viernes, 22 de abril de 2011

La herencia de Arguedas


José María Arguedas nació en Andahuaylas en 1911, en el corazón de la zona andina más pobre y olvidada del país. La muerte de su madre y las frecuentes ausencias de su padre, lo pusieron desde muy niño en contacto con los campesinos andinos, cuya lengua, creencias y valores adquirió como suyos.
Arguedas llegó a Lima para estudiar Humanidades en la Universidad de San Marcos en 1931, un año después de la muerte de Mariátegui. Aquí se encontró con la obra de dos intelectuales que fueron importantes para comprender su trayectoria: Mariátegui y Luis Valcárcel.
Valcárcel también había venido a Lima en 1930, invitado por Sánchez Cerro para dirigir el Museo Bolivariano. Valcárcel introdujo en la vida académica limeña la visión indigenista cusqueña. El buscó que la intelectualidad limeña se aproximara a la cultura peruana antigua. Con esta intensión dictó sus cursos universitarios en la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, en 1931, y escribió Historia del Perú-Incas.
Con la etnología se introdujo el estudio del presente y, por necesidad inmediata, la proyección hasta el futuro en nuestras investigaciones de la cultura peruana antigua
En Tempestad en los Andes Valcárcel había afirmado el resurgimiento de la raza indígena:
la cultura bajará otra vez de los Andes. No mueren las razas. Podrán morir las culturas, su exteriorización dentro del tiempo y del espacio. La raza keswa fue cultura titikaka y después ciclo Inka. Perecieron sus formas [...] Pero los keswas sobreviven todas las catástrofes [...] en lo alto de las cumbres andinas brillará otra vez el sol magnífico de las extintas edades [...]
Valcárcel convirtió al indigenismo en una escuela de pensamiento: en primer lugar, por la introducción de los cursos de Etnología, y en segundo lugar, por su preocupación práctica, ya que la validación etnológica fue condición previa para la formulación de cualquier proyecto. En 1946 se creó el Instituto Indigenista Peruano, órgano vinculado al Ministerio de Justicia y Trabajo, del que Valcárcel fue primer director.
Paulatinamente fue creciendo el interés por la población indígena y por sus manifestaciones culturales: además del Instituto de Arte Peruano, del Museo de la Cultura Peruana, el Ministerio de Educación Pública implementó un departamento de folklore en la Dirección de Educación Artística, dedicado a la recopilación de material folclórico.
Arguedas fue alumno de Valcárcel en 1931, antes del período en que, por razones políticas, fue cerrada la Universidad de San Marcos. Después, cuando la Universidad fue reabierta, en 1935, Arguedas dejó los estudios para trabajar. En 1935 publicó Agua. Participó en la militancia anti-fascista y acabó preso. Esta experiencia le sirvió para escribir El Sexto y luego Canto Kechwa. En 1938 comenzó a escribir Yawar Fiesta.
Arguedas retomó sus estudios universitarios, trabajó durante algunos años como profesor de secundaria, retornando a la escena intelectual limeña en 1953 como jefe del Instituto de Estudios Etnológicos del Museo de la Cultura, y secretario del Comité Interamericano de Folklore. Fue editor de la revista Folklore Americano. En 1956 publicó su primer trabajo importante de Etnologia, consiguiendo su título de bachiller al año siguiente. En 1959 presentó su tesis doctoral en España y, de regreso en Perú, se dedicó a la docencia en la Universidad de San Marcos.
En la década de 1960 la situación política se agravó en todo el continente y Perú sufrió la represión militar. Arguedas continuó escribiendo novelas ambientadas en el mundo andino, al mismo tiempo que profundizaba sus conocimientos antropológicos. Para poder desarrollar un proyecto de recopilación de literatura oral comenzó a enseñar en la Universidad Agraria La Molina. De esta época hasta 1969, año en que se suicidó, pasó por períodos productivos y otros de depresión profunda. Su último trabajo, una novela inacabada, puede ser entendido como un paradigma de la relación intelectual e emocional.
Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico.
La comprensión de lo mágico arguediano es necesario para la comprensión de su vocación política.
Flores Galindo había comenzado su obra afirmando que la conciencia acerca del indio fue el aporte más importante de la discusión intelectual en Perú en el siglo XX. El glosaba un texto de Jorge Basadre:
El fenómeno más importante en la cultura peruana del siglo XX es el aumento de la toma de conciencia acerca del indio entre escritores, artistas, hombres de ciencia y políticos. (Perú, problema y posibilidad. p. 292).
Fue un descubrimiento de lo obvio. Sin embargo, que se incluyera al sector mayoritario de la población fue inicialmente una acción subversiva, en un país que ignoraba a los hombres andinos. Frente a esta postura se plantearon dos actitudes: el rechazo de la idea o el intento de asimilarla. Los intelectuales oligárquicos, vinculados a la escuela histórica de Sevilla intentaron combatir a la inclusión de los indios en la historia nacional. Parafraseando a Borges podrían haber escrito en homenaje a los
hombres que vinieron a fundarme la patria.
