americanos ha requerido la investigación del tipo de identidades que existían y cómo evolucionaron en la época de la Independencia.
Las comunidades políticas de pertenencia no eran idénticas a las divisiones administrativas de los virreinatos, gobernaciones, audiencias y corregimientos. Al producirse la crisis de la Corona española las autoridades reales fueron remplazadas por los representantes de las comunidades políticas en que estaba organizada la sociedad. Las divisiones administrativas del Estado y la organización política de la sociedad tenían cierta relación entre sí, ya que la Corona adaptó las divisiones administrativas a la realidad social, tanto de las antiguas unidades políticas precolombinas como de los territorios concedidos a grupos de conquistadores y a la evolución de la población. La monarquía de los Austrias fue un conjunto plural, muy diferente de la monarquía unitaria francesa o del modelo borbónico del XVIII. Este conjunto político estaba formado por la agregación progresiva de reinos y provincias, europeas y americanas, unidos por la persona del soberano. Existía un aparato administrativo central que ejercía una presencia relativamente reducida en la periferia. Cada uno de los reinos y provincias imperiales eran gobernados por un representante del rey, de acuerdo con sus propias instituciones y usualmente por naturales del país.
Las relaciones entre el monarca y sus súbditos estaban basadas en deberes y derechos recíprocos, lo que explicaba que el desacato por parte del rey de los derechos de sus súbditos justificase una serie de reacciones desde las representaciones de los cuerpos o individuos agraviados, negociaciones, suspensión de la decisión real e incluso la revuelta. La expresión las Españas reflejaba el carácter plural de esta organización que era una pirámide de comunidades políticas superpuestas. En el nivel superior estaba la Corona, que regía sobre varios reinos y sus provincias (Aragón, que incluía Cataluña, Aragón, Valencia; Castilla, con Galicia, Asturias, la Castilla propiamente dicha, los antiguos reinos musulmanes del Sur y los reinos de Indias). En la base de esta organización los señoríos laicos y eclesiásticos y los grandes municipios; y finalmente las villas y pueblos.
La estructura política de América reprodujo la estructura política castellana. Los conquistadores intentaron transponer en América los modelos de organización social y política de la Castilla de principios del siglo XVI, tanto la organización municipal como los señoríos. La fundación de ciudades y la asignación de indígenas en encomienda fueron fenómenos inmediatos y universales. Al fundar ciudades en las que ejercían sus derechos de vecinos, los conquistadores reprodujeron en América la estructura municipal castellana. La ciudad precedió a todas las demás unidades políticas. La Corona consiguió impedir la formación de señoríos a partir de la promulgación de las Leyes Nuevas de 1542 sobre las encomiendas. Por el contrario, la organización municipal fue totalmente exitosa y proliferaron las ciudades, villas y pueblos, tanto españoles como indios.
La constitución de los reinos ocurrió tras la conquista de los grandes imperios indígenas. Estos fueron considerados por los conquistadores como reinos incorporados por derecho de guerra a la Corona de Castilla de manera análoga a los reinos musulmanes de la Península. El uso de la palabra reino se difundió rápidamente entre los mestizos y los indios. La expresión “estos reynos” es constante en la obra Guaman Poma de Ayala y en la legislación colonial misma, empezando por la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias. Sin embargo la mayoría de los reinos americanos fueron entidades políticas menos definidas y poco claramente delineadas, como lo demostró el reordenamiento administrativo del siglo XVIII y la creación de nuevos virreinatos: Nueva Granada en 1739 y Río de la Plata en 1776, que fragmentaron el antiguo virreinato del Perú. La acción de la Corona estuvo orientada por la necesidad de la mejorar los beneficios económicos de la administración colonial, pero estas modificaciones fueron posibles porque la unidad del virreinato peruano fue administrativa antes que social.
La constitución de los reinos americanos ocurrió en base a su historia y a factores producidos durante la Conquista y posteriores a ella. La densidad demográfica, el nivel de desarrollo de las poblaciones indígenas, la existencia de unidades políticas precolombinas, las áreas de acción de un grupo de conquistadores, la intensidad del asentamiento español y la fundación de ciudades fueron determinantes en la formación de estos reinos. A partir de estos hechos, la Corona y la Iglesia organizaron el territorio e instalaron a sus representantes. Durante los dos siglos de reinado de los Austria, sólo existieron dos virreinatos, Nueva España y Perú, aunque dentro de ellos se reconocieron otros reinos (Guatemala, Quito, Nueva Granada, Chile), continuadores de estructuras étnicas precolombinas y de las empresas de la Conquista.
Las identidades culturales de los reinos en la Europa medieval y moderna fueron el resultado de un largo proceso de elaboración de un imaginario común. Esta elaboración fue más urgente en América, debido a la heterogeneidad de la población, conformada por personas de origen europeo y africano con los descendientes de la población indígena y los numerosos mestizos.
Las elites intelectuales, criollas en su mayoría pero también indias, emplearon diferentes medios para exaltar a su patria y para elaborar una historia propia. La historia, escrita o representada en fiestas y ceremonias, incluía a las civilizaciones precolombinas, tanto para dignificar al reino por su antigüedad como para integrar a las dos repúblicas, de españoles y de indios. El pacto de los Habsburgo suministró los conceptos y símbolos necesarios para hacer de la Conquista una translatio imperii, de modo que el rey de España apareció como el heredero del Inca. Las genealogías de los incas y su sucesión por las dinastías españolas e incluso por los líderes independentistas reflejaban esta idea de herencia del gobierno.
A finales del siglo XVIII solamente dos reinos americanos, Chile y Nueva España, tenían una consistencia comparable a los reinos peninsulares. Chile se desarrolló debido a su aislamiento geográfico y a la cohesión de una población reducida y homogénea. Nueva España se beneficio de la existencia de un espacio político ya establecido por el imperio mexicano, conservado por la precocidad de la Conquista y a través de la organización administrativa y eclesiástica, por la densidad de la población indígena, por la importancia de los asentamientos españoles, por el grado de mestizaje, por la intensa evangelización y por el desarrollo del culto a la Virgen de Guadalupe, por la presencia de un espacio económico bastante unificado y por la elaboración de una identidad cultural propia por parte de sus elites.
En 1808, al principio de la gran crisis de la Corona, las identidades políticas americanas tenían como base la pertenencia a pueblos, villas y ciudades, organizados alrededor de una ciudad principal, siendo la patria chica por excelencia. Luego se pertenecía a un reino: Nueva España, Guatemala, Chile, Perú, Quito. Después, se pertenecía a la Corona de Castilla y, al final, al conjunto de la monarquía española. Esta pluralidad de identidades políticas no involucraba contradicción sino complementaridad.
Sin embargo, en el siglo XVIII se desarrolló una identidad política suplementaria: los reinos de Indias fueron considerados como un conjunto diferente de los reinos peninsulares. La monarquía se apoyaba en dos pilares iguales: los reinos europeos y los reinos americanos. Los reinos de Indias, como patrimonio del reino de Castilla, no poseían una especificidad institucional análoga a los reinos de la Corona de Aragón. No poseían instituciones particulares, autogobierno o gobernantes originarios del país. Sin embargo, por la lejanía de la metrópoli, los reinos americanos se fueron distinguiendo de Castilla y empezaron a ser gobernados y a considerarse como una categoría especial de reinos.
La evolución del dominio español en América no fue una evolución colonial en el sentido moderno sino como un proceso de diferenciación de los otros reinos de la Corona de Castilla. Esta evolución fue favorecida por la existencia de virreyes, de un Consejo de Indias —análogo al Consejo de Aragón o de Italia— y la formación de un ordenamiento legal característico, aunque elaborado a partir de la legislación castellana. Aparecieron reivindicaciones similares a las reclamadas en otros reinos no castellanos. Estas reivindicaciones persistieron incluso después de que los Borbones suprimieron las instituciones públicas de la Corona de Aragón. Las Indias se aferraron a la antigua concepción de pacto de los Habsburgos, atacada por el absolutismo de los Borbones.
Este problema se acentuó en el siglo XVIII cuando los Borbones consideraron a los reinos y provincias americanos como colonias, como países que existían solamente para beneficio económico de la metrópoli y que carecían de derechos políticos. Esta nueva concepción significaba que América no dependía de la persona del rey sino de la metrópoli. Estos cambios provocaron descontento en las elites criollas porque establecían una desigualdad política. La identidad americana, fundada antes en la reivindicación de la singularidad de los reinos americanos, se basó ahora en el rechazo de la condición política subordinada, implícita en la designación de colonias.
La situación de subordinación americana fue alterada por la crisis de 1808. Debido a la ausencia del rey y las vacilaciones de las autoridades reales, la resistencia a la invasión francesa fue llevada cabo por las ciudades. Se formaron juntas insurreccionales españolas y éstas intentaron reunir a las Cortes durante el verano de 1808 para legitimar sus poderes provisionales. El 24 de septiembre de 1808 formaron la Junta Central Gobernativa del Reino en Aranjuez. En América, las ciudades capitales, como ciudad de México, Montevideo, Caracas o Buenos Aires, mediante los cabildos, también formaron juntas o intentaron convocar Cortes.
La identidad proclamada por las juntas, tanto en España como en América, fue la nación española, entendida como el conjunto de la monarquía. Sin embargo, con el renacimiento de la representación causado por el vacío del poder real empezó a dividirse la idea de nación. La Real Orden del 26 de enero de 1809 declaró la igualdad política entre los dos continentes y convoca a los cabildos americanos para la elección de diputados de reinos y provincias de Indias que los representasen en la Junta Central. La vieja reivindicación criolla para que los reinos de Indias se convirtiesen en una categoría especial de reinos dentro la monarquía cobró fuerza y condujo a la afirmación de la identidad criolla. En 1810 el ejército francés invadió Andalucía y la Junta Central tuvo que huir de Sevilla a Cádiz, para desaparecer a finales de enero y ser reemplazada por el Consejo de Regencia. Entre la primavera y el verano de 1810 estas noticias llegaron a América, se formaron juntas en muchas ciudades, similares a las de 1808, que reclamaron la soberanía y se declararon defensoras de los derechos de Fernando VII. Estas juntas pueden considerarse como el principio de la Independencia y el nacimiento de nuevas naciones. La existencia de estas juntas representó el fin de la unidad del gobierno español, aunque no se declarasen partidarias de la ruptura ni parcial ni definitiva.