Un segundo grupo, influenciado por la antropología americana intentó asimilar a los indios en la sociedad. Ellos plantearon la noción del hombre andino. Esta noción, lo andino, fue un elemento que permitió liberarse de la connotación racista implícita en el término indio, evocando la idea de una cultura distinta, que abarcaba tanto el medio rural como el urbano y trascendía los límites de los estados creados tras la desaparición del poder colonial español. Pero hablar de los andinos podía resultar tan amplio como hablar de los árabes. La descripción y la comprensión de los hombres requerían de un tipo de historiador que no existía antes.
Rodrigo Montoya abordó el problema de la definición de lo andino. Había estudiado antropología influenciado por el encuentro con José Maria Arguedas. Originario de Puquio, también ingresó a la Universidad de San Marcos. En 1994 publicó una síntesis de la cuestión étnica y política bajo la influencia de Arguedas y de Mariátegui. Presentó su propuesta de socialismo mágico como un proyecto de transformación y entendimiento de la diversidad étnica e cultural, y como base para una sociedad democrática.
 [...] pensar el socialismo en el Perú en términos inéditos, partiendo de las potencialidades que nuestro propio pueblo tiene, aprendiendo de la historia, es un reto difícil y –al mismo tiempo– un peligro para los defensores del orden y para quienes reducen el Perú a su simple fragmento occidental y costeño [...] La solidaridad con los vencidos y los oprimidos es una cuestión de principio si se tiene una firme convicción socialista y realmente democrática.
En su obra, como en la de Arguedas y luego en la de Flores, la utopía andina aparecía como una utopía de la diversidad. Montoya imaginó un horizonte utópico formado por la combinación de la utopía andina y del socialismo, resultado del proceso de idealización de la historia incaica y su uso por la política.
a lo largo de mis trabajos trato de responder a la pregunta general ¿'cuál es el proceso de articulación entre el capitalismo y el complejo universo indígena del país'?
Montoya entendía que la violencia había sido un componente estructural de la historia peruana, causa y consecuencia de la exclusión de la población indígena y mestiza. Planteó como objetivo la superación de estas limitaciones para alcanzar una democracia verdadera y una ciudadanía universal. Resaltó la relación entre mesianismo, milenarismo y política, que conducía a una acción política que no se presentaba como una actividad profana sino religiosa.
La comprensión del proceso histórico iniciado por la Conquista española había requerido la combinación de historia y antropología para estudiar a los vencidos, a los derrotados del siglo XVI, los indígenas, que seguían siendo las mayorías sociales de los países andinos. Estas mayorías vivieron en condiciones de opresión, marginación y explotación durante siglos. La crítica socialista enarboló el discurso indigenista como una crítica de los mecanismos de dominación. Esta crítica heredó los planteamientos de Mariátegui. Así, los indígenas podían ser marginales pero también podían volverse revolucionarios. Para Mariátegui siempre estuvo claro que la marginalidad terminaría por conducir a la revolución.
El indigenismo en el Perú se inició oficialmente con una conferencia dada por Manuel González Prada en el teatro Politeama de Lima en 1888. Había terminado la guerra con Chile y el Perú estaba arruinado. González Prada preguntó por la causa de la desgracia nacional y respondió que la raíz de la derrota estuvo en la falta de unidad del país, que se dividía entre falsos y verdaderos peruanos. González Prada hizo un llamado a la conciencia de su tiempo para pensar sobre el país en que se vivía. A partir de él se formaron dos corrientes indigenistas. La primera, encarnada por Luis E. Valcárcel, profesor universitario en el Cusco, tuvo su proclama de lucha en Tempestad en los Andes, donde Valcárcel aseguraba que los indios estaban listos para ocupar Lima. Esta posición indigenista cusqueña mantenía que Lima no era el Perú, sino que el Perú era Cusco. La segunda corriente indigenista, encarnada por Víctor Andrés Belaúnde, sostenía que el Perú era producto tanto de la herencia española como de la indígena. El aporte español había sido doble: los conquistadores trajeron tanto la religión católica como el idioma castellano, mientras la contribución americana estaba limitada a las condiciones geográficas del paisaje. Ni las lenguas ni las culturas indias habían sido principales al momento de fundar la patria.
El indigenismo expresado por González Prada fue asumido por intelectuales y artistas, habitantes tanto de Lima como de las capitales de provincia, que ante la catástrofe de la guerra con Chile reaccionaron pensando que había algo incorrecto en el país y reconocieron a los indios y a su contribución para la formación del Perú. Estos indigenistas no hablaban quechua, no eran indios, pero que desarrollaron una actitud a favor y en defensa de los indios.
A partir de la década de 1930 se desarrolló ampliamente y se convirtió en un proyecto institucional y estatal en 1946 con la formación del Instituto Indigenista Peruano, filial del Instituto Inter Americano Indigenista con sede en México. Desde entonces hasta 1969 se empleó la antropología aplicada como una forma de integrar a los indios en la sociedad nacional. Tanto Mariátegui como Arguedas fueron considerados indigenistas, aunque ambos habían negado esa filiación: el primero se proclamaba socialista y el segundo estaba abocado al proyecto de escribir desde la cultura andina.
El indigenismo también se convirtió en un movimiento político de reivindicación del indio que adoptó rasgos múltiples y heterogéneos. Fue tanto una acción política concreta como una escuela literaria o de artes plásticas. El indigenismo literario pasó por dos etapas: un indigenismo originario, volcado completamente a su esfuerzo de redención, y un neoindigenismo, provisto de un mayor interés formal, influenciado por la poesía y los movimientos artísticos contemporáneos. Este neoindigenismo estuvo anticipado ya en obras de Arguedas como Yawar Fiesta y Los ríos profundos. El neoindigenismo no se expresaba con los moldes del indigenismo de la década de 1930, sino que empleaba nuevas formas literarias, nuevos recursos técnicos, un lenguaje más creativo y de mayor rigor técnico. Con el tiempo, los escritores indigenistas trasladaron a sus personajes a la costa y desarrollaron una narrativa urbana. Al cambiar de medioambiente, cambiaron la denominación del grupo y sus problemas, comenzaron a mezclarse y confundirse con los problemas de otros grupos marginales urbanos. La literatura indigenista buscó adaptarse a estos cambios, dado que la fuente del indigenismo estaba en la marginación y la postergación del indio, empezaron a describir las nuevas formas de postergación y marginación, entendiendo que la postergación y la marginación seguían siendo problemas no resueltos para la mayoría de los peruanos. El indigenismo mostró pues dos etapas: una etapa inicial, rural y aislada del mundo, y otra más integrada, que vive la irrupción del orden instaurado desde las ciudades. El problema indígena viajó a las ciudades con las grandes migraciones, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, aunque seguía existiendo en el campo, en las provincias altas. Por eso Flores terminaba su libro sobre la utopía andina reflexionando la violencia que asolaba Ayacucho, las mismas provincias donde se había extendido el Taqui Onqoy y donde había pasado Arguedas su infancia. Sendero Luminoso surgió en esas mismas provincias, entre intelectuales de izquierda como Arguedas que reflexionaban sobre el Perú a partir de la realidad andina.
El discurso indigenista obtuvo consenso social pero no aprobación general. Sus temas principales fueron aceptados incluso por sus opositores como realidades objetivas, aunque se resistiesen a compartirlas. Para lograr la aceptación, el discurso indigenista privilegió determinados símbolos usados corrientemente por los miembros de la comunidad multicultural presente en el país, aunque no necesariamente todos compartían el mismo código simbólico. El discurso indigenista logró que sus receptores asociaran ciertos signos a determinados valores, de manera que las palabras se convirtieron en entidades autónomas con un contenido independientemente del contexto de los receptores. Así, la validez del discurso indigenista no dependía de la apreciación del interlocutor. De esta manera se le retiraba al receptor individual la condición de interlocutor válido.
Para lograr esto se debió segregar a los signos privilegiados de las afirmaciones de cualquier emisor individual. Se estableció un texto de validez universal, impersonal, enunciado por un sujeto ideal que se presentaba como un emisor externo a la comunidad donde se desarrollaba la historia. Este narrador omnisciente actuaba como una voz profética, tanto de denuncia como de anuncio. Esta narración idealizada no tomó en cuenta entidades individuales del mundo sensible, sino a entidades superiores. No eran individuos o grupos de individuos sino clases o conjuntos especiales, colectividades, al estilo de las ideas platónicas. Este mundo de ideas debía reconocerse como el mundo verdadero, mientras que el mundo percibido inmediatamente por los sentidos era apariencia falsa. El narrador indigenista poseía acceso privilegiado al mundo verdadero, al que podía percibir de manera total y esencial, no de forma aproximada e incierta como los demás miembros de la comunidad. La versión indigenista no se presentaba como una opinión sino como la historia verdadera. Así, González Prada escribía en Pájinas libres:
No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el pacífico y los andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminados en la banda oriental de la cordillera.
Mientras Arguedas describía al indio verdadero:
Yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios; lo describían de una forma tan falsa escritores a quienes yo respeto, de quienes yo he recibido lecciones, como López Albújar, como Ventura García Calderón. López Albújar conocía a los indios desde su despacho de juez en asuntos penales y el señor Ventura García Calderón no sé cómo había oído hablar de ellos... En esos relatos estaba tan desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño que dije: 'no, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido’ ... (Arguedas: Yo soy hechura de mi madrastra, texto oral en Primer encuentro de narradores peruanos, Arequipa 1967).
Se podría realizar muchas lecturas de la obra de Arguedas. Para los sociólogos su obra es una fuente valiosa para conocer la vida cotidiana y los cambios en una sociedad en un momento de profundas transformaciones, ya que Arguedas ofrecía una visión vital de la sociedad peruana del siglo XX. Se puede obtener datos de la vida cotidiana a partir de las descripciones hechas en la literatura, aunque se discuta en que grado sean medios válidos. Se puede estudiar en que medida Proust da una versión fiel de la Francia de principios del siglo XX o que Vargas Llosa haya tenido éxito en su idea de la novela total, pese a que su perspectiva es urbana y de cierta clase social.
La objetividad de la narrativa indigenista se basaba en una memoria impersonal y colectiva. Esta entidad inmaterial no se presentaba como el alma platónica, pero tampoco en la forma voluntarista del alma del pueblo de los románticos alemanes, ni como el espíritu de un pueblo o una época del idealismo hegeliano. Su verosimilitud no se basaba en la objetividad de la historia de las ideas. El naturalismo de la narrativa indigenista descansaba en la definición del indio no como un grupo étnico sino como una entidad moral. La narrativa arguediana definía a cada grupo social a partir de una lengua autosuficiente y cerrada como si fuera una versión del mito de la torre de Babel. Un grupo hablaba un castellano perfectamente castizo. Otro grupo hablaba un castellano mestizo con vocablos de aparente origen quechua y castellanizaciones de palabras quechuas.