La guerra civil entre americanos fue la consecuencia inevitable de la dispersión de la soberanía ocasionada por la desaparición de la Junta Central de Sevilla. Cada reino, cada provincia, cada ciudad tuvo que definir su posición ante el vacío del poder de manera independiente y autónoma. Extrañamente, las regiones que poseían las identidades culturales más marcadas, como México y Perú, permanecieron leales al gobierno peninsular, mientras que las regiones periféricas, con identidades nacionales menos elaboradas, como Buenos Aires o Venezuela, eligieron la vía autónoma.
Hasta 1810 las elites criollas habían luchado por la igualdad política y se consideraban españoles iguales a los peninsulares, reclamando además los privilegios y fueros que les daba su condición de descendientes de los conquistadores y pobladores de América. Después de 1810 plantearon la necesidad de distinguirse ya no como españoles americanos y españoles peninsulares, sino como españoles y americanos.
La razón más importante para este cambio fue la necesidad de diferenciarse del adversario en la guerra civil. Ante la represión, los pueblos americanos resaltaron los agravios y las injurias que habían sufrido. Se desarrolló un martirologio americano, que fue la manifestación de un destino y de una identidad compartida. La palabra español a partir de ese momento designó la tiranía, la crueldad e incluso la falta de religión. Esta guerra verbal llevó a los leales a la Corona a emplear un lenguaje que profundizó la separación. Los insurgentes fueron tratados como vasallos desleales y la lucha fue presentada como una nueva Conquista de América por los españoles, identificando a los criollos con los pueblos conquistados.
Los insurgentes respondieron a esta guerra verbal de la misma forma, pero con una valoración inversa. La represión leal fue equiparada a la Conquista, no vista como una hazaña gloriosa, sino como una invasión injusta y sanguinaria. Se fue incorporando al discurso oficial una visión negativa de la Conquista. Se reivindicó la identificación con los indios, el pueblo vencido que había sido desposeído de su territorio, y se presentó la lucha por la Independencia como una reparación de la Conquista.
Sin embargo, el enfrentamiento entre americanos y españoles era insuficiente para fundar definir a la nación americana. Esta identidad americana general no correspondía a ninguna identidad política concreta. No era más que una identidad negativa, y las únicas realidades políticas indiscutibles eran las ciudades, villas y pueblos, así como los espacios estructurados alrededor de ellos.
La nación que se formó con la Independencia tuvo un contenido esencialmente político: se basó en la construcción de un gobierno propio, independiente del precario gobierno central de la Corona como del gobierno de otras ciudades. Por ello no fue posible la definición de una nación moderna y soberana. En América, la dación de una constitución equivalía a la fundación de una nueva nación a partir de los pueblos que habían aceptado su soberanía: en la América insurgente, la soberanía de los pueblos no remitía directamente a la soberanía nacional.
Otro hecho dificultó más el problema de la nación: el régimen republicano. Pese a que su adopción fue inevitable, la modernidad este régimen era un factor clave en la fragilidad política dentro de la cual se estableció la soberanía de los pueblos. Las sociedades americanas seguían siendo del Antiguo Régimen y los pueblos no estaban formados por ciudadanos sino por límites geográficos.

La Revolución Industrial y el capitalismo
La Revolución Industrial estuvo asociada a un cambio fundamental en la definición del conocimiento. Este cambio fue la transformación del conocimiento en un recurso. El conocimiento se aplicó a las herramientas, los procesos y los productos. Esto produjo tanto la Revolución Industrial como las clases sociales y con ellas también la lucha de clases. Marx había planteado que la lucha de clases conduciría hacia una nueva organización de la sociedad, el comunismo. Flores creía que el comunismo no era un modo de producción nuevo, sino que había existido antes. Incluso creía que el comunismo había existido muchas veces. De igual forma se podía decir que el capitalismo apareció en múltiples ocasiones.
Han existido muchos periodos de gran inventiva e innovación técnica. Lo novedoso de la Revolución Industrial ocurrida en la segunda mitad del siglo XVIII estuvo en el alcance de los cambios. No solamente se desarrolló el capitalismo dentro de la sociedad, sino que toda la sociedad se convirtió al capitalismo. Durante la Edad Media, el capitalismo existió confinado a algunas ciudades. Entre 1750 y 1850 el capitalismo se expandió por Europa occidental y septentrional. En el siguiente siglo se extendió por todo el mundo.
Los casos iniciales de capitalismo estuvieron restringidos a pequeños grupos de la sociedad. Durante la Edad Media o la Edad Moderna, el capitalismo no logró un impacto significativo sobre la mayor parte de la población. Recién en el siglo XIX el capitalismo transformó a toda la sociedad occidental y a los territorios que Occidente había colonizado.