La narrativa indigenista empleó la misma retórica fundamentalista que la narración tradicional histórica peruana. Las características resaltadas por Vargas Llosa tales como la ubicación externa del narrador o la presencia de un protagonista abandonado, sea un migrante serrano en el mundo costeño, un huérfano en el mundo familiar o un provinciano en la capital, buscaban reforzar la validez de la voz del narrador indigenista. La ubicación del narrador ficticio producía tanto la trascendencia del narrador hasta una posición privilegiada que le permitía captar la totalidad como su transformación en el representante de la comunidad andina. El contraste entre los abusos del poder y la mansedumbre de los miembros de la comunidad le otorgaba a la mirada y al discurso indigenista una superioridad moral. La narrativa obligaba a tomar partido por los hombres andinos bajo un efecto moral intimidatorio. Desde la perspectiva de la moralidad cristiana, donde los pobres recibirían el reino de los cielos, la retórica indigenista asumía un carácter sagrado, se convertía en la voz de Dios, que no podía ser objetada. Esta estrategia conducía a una lealtad forzada a la prédica indigenista.
La presencia del narrador externo confería a la literatura indigenista un carácter testimonial y buscaba una autoridad moral que no se esperaba en el emisor individual del texto. Al quedar eliminado el emisor individual, el narrador omnisciente del discurso indigenista abandonaba su sensualidad individual. La estética y la ética indigenista mostraban horror a la sensualidad individual. La sexualidad y el dinero quedaban asociados a la violencia y a la corrupción de la sociedad de los blancos. Vargas Llosa correctamente describió que la literatura indigenista identificaba a los buenos como los castos y a los malos como los lujuriosos. También descubrió las raíces cristianas de la hostilidad al dinero presente en la narrativa indigenista
...porque la raíz de todos los males es el amor al dinero (1 Timoteo, 6:10).
La crítica indigenista del capitalismo no se basaba en el cuestionamiento que el socialismo hacia a partir del modo de producción y de las contradicciones internas de la sociedad, sino en el rechazo ético y espiritual de la riqueza material anhelada en el mundo capitalista. El capitalismo quedaba definido como una siniestra conspiración de los explotadores del indio para privarlo de su alma.
En las novelas de Arguedas, el dinero y el sexo eran asociados a personajes hostiles al mundo andino. En cambio, los serranos eran descritos como buenos por naturaleza. La narrativa indigenista no construía personajes individuales de gran densidad psicológica, en el sentido de la narrativa naturalista francesa. Tampoco empleaba categorías sociales descriptivas funcionalistas o marxistas, definidas por las funciones que cumplían o derivadas de su papel en la producción. Las colectividades presentes en la narrativa indigenistas estaban constituidas por tipos antes que por individuos, sean indios, mistis, sirvientes, etc. El indigenista cuzqueño Uriel García había definido al indio no como un grupo étnico sino como una entidad moral. Por ello, la aversión a la sensualidad que confesaba Arguedas no tenía tanta relación con su biografía individual, sino con las construcciones genéricas del indigenismo. Los personajes y el narrador indigenista desarrollaban hostilidad hacia los afanes sexuales. Estos personajes ficticios y su discurso lograron persuadir a sus lectores de que eran entidades sociológicas reales.
En la sociedad peruana había al mismo tiempo antiguas relaciones de parentesco y modernas relaciones clasistas; formas jerárquicas de sociedades de castas y formas capitalistas de explotación económica; la representación patrimonial del poder político y despotismos modernos; dependencia servil y hostilidad plebeya hacia los poderes señoriales y formas de dependencia asalariada y hostilidad laboral al capitalismo; representaciones naturales organicistas y naturalismos mecanicistas; rituales religiosos organizados a partir de cultos locales y ritos judeocristianos organizados como salvación universal. La convivencia de culturas heterogéneas requería la presencia de conectores culturales, bajo la forma de sincretismo o mestizaje, lo que suponía la existencia de un código simbólico común, que en el caso del Perú aún no lo había librado de la violenta dificultad comunicativa que continuaba frustrando el entendimiento consensual entre todos los habitantes del país. Los siglos de convivencia colonial de alguna manera crearon cierto grado de entendimiento entre los miembros de la sociedad. La solución a los problemas de entendimiento se encontraba en estos conectores sobre los cuales se podía construir un discurso común para los peruanos, un código unificado de comunicación.
El discurso indigenista asoció sexo y dinero a violencia, corrupción y modernidad. Esta asociación surgió de dos temas principales de las sociedades no modernas organizadas en relaciones de parentesco y diferencias jerárquicas entre castas. El discurso indigenista mostró una característica presente ya en la obra de Guamán Poma: el desprecio racista y aristocrático contra los “mesticillos”. El indigenista José Ángel Escalante (1883-1965), diputado leguíista por Acomayo, prosiguió con este argumento al atacar la asociación que hacía Mariátegui entre indigenismo y socialismo moderno ya que en su perspectiva degradaba la pureza simbólica de las jerarquías y distinciones de las relaciones de parentesco:
al mestizo, al cuarterón, al chino-cholo, al mulato, a todas las variedades de injertos... las demás razas claudicantes y degeneradas encontraron ambiente hospitalario tan solo en la costa, nunca en la serranía hermética, impropicia a toda bastardía y a toda contaminación.