Europa conoció revoluciones tecnológicas previas a la Revolución Industrial del siglo XVIII. La revolución tecnológica del Edad Media empleó fuerzas naturales como alternativa a la fuerza humana: el viento y los cursos de agua. Este empleo de una nueva fuente de energía produjo cambios lentos. El molino de viento fue diseñado en el siglo IX, pero la navegación a vela recién se desarrolló en el siglo XII. Por el contrario, los inventos de la Revolución Industrial se expandieron rápidamente. El carbón como fuente energía se extendió en menos de un siglo. Watt rediseñó la máquina de vapor entre 1765 y 1776. Boulton adaptó la máquina de vapor para procesos industriales. Robert Fulton la adaptó para la navegación a vapor. En menos de un siglo, la máquina de vapor transformó todos los procesos industriales e incluso el transporte a larga distancia por mar y tierra.
La velocidad del cambio tecnológico creó una demanda de capital que el artesano tradicional no podía suministrar. El empleo del carbón como fuente de energía, en lugar de la fuerza humana o de la fuerza del viento o del agua, requirió la concentración de la producción y dio origen a las fábricas. Las nuevas tecnologías no podían aplicarse en pequeños talleres individuales y domésticos, sino que necesitaban producción a mayor escala. El trabajo pasó de basarse en la habilidad artesanal a fundarse sobre la tecnología. El artesano cedió su puesto al capitalista como el centro de la economía. Hasta 1750 cualquier producción a gran escala requería de la participación estatal. En el caso de Perú, los obrajes funcionaban debido a que la mano de obra era facilitada por la Corona: ella asignaba trabajadores indios gratuitamente, de manera que los costos de producción eran artificialmente bajos. Esto se oponía a la Revolución Industrial. La Revolución Industrial significaba la expansión de las máquinas y del sistema fabril. Sin embargo, el capitalismo en sus orígenes no se identificaba con el maquinismo o el sistema fabril. La producción que describía Adam Smith en La Riqueza de las Naciones estaba basada en el trabajo artesanal. La sociedad de su tiempo era plenamente burguesa, pero seguía siendo pre-industrial. Recién en el siglo XIX las fábricas y las máquinas dominaron a la sociedad y se definieron claramente las nuevas clases sociales, los capitalistas y los proletarios.
Marx describió cómo la clase proletaria se alienó ya que dependían completamente de los medios de producción que eran propiedad de los capitalistas. Predijo que la alineación de los proletarios se volvería cada vez mayor y que se empobrecerían cada vez más hasta que la sociedad colapsara. Marx creía que existían contradicciones internas del capitalismo y que debido a ellas el sistema llegaría su fin. La mayoría de los intelectuales del siglo XIX o del siglo XX compartieron la idea de la lucha de clases. Los intentos de reformar la sociedad partían del convencimiento del carácter intrínsecamente conflictivo de la sociedad. Incluso pensadores que no tenían afiliación partidaria como Schumpeter empleaban el método de análisis marxista en sus estudios de la sociedad. Sin embargo, tras el fin del mundo socialista, muchos científicos sociales afirmaron que ese experimento nunca pudo haber funcionado. El modelo socialista no pudo funcionar porque la autoridad en el trabajo no debía depender de la propiedad de los medios de producción sino del conocimiento tecnológico superior. Es decir, la dirección del trabajo debía entenderse como las otras ramas del conocimiento, orientadas de manera racional y eficiente. La dirección racional del trabajo permitió aumentar la productividad del mismo. Para Drucker, el conocimiento se probaba a sí mismo en acción. El conocimiento se definía como información eficaz en acción, información enfocada hacia los resultados. Los resultados se encontraban fuera del sujeto, en la sociedad o en la economía. Para realizar una acción eficaz, el conocimiento tenía que ser altamente especializado. Por ser altamente especializado, el conocimiento no implicaba ningún principio general. El conocimiento era más destreza que aprendizaje, más capacitación que escolaridad. El conocimiento era una disciplina, como disciplina el trabajo artesanal era metódico. Este sistema convertía las anécdotas del trabajo artesanal en información organizada. Este sistema convertía la habilidad en un conjunto de datos y conductas que se podían enseñar y aprender.

La República independiente y los indios
Mariategui describió al Estado criollo como centralista, costeño y limeño, enfrentado a administrar un territorio desconocido y hostil. La política de las Repúblicas independientes latinoamericanas se caracterizó por el caciquismo, el gobierno de los jefes locales. En el caso de los países andinos, el control de la sociedad se consiguió mediante el caciquismo y el gamonalismo.
El término caciquismo procede de cacique, los jefes de las tribus americanas o en las sociedades más desarrolladas, los gobernadores de provincias o pueblo de indios. Los conquistadores españoles llamaron señores principales o reyes a los jefes de los grupos sociales que encontraron. Al llegar al Imperio inca, descubrieron una organización política y administrativa compleja, que incluía a nivel local jefes denominados curacas, a los que el dominico y conocedor de la lengua quechua fray Domingo de Santo Tomás denominó “señores principales”. Garcilaso de la Vega los llamó en sus escritos caciques y a partir de mediados del siglo XVI, esta palabra se generalizó para referirse a los jefes locales de los grupos indígenas. Los caciques tenían como función principal velar por el rendimiento del trabajo de sus súbditos y el control de la recogida de tributos. Cumplían también funciones judiciales menores.
En España las prácticas del caciquismo habían florecido bajo el absolutismo, pero cobraron mayor ímpetu bajo el reinado de Isabel II a medida que se ampliaba el régimen constitucional moderno y el derecho a sufragio. Las Repúblicas surgidas en las antiguas colonias españolas asumieron este sistema de control social.
El caciquismo era un sistema antidemocrático que intentaba, bajo la apariencia de formas republicanas, controlar la voluntad de los electores. El origen del caciquismo se encontraba en la débil movilización del electorado y el sistema viciado que funcionaba de arriba abajo. El sistema se justificaba por el convencimiento de lo nefasta que resultaría la participación de las masas en el control de la sociedad.
El término “gamonal” es un peruanismo, acuñado en el transcurso del siglo pasado, buscando establecer un símil entre una planta parasitaria y los terratenientes. (p. 290)
El término gamonalismo revelaba la existencia de un poder local, resultado de la privatización de la política, de la fragmentación del gobierno central hasta convertir el ejercicio del poder en un fenómeno local, que podía ocurrir incluso a la escala de un pueblo.
… los poderosos [dentro de este sistema] recibían el apelativo de “mistis”, es decir señores. En teoría eran blancos o por lo menos se consideraban como tales. (p. 290)
El Estado necesitaba a los gamonales para mantener el control en el interior del país, para someter a los campesinos, los hombres andinos, excluidos de los mecanismos de la democracia formal. Entre la oligarquía, establecida en las ciudades de la costa, y los campesinos andinos no existía ningún lenguaje común, ninguna ideología o tradición cultural que hiciera posible la comunicación. El gamonalismo apareció tras el derrumbe del Estado colonial.
En el siglo XVIII el poder, en las zonas rurales, era compartido entre el corregidor, encargado de administrar justicia y dirigir una jurisdicción equivalente a una provincia republicana, el curaca responsable directamente del sector indígena de la población y el sacerdote, que no solo velaba por las almas sino que también respondía a intereses económicos muy precisos a través de los curatos. (p. 291)
Después de la rebelión de la Gran Rebelión fueron suprimidos los curacazgos y los títulos nobiliarios nativos, y hubo que establecer nuevos agentes de control social, los gamonales. El gamonalismo excluía completamente a los hombres andinos de cualquier participación en el gobierno de la sociedad.
Los gamonales como garantes del orden social en el medio rural mantuvieron la calma durante todo el siglo XIX. Las revueltas campesinas no reaparecieron hasta el siglo XX, pero no existieron evidencias de que estas revueltas campesinas de la década de 1920 tuvieran por fin la restauración del imperio incaico, aunque algunos intelectuales pudieran creer que estaban anunciando el renacimiento andino.
Para el Estado creado tras la Independencia la búsqueda de identidad y el afianzamiento de la legitimidad fueron prioritarios. En este modelo de nacionalismo fue relevante la acción de las elites, que tomaron las decisiones en el proceso de modernización. La política de las elites fue la que creó las condiciones para el cambio socioeconómico. Desde este punto de vista, los problemas de desarrollo de la sociedad se podían reducir a los problemas de las elites políticas y de los gobiernos, adoptando la perspectiva de las elites. Sin embargo, el análisis de la formación de la nación necesitaba también una perspectiva desde abajo, es decir la percepción de la nación por parte de las masas populares. Se debía considerar las actitudes y conductas de la población que era el objeto de la propaganda nacionalista para no reducir el problema de la formación de la nación a la función que cumplieron las elites.
La Independencia condujo a que la percepción de la heterogeneidad se disociase de la jerarquía colonial, de modo que las desigualdades no se atribuyeron a condiciones innatas irreversibles ni se planteó la posibilidad de una base étnica como fundamento de la jerarquía, sino que ésta se justificó en razones sociales. Las diferencias sociales no se debían dar entre indios, criollos, mulatos o mestizos, sino entre educados e incultos.
Herrera llamó la atención sobre la ignorancia de los hombres andinos y su incapacidad para participar en el gobierno de la nación. Sin embargo, él creía en el poder de la educación para crear una sociedad más homogénea e integrada:
            Empléese una buena porción de la renta pública en escuelas. Instrúyase, edúquese al indio y se mejorará su condición. De otro modo, nuestros deseos laudables, por hermosos que sean, serán siempre estériles: porque dondequiera que un hombre estúpido esté colocado al lado de otro que haya cultivado su inteligencia, si no ha llegado éste a un grado de probidad que no es común entre los hombres, habrá siempre una víctima y un verdugo. Educación, educación señores, para los indios; y por lo que hace a derecho, reconozcamos que nosotros no podemos hacer más que declararlos cuando existen y que sólo Dios puede crearlos. (Herrera en El Comercio, 10.11.1849)
La imagen de la nación cívica sufrió una alteración importante en ese momento. En 1845, Domingo Faustino Sarmiento publicó un libro que planteaba una contradicción que ya estaba presente en el imaginario de las elites criollas: civilización o barbarie. La civilización era lo urbano y lo europeo, ya fueran personas, ideas o sistemas sociales. La barbarie era el resto. La nación debía anular y destruir lo bárbaro que había en ella.