Marx había señalado que el dinero en la sociedad capitalista funcionaba como un símbolo de valor y era uno de los principales disolventes del régimen aristocrático y punto de partida para el mundo moderno, en el que las diferencias y jerarquías eran determinadas por el dinero. Guamán Poma anotaba: cualquier mitayo es cacique.
Ahora, un mitayo tiene título, el mundo está perdido (...) Sacra Católica Real Majestad, es muy gran servicio de Dios nuestro Señor y de nuestra Majestad y aumento de los indios de este Reino que no estén ningún español, mestizo, cholo, mulato, zambaigo, casta de ellos, sino fuera casta de indio, que a todos los eche, a chicos, grandes, casados, llevando sus mujeres, les eche a las ciudades, villas, por donde pasaren, no estén un día en los tambos de estos reinos, y si no fuere, le envíe a su costa, con alguaciles que le lleve a las dichas ciudades, o que sean desterrados a Chile, y así le dejen vivir y multiplicar a los indios libremente, porque no se sirve vuestra majestad de los mestizos, sino ruidos y pleitos, mentiras, hurtos, enemigos de sus tíos; y mucho más de los mestizos sacerdotes (...) ¿que hacía aquella casta? Ha de saber vuestra Majestad que también hay muchos padres y su multiplico en este reino es lo propio, y así hay tantos mesticillos.
Otra característica de la verosimilitud de la narrativa indigenista, residía en el modo como integraba el mundo natural y social, de manera opuesta a la rígida separación simbólica impuesta por la cultura científica moderna entre estos dos reinos: la naturaleza cosificada y regida por la necesidad y la sociedad humana regida por la libertad moral de sus individuos.
La narrativa indigenista construyó una cosmovisión unificada, donde naturaleza y sociedad eran vistas como un inmenso organismo vivo, cuyas partes no eran descritas como un agregado aleatorio de cosas que formaban un mundo contingente, sino como una entidad compleja articulada de una manera funcional. Se trataba de una narración intencional cualitativa profundamente hostil a la narrativa de extensión cuantitativa de la ciencia mecanicista moderna.
En la narrativa indigenista
las rocas y los pedruscos participan de la animación profunda de las cosas y tienen actividad e historia, igual que el hombre
Arguedas construyó el modelo narrativo más exitoso y elaborado de la historia del indigenismo, convirtiéndose en un relato verosímil y consensual de la comunidad peruana. Arguedas buscó superar la marginalidad histórica del indigenismo tradicional y convertirlo en un metarrelato de unificación nacional, tal como ocurrió con la narración de la revolución mexicana. Arguedas incluyó en su narrativa instrumentos de la metodología analítica para la recopilación de información y evaluación de datos de la antropología académica norteamericana, que empleó cuando trabajó a mediados de la década de 1940 en el Instituto de Etnología de San Marcos. Sus estudios etnológicos y folclóricos le proporcionaron una nueva forma de apreciar las sensibilidades estéticas del mundo rural y de los migrantes andinos en las ciudades de la costa.
Arguedas introdujo un cambio radical de las dicotomías que transferían a la representación de la sociedad peruana la imagen dualista de una oposición étnica y cultural entre dos fuerzas irreconciliables, análoga a las dos repúblicas de la colonia. La dicotomía del relato indigenista  original resultaba cada vez menos persuasiva como descripción de la sociedad peruana, cuya creciente heterogeneidad grupal demostraba su carácter simplista y discriminador. Los procesos de migración, de expansión de los medios de comunicación y el desborde popular, la expansión de la educación pública convirtió a la idílica población andina del primer relato indigenista en irreal y minoritaria. Arguedas buscó terminar con la imagen estereotipada del mundo andino, que había caracterizado a la narrativa indigenista previa, y convirtió al mundo andino en un conglomerado heterogéneo. El texto antropológico de Arguedas Puquio, una cultura en proceso de cambio representaba este cambio. Vargas Llosa anotó correctamente que para Arguedas las antiguas polaridades étnico-culturales habían sido corroídas por la aparición de un tercer grupo entre mistis e indios, los cholos. Los cholos eran culturados y modernizadores en Yawar fiesta y parecían triunfar en el relato antropológico. Además los jóvenes andinos se estaban olvidando de las tradiciones y él buscaba restaurar la sensibilidad perdida. Sin embargo no buscaba la reminiscencia como un recuerdo nostálgico del pasado, el que resultaba cada vez menos verosímil a la sensualidad actual generada por los procesos de modernización que la juventud andina estaba experimentando. Por ello, la utopía no debía instalarse en el pasado sino en el presente. Arguedas asumió el reto de instalar la ficción indigenista en un presente en que la sociedad se volvía más heterogénea. El problema que Arguedas debía resolver era cómo construir el discurso de la reminiscencia sobre una sensibilidad unificadora que, a diferencia de la sensibilidad individualista moderna, no ejerciera un papel disgregador. Sus investigaciones etnológicas y folclóricas le permitieron establecer las bases de una estética de las heterogéneas comunidades andinas dispersadas y refundidas a lo largo del país. Arguedas encontró en la música el sustrato sensible de la memoria andina y la manera de restablecer la armonía amenazada por la desintegración de las identidades comunales. Para Arguedas la música andina sobrepasaba los límites regionales y estimulaba la memoria colectiva.
Arguedas logró un gran éxito persuasivo con su nueva estética del relato indigenista, pero no alcanzó a desarrollar plenamente el consenso que lo convirtiera en un retrato fidedigno con el que se pudieran identificar las mayorías nacionales, debido a que preservó ciertos temas fundamentales del indigenismo, tales como la discriminación y la hostilidad a la heterogeneidad, la creencia en una pureza étnica y cultural, así como cierto rechazo conservador de la modernidad a la que aspiraban sectores mayoritarios de la población andina.
Tanto Vargas Llosa como Flores Galindo se interesaron por la trayectoria de José María Arguedas. Vargas Llosa publicó en 1996 un extenso ensayo sobre el tema: La Utopía Arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. A través del análisis de la vida y la obra del escritor, Vargas Llosa criticó al indigenismo y a sus influencias en el Perú contemporáneo. Para él, además de ser una corriente literaria y artística, el indigenismo fue una ficción ideológica de corte retrógado y reaccionario; una utopía arcaica que entretejía elementos colectivistas, mágicos, antimodernos y antiliberales. Para él, el libro Buscando un Inca era un balance y liquidación de la utopía indigenista, la más persuasiva descripción de lo que había de irreal y ficticio en la visión arcádica del Incario y de la realidad andina. Su valor radicaba en que era una crítica al indigenismo hecha desde la misma ideología que lo había producido.
Vargas Llosa objetó las ideas de socialismo mágico de Arguedas y le atribuyó la autoría de una utopía arcaica en la que exageraba una supuesta dualidad cultural del país que, en el fondo, era suya propia. Para Vargas, Arguedas estaba obsesionado con vivir en una frontera entre el mundo andino y el mundo criollo y con construir su propia mitología. Vargas lo presentaba como un hombre desgarrado entre dos mundos:
un hombre aferrado a cierta antigüedad, a un mundo campesino, impregnado de ritos, cantos y costumbres tradicionales [...] mundo arcaico que él conoció de niño, que estudió como folklorista y etnólogo y que, como escritor, idealizó y reinventó. Y del otro lado, el de un intelectual convencido de que la lucha por la justicia y la modernidad era necesaria y que adoptaría [...] la forma de una revolución marxista. Arguedas presintió siempre que ambas adhesiones eran incompatibles.
Afirmaba que Arguedas vivía entregado a un arcaísmo romántico, que lo llevaba a rechazar la sociedad industrial, la cultura urbana, la civilización basada en el mercado y que solamente podía concebir al dinero como elemento envilecedor. Arguedas habría imaginado una sociedad india en la novela Yawar Fiesta entregada la utopía arcaica, caracterizada por el colectivismo y la hegemonía que en ella tenía la comunidad sobre los individuos.
En Puquio: una cultura en proceso de cambio Arguedas se había referido repetidamente al mito de Inkarri, al que exaltó. Vargas Llosa resaltó que:
ese dios mutilado que se reconstruía en su refugio subterráneo era un emblema del anhelo de resurrección de aquella utopía arcaica a la que fue siempre instintivamente fiel, aun cuando su razón y su inteligencia le dijeran que la modernización de la región andina era inevitable e indispensable.
Vargas Llosa aseguraba que la percepción del Perú precolombino que tenía Arguedas era idílica y estaba marcada por la doctrina cristiana del paraíso perdido y la moderna utopía colectivista del socialismo. A su entender, Arguedas no se había dado cuenta que esta utopía era occidental, originada en la tradición utópica clásica y renacentista traída por los conquistadores, en la que se formó Garcilaso, a quien Valcárcel mismo reconocía como fundador de la utopía arcaica, y no en las tradiciones andinas.
Arguedas habría querido abolir las injusticias instauradas por la Conquista sin privar al indio de su cultura tradicional y de su esfuerzo de transformación de lo foráneo, en la que veía la mejor prueba de su fuerza creativa y de su voluntad de resistencia. Vargas aseguraba que Arguedas amaba los rasgos arcaicos y bárbaros de la cultura andina, y había sido un conservador cultural indio. Para Arguedas el crimen mayor cometido por el Perú blanco habría sido desoír la voz de su pasado, haber vuelto la espalda a su historia, haber olvidado que el Perú era un país antiguo.
Vargas Llosa afirmaba que uno de los factores fundamentales de la persistencia del discurso indigenista era su capacidad de persuasión, para transformar una interpretación subjetividad de las condiciones de vida en América Latina en la forma final de la objetividad. La ficción indigenista buscó reemplazar a las ciencias sociales como instrumento de estudio. La raíz del éxito de la narrativa indigenista (sea a nivel literario o en prosa no ficcional) se hallaba en su capacidad de presentarse como una descripción objetiva de la realidad. Esta capacidad había sido exacerbada por la ausencia de un espacio público de debate. El control ejercido despóticamente a lo largo de la República había impedido el desarrollo de diálogos científicos, estéticos y políticos separados e independientes entre sí y limitados con respecto al ámbito de su validez.