Sarmiento desarrolló un vocabulario polarizado, donde cada palabra encontraba su opuesto: la ciudad opuesta al campo, la razón opuesta a la materia, la constitución opuesta a lo arbitrario, el traje decente opuesto al poncho, los tiempos modernos opuestos a los tiempos arcaicos, el siglo XIX opuesto al medioevo, la casa limpia opuesta al rancho mugriento, y, por supuesto, la civilización europea opuesta a la barbarie americana.
De eso se trata: de ser o no salvaje. (Facundo. Civilización y Barbarie (1845). Hyspamérica, Buenos Aires, 1982, p.15.)
En la afirmación de Sarmiento se leía la pérdida de fe en la fuerza redentora de las instituciones y de la educación. La nación de ciudadanos no podía existir por la degradación producida por siglos de opresión, por el apego a sus costumbres bárbaras por parte de gente que era necesario civilizar. La nación cívica imaginada como una entidad incluyente dejó el terreno a la nación civilizada, que se abocó paulatinamente a la exclusión necesaria de los elementos que no se adaptaban a la civilización.
Un primer paso para la exclusión de las clases populares fue el cuestionamiento de su soberanía. Bartolomé Herrera impugnó la noción de soberanía popular en 1846 y la herencia de la Ilustración, al afirmar que Perú:
            … tuvo la desgracia de ser presa de las preocupaciones ruinosas, de los errores impíos y antisociales que difundió la revolución francesa (Herrera 1929: 79)
Herrera mostraba la misma falta de fe en los ideales revolucionarios franceses y en el concepto del pacto social desarrollado por la filosofía política del Siglo de las Luces. El, así como toda la elite oligárquica peruana, terminaron negando a los hombres andinos cualquier libertad o soberanía. Para Herrera, la soberanía se originaba en el derecho de mandar y el pueblo carecía de él. El pueblo solamente tenía el deber de obedecer y no podía cuestionar ni abolir al soberano. El pueblo era…
            La suma de los individuos de toda edad y condición que no tienen la capacidad ni el derecho de hacer las leyes. (Herrera, 1929: 131)
Para él no existía soberanía del pueblo para el gobierno de la nación y ni siquiera soberanía del hombre común para gobernarse a sí mismo. El hombre, el hombre andino, quedó reducido a la condición de súbdito:
            Una autoridad que obligue… en lo íntimo de su conciencia, de la que sienta realmente súbdito y de quien tenga una dependencia necesaria (Herrera 1929:83)
Desprovistos de la capacidad para determinar su propio destino y de la libertad para escoger el gobierno de la sociedad, los hombres comunes debían renunciar a cualquier decisión sobre su futuro, ya que el derecho de establecer las leyes no les pertenecía:
            El derecho de dictar las leyes pertenece a los más inteligentes, a la aristocracia del saber creada por la naturaleza. (Herrera 1929:131)
En el imaginario de las elites criollas, ellas eran la aristocracia natural y determinaron la conveniencia de transformar la sociedad a su imagen. Para lograrlo se convencieron de la necesidad de fomentar la inmigración europea, fuera española, como proponía el mexicano Mora, o del norte de Europa, como opinaba el argentino Alberdi. El Perú acogió inmigrantes españoles, alemanes e italianos. Esta migración debía ser el instrumento fundamental para la construcción de una nación orientada al progreso. Se buscó la fusión de los inmigrantes con la población nativa o su reemplazo para darle al país los rasgos que el imaginario criollo asociaba a la nación civilizada. La inmigración europea no solamente debía lograr civilizar las mentalidades, sino realizar la fusión completa de los indios en la sociedad occidental, de modo que se perdiera completamente el origen de estas personas. La nación debía estar formada por ciudadanos blanqueados en la piel y europeizados en la mentalidad y las costumbres. Los hombres andinos no participarían en la formación de la nación porque ellos encarnaban la negación de la modernidad y el rechazo al cambio:
En sus Pensamientos sobre el Perú [de Sebastián Lorente], obra publicada en 1855, presenta a los indios al margen de cualquier civilización y su prosa termina desbordada por adjetivos despectivos: "Yacen en la ignorancia, son cobardes, indolentes, incapaces de reconocer los beneficios, sin entrañas, holgazanes, rateros, sin respeto por la verdad, y sin ningún sentimiento elevado, vegetan en la miseria y en las preocupaciones, viven en la embriaguez y duermen en la lascivia". Es decir, los indios convertidos en el depósito de todos los valores negativos. La imagen invertida del blanco. (p. 275)
Lorente desarrolló un discurso racista, que negó a los hombres andinos la misma humanidad.