Sin embargo, Vargas Llosa cometía los mismos errores que él había descrito en la narrativa indigenista, quedando en la misma confusión de ámbitos de conocimiento. Criticó la veracidad de la narrativa indigenista a partir de su validez como discurso sociológico, sin entender que la confrontación no ocurría entre la realidad objetiva y la subjetiva, sino entre la subjetividad cultural moderna y la subjetividad cultural no moderna. Estas alternativas culturales no eran teorías que pudieran contrastarse sino de opciones sociales, ya que no buscaban producir enunciados verdaderos, sino servir como un vínculo entre individuos y poblaciones y establecer una apreciación de vida común. En ese sentido Arguedas podía describir al mundo moderno como insensible, provisto de una estética pobre, de una moralidad utilitaria perversa y abocado a la cosificación de la vida. Desde la perspectiva de Vargas Llosa, la descripción indigenista del mundo era animista, mágica, incontrastable con los hechos y mostraba una moralidad sacralizada prejuiciosa y hostil a la sensualidad humana. Ambas posiciones resultaban fundamentalistas en la medida en que se pretendían objetivas y rechazaban a la otra como una ficción arbitraria y errónea.
Los textos arguedianos fueron leídos por Vargas buscando retener fragmentos contradictorios. Para otros intelectuales peruanos, Arguedas se ha convertido en un héroe cultural y algunas de sus frases han abierto horizontes para la imaginación del país. La obra arguediana es compleja y por supuesto llega a ser contradictoria, porque Arguedas cambiaba su pensamiento. El propio Vargas Llosa ha mostrado esas contradicciones: hay gran distancia entre el joven escritor fuertemente influido por el ideal del compromiso propuesto por Sastre, defensor de la revolución cubana y latinoamericana, y el escritor de sesenta años convertido en neoliberal, admirador de la señora Tatcher, enemigo declarado del gobierno cubano y candidato derrotado de la derecha en las elecciones presidenciales del Perú en 1990. Vargas le recriminaba a Arguedas que
En el mundo de Todas las sangres, un mal y un bien absolutos se reparten personas, instituciones y cosas de una manera tan precisa que no queda campo para la ambigüedad. Todo es claro en este mundo. Los malvados lo son no solamente para sus víctimas, los buenos; también para sí mismos. Tienen conciencia de su maldad y, al tiempo que la practican, la declaran. No hay esfuerzo alguno en la novela para reconocer las razones del otro porque no hay razones contradictorias. Todos están de acuerdo en la clasificación moral de las conductas de las personas y de las instituciones. Así, los imperialistas y los capitalistas que explotan, saquean, esquilman, engañan, roban, se confiesan ladrones, asesinos, destructores, y antipatrióticos... Los malos en la novela tienen una conciencia resplandeciente de su maldad, igual que los buenos, que saben que lo son. ¿Cuál es el resultado? La desaparición de la ambigüedad, de la complejidad humana. (p. 265)
Pero este modelo que Vargas Llosa rechaza por carecer de ambigüedad es el mismo que aparece en muchas de las mejores novelas que se haya escrito. Por ejemplo, Tolkien describe un mundo dividido entre buenos y malos, como el mundo en los cuentos de hadas, como el mundo que Serenus Zeimblot describe en el Dr. Faustus de Thomas Mann, como el mundo del que han hablado las herejías medievales, los incoformismos desde el inicio del mundo moderno, el mundo de los salvos y de los condenados. Arguedas no inventó el maniqueísmo y los productos de la dualidad confrontada no tienen que entenderse como pobres, ni siquiera como extraños al pensamiento occidental. Parafraseando a Borges, es en este mundo donde todo se vuelve gris y se disuelve en el diletantismo que vemos una pauperización del espíritu humano.
Al adoptar el fundamentalismo como punto de vista, se establece una objetividad supracultural del conocimiento, a diferencia del punto de vista moderno, que reclama una postura equitativa y liberal en relación a culturas diferentes. Vargas Llosa contradecía el espíritu de la modernidad, al asumir una postura epistemológica fundamentalista para criticar las ficciones literarias indigenistas. Vargas Llosa confundió su elección de la cultura moderna occidental con la apropiación de la verdad científica, creyendo que la cultura occidental era el lenguaje de la ciencia.
Vargas Llosa afirmaba que:
Quien cree que las piedras tienen ‘encanto’ y ‘cantan de noche’, o que el zumbido de un trompo puede llevar un ‘mensaje’ allende los ríos y las cordilleras [...] y que los indios colonos pueden ahuyentar a la peste con gritos, cree cosas muy bellas y poéticas pero su visión del mundo es un acto de fe, no un producto del conocimiento racional, el que se funda en la experiencia y subordina sus hipótesis al cotejo con la realidad objetiva.