Un cierto pudor lo lleva a atribuir el juicio a otros: “Alguno ha dicho que los indios son llamas que hablan. (p. 276)
Hacia mediados del siglo XIX se organizó el Estado peruano y poco a poco ganó mayor presencia en las áreas periféricas. El nuevo Estado buscó solucionar el problema del indio mediante la inmigración europea. Se llegó a la identificación de civilización con exterminio: las expediciones militares de Ramón Castilla a la selva central aniquilaron a los nativos. La opción por el racismo se impuso paulatinamente en sectores de las elites, que la aceptaron como única solución a los problemas nacionales. El racismo se volvió la forma característica como la población criolla veía a los hombres andinos.
El racismo no solo tenía que ver con una interpretación de la historia peruana o con proyectos políticos: también formaba parte del entramado mismo de la vida cotidiana, estaba presente en el ámbito doméstico y se aprendía desde temprano, cuando los niños que nacían en esas casas de Lima observaban cómo sus padres trataban a esos cholitos. (p. 283)
Este cambio se justificaba por el convencimiento de que lo bárbaro del hombre andino en particular y del nativo americano, en general, no podía ser convertido en civilizado, porque las condiciones de la barbarie eran biológicamente innatas. El hombre andino fue catalogado como un animal incapaz de pensar. El indio heroico del incario, mito de la nacionalidad, se convirtió en esta bestia carente de toda capacidad racional.
El Perú debe su desgracia a esa raza indígena, que ha llegado, en su disolución psíquica, a obtener la rigidez biológica de los seres que han cerrado definitivamente su ciclo de evolución y que no han podido transmitir al mestizaje las virtudes propias de razas en el período de su progreso. Está bien que se utilice las habilidades mecánicas del indio; mucho mejor que se ampare y defienda contra sus explotadores de todas especies y que se introduzca en sus costumbres los hábitos de higiene de que carece.
Alejandro O. Deustua dio una forma organizada a esta ideología racista en su libro La cultura peruana de 1937. Deustua fue considerado uno de los grandes forjadores del pensamiento educativo peruano y tuvo un papel principal en el mundo político y cultural peruano de la primera mitad del siglo XX. Fue senador civilista, diplomático, jefe de varias misiones enviadas a estudiar los sistemas de enseñanza en el extranjero, ministro de Justicia, director de la Biblioteca Nacional y rector de la Universidad de San Marcos. Su crudo racismo fue la postura dominante en las elites peruanas de inicios del siglo XX.
[Del indio] puede decirse que carece de toda cultura sin poder calcular siquiera, que pueda adquirir otra felicidad diferente del repose, vive sin interés alguno, bajo el imperio exclusivo de las necesidades materiales que satisface como las bestias, que son sus únicos modelos, y peor que las bestias cuando las excitaciones del alcohol avivan la brutalidad de sus instintos sin disciplina.
Deustua creía que la educación era el camino para alcanzar el progreso, pero también afirmaba que la educación tendría éxito solamente si se respetaba los imperativos de la Naturaleza. Para él, educar a indios y mestizos, quienes eran la gran mayoría de la población peruana, era oponerse al orden natural del mundo
¿Qué influencia podrán tener sobre esos seres, que solo poseen la forma humana, las escuelas primarias más elementales? ¿Para qué aprender a leer, escribir y contar, la geografía y la historia y tantas otras cosas, los que no son personas todavía, los que no saben vivir como personas, los que no han llegado a establecer una diferencia profunda con los animales, ni tener ese sentimiento de dignidad humana principio de toda cultura?.
Este concepto racista contradecía las creencias previas sobre la acción benéfica de las instituciones y la educación. Esta postura se originó en las corrientes de pensamiento europeo y norteamericano que desde principios de siglo definieron una escala jerárquica de las razas, abandonando la percepción ilustrada de que la diferencia de razas había sido el resultado de las influencias del clima, del ambiente o de la educación. La idea de una escala de las razas humanas sirvió para justificar brutales prácticas de dominio, así como la relegación de los hombres andinos a la categoría de pueblo inconsciente, excluido de la identidad nacional.
Desde mediados del siglo XIX se impuso mayoritariamente la imagen de una nación civilizada, basada en la primacía de la dimensión institucional y territorial, vinculada al concepto de cohesión cultural fundada en la exclusión de los elementos no asimilables y biológicamente inferiores. Pero se formó también una corriente que rechazaba esa construcción excluyente de la nación y reclamaba la creación de una trama social basada en el derecho de toda la población a participar de los beneficios de la nación.
Esta posición favorable a los hombres andinos se volvió más fuerte a finales del siglo XIX y sobre todo al inicio del siglo XX, cuando se multiplicaron las dudas sobre los éxitos alcanzados en la construcción nacional. Se estableció la diferencia entre la construcción del Estado y la construcción de la nación. Varios intelectuales, como González Prada, plantearon nuevamente el ideal de una nación incluyente. No se buscó ya una nación de ciudadanos, formada a partir de la renovación institucional y una educación de contenido cívico, sino una nación creada a partir de una comunidad cohesionada por ideales que sentían propios y por la afirmación de una personalidad colectiva característica. Sin embargo, esta nación de características propias no desplazó del imaginario de las elites a la nación civilizada. La nación continuó como un proyecto inacabado que se renovaba de generación en generación, reflejando las aspiraciones no cumplidas y las esperanzas frustradas, los prejuicios raciales y las ansias de transformación.
El modelo de la nación civilizada perduraría por más un siglo. En 1968 el gobierno militar de Velasco rechazó la idea de la nación civilizada y del nacionalismo criollo como el falso credo de una República en crisis. Velasco reivindicó la nación cívica a través de la figura de Túpac Amaru y propuso la existencia de un nacionalismo indígena como origen de la Independencia. Túpac Amaru y líderes indios aparecieron junto a los próceres criollos en un intento de formar un país más inclusivo y popular.
Tanto la versión nacionalista criolla como la nacionalista indigenista fueron cuestionadas por la historiografía marxista peruana, encabezada por Heraclio Bonilla y Karen Spalding. Esta tercera versión negaba la existencia de un proyecto nacional en Perú en los siglos XVIII o XIX. Ellos afirmaban que la población criolla nunca renegó del pacto colonial ni del Antiguo Régimen, ya que sus intereses económicos permanecían ligados a él. Además, la sociedad de la Independencia conoció una división aun más profunda entre la población blanca y la población india, donde primaban el miedo y el rencor. La población india nunca diferenció a criollos de peninsulares, ya que ambos eran percibidos como grupos opresores. Juan José Vega incluso interpretó la rebelión de Túpac Amaru como una lucha de clases entre los oprimidos campesinos andinos y los explotadores españoles y criollos, una lucha de clases antes de la transformación capitalista del país.
La educación propuesta por los elementos más progresistas de las Repúblicas criollas buscaba la integración de los indios. Para ello promovieron el aprendizaje del castellano, la adopción de la vestimenta occidental, la producción para el mercado, la construcción de carreteras y atención médica. El espíritu de estos grupos era integrador y desindianizante, promotor del llamado desarrollo de los pueblos indios. Para los movimientos indígenas, los enemigos eran tanto los gamonales como el Estado y la clase política que los marginaban. Las comunidades andinas desarrollaron una relación dual con el Estado: tanto de negociación como de oposición al Estado, pero sin poder desvincularse de él. Tardíamente en el siglo XX, los movimientos indígenas lograron recomponer la capacidad negociadora que habían tenido durante la historia colonial. Antes, el Estado ignoraba o reprimía a los movimientos indígenas y de esa práctica brotó la metáfora de los indios invisibles que empleó Scorza en sus novelas. En la segunda mitad del siglo XX los hombres andinos se volvieron visibles, ejercieron presión para ser reconocidos por el Estado, el mundo académico y los medios de comunicación. 
El enfrentamiento entre la versión criolla y la versión indigenista de la peruanidad produjo la creencia de que existían verdaderos y falsos peruanos. Arguedas creía en una peruanidad que estaba en todas las sangres, incluyendo al criollo, mestizo, cholo, indígena, gringo, afroperuano y nisei. A través de la metáfora de “todas las sangres” Arguedas trató de sintetizar la imagen que él tenía del Perú como un país heterogéneo, de gran diversidad. Arguedas empleó “todas las sangres” como un lema para reconocer que todos los habitantes del país tenían derecho a ser reconocidos como peruanos, sin que hubiera ocasión para la exclusión de nadie.
Los estudios realizados por Murra demostraron que el mundo andino fue complejo y diverso. Los hombres andinos organizaron Estados con un nivel de legitimidad que no se volvió a conseguir en el país. Los hombres andinos desarrollaron una cultura integradora, hablaron decenas de lenguas, entre ellas el quechua. La lengua quechua continúa hablándose en siete países, tiene 18 dialectos –ocho de los cuales se hablan en el Perú-, y su uso se extiende a lo largo de más de 4 mil kilómetros. Los hablantes de quechuas de los extremos de este territorio podían entenderse entre sí pese a las variaciones dialectales. La destrucción del Estado Inca por la Conquista española no menoscabó la importancia del quechua como lengua franca del mundo andino. El quechua incluso fue hablado por pueblos distintos con rivalidades étnicas que se expresaban también en términos míticos. Chankas contra cusqueños, collas contra cusqueños.
Lima como capital del virreinato mantuvo un control mayor aquí que en los territorios periféricos. Ese control fuerte no permitió que surgiesen modelos de autonomía. Lima como capital del Perú republicano prosiguió con el control rígido en contra de todas las provincias interiores y esto acentuó la división entre criollos e indios. Esta rivalidad histórica en el Perú resultó más profunda y más notoria que en países vecinos. En las calles de La Paz o de Quito resultaba más fácil reconocer el carácter andino de esos países mientras que, en contraste, Lima se mostraba alejada del resto del país. 

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