Vargas Llosa criticó las ilusiones de Arguedas empleando los argumentos del escepticismo de Hume y reclamando que la verdad se fundara en la experiencia y que las hipótesis se subordinaran al cotejo con la realidad objetiva sin entender que este camino significaba el rechazo del principio de causalidad y de las leyes científicas. Hume había llevado a una conclusión lógica la aseveración de Sexto Empírico, que afirmaba que la casualidad no es una relación real, sino un producto de la imaginación, una ficción de la mente. Los autores de la modernidad como Descartes, Kant o Hegel explícitamente buscaron afirmar el principio de causalidad y en esto se ha inspirado toda la tradición liberal posterior. En ese sentido, el contrato social y el Estado de Derecho son principios normativos (subjetivos para Hume y su discípulo Adam Smith, o de razón práctica pura a priori para Kant), independientes de comprobación empírica.
La postura epistemológica de Vargas Llosa resultaba impertinente por su simpleza, ya que pretendía extender los criterios de validación que se emplean con las teorías científicas, a los patrones culturales. Las relaciones interculturales no se plantean entre totalidades iguales, de la misma extensión, ya que las culturas son sistemas abiertos, mientras que las teorías científicas intentan ser códigos cerrados.
La simpleza epistemológica de Vargas Llosa apeló a las tesis falsacionistas de Popper:
Las creencias de Ernesto [el narrador ficticio de la novela de Arguedas] no pueden ser contradichas, ‘falseadas’ según el requisito esencial establecido por Karl Popper para el conocimiento científico, porque ellas no pretenden ser un verificable reflejo del mundo exterior.
Vargas ignoró que las tesis falsacionistas de Popper no buscaban la verificación de una teoría científica, ya que su objetivo era demostrar la validez de una hipótesis a partir de su capacidad para superar el esfuerzo de demostrar su falsedad. La certeza de los enunciados científicos provenía de procedimientos hipotético-deductivos. La observación y la experimentación conducían a la construcción de hipótesis, pero las teorías científicas no eran deducibles de proposiciones singulares. Las teorías científicas no podían verificarse porque algunas de sus consecuencias particulares coincidieran con ciertos hechos. Las teorías científicas se revelaban como conjeturas y ninguna teoría científica podía ser establecida de modo concluyente. El contraste de teorías científicas ocurría a través de la confrontación con conjeturas, no con hechos que las verificaran. La aceptación de una teoría científica era consecuencia de la mayor resistencia a la refutación y no de su verificación.  Vargas Llosa entendió al revés la tesis antifundamentalista de Popper y por ello produjo creó una lectura fundamentalista del discurso moderno. La fuerza persuasiva de este y de todo discurso fundamentalista no se encuentra en su aceptación como acto consensual con el receptor, en que tanto el emisor como el receptor se someten a las mismas leyes lógicas. La verosimilitud del discurso fundamentalista se establece mediante una estrategia retórica de intimidación del receptor, al que se priva de la jerarquía interlocutor válido y se coloca en inferioridad de condiciones.
Vargas construyó La utopía arcaica a partir de lo que los personajes de Arguedas dicen y hacen, sin reconocer la distancia que los separaba del autor. El ideal de futuro que Arguedas ansiosamente buscaba, la utopía de todas las sangres o el socialismo mágico, nunca le interesó. Al contrario, puso su atención en una propuesta que Arguedas pudo nunca haber defendido. Cuando Arguedas escribió que el socialismo no mató en él lo mágico señalaba su adhesión al socialismo sin renunciar a la riqueza espiritual andina. Si se acusa a un escritor por las ideas de sus personajes, se debería acusar a Vargas de racista y se perdería el mínimo de seriedad para investigar su obra. Sin embargo, también es cierto que no se puede desarrollar un personaje a quien no quiere, que los personajes más verídicos son los más entrañables. En el Perú hubo personas que desarrollaron un discurso radical anti-occidental y otros que se declararon pro-occidentales. Estas posiciones reproducían las tensiones profundas surgidas en el siglo XVI luego de la confrontación producida por la Conquista. Vargas Llosa es un ejemplo de un escritor que no tiene empatía con los grupos étnicos originarios del país. Ninguno de los personajes principales de sus novelas es indio. En cambio, Arguedas creó a sus personajes a partir de hombres andinos que conoció y a quienes recreó en sus ficciones. En Huancayo hizo un largo estudio de la feria dominical y de su paso por el Valle del Mantaro guardó por mucho tiempo un gran entusiasmo por los mestizos como elementos claves del futuro peruano, en abierta contradicción con el supuesto carácter antimestizo de la llamada utopía arcaica. Fue a Chimbote a hacer un trabajo de campo, porque intuía que el puerto en apogeo era la punta de lanza del cambio que el capitalismo estaba produciendo en el país. Vargas Llosa ignoró el trabajo antropológico de Arguedas, ya que el mismo tenía poco de antropólogo.
Arguedas, además de escritor y antropólogo, hizo periodismo, fue traductor, profesor secundario y universitario, y tuvo un contacto con cantantes, músicos, danzantes de tijeras y diversos bailarines de todas las regiones del país. Su militancia en defensa de la cultura andina fue importante a través de artículos periodísticos, libros, conferencias, grabación y registro de música, cuentos, leyendas y danzas en el Museo de la Cultura Peruana y también en la Casa De la cultura, su práctica de la guitarra, del canto, del baile, su dominio del quechua y su habilidad para las adivinanzas y bromas en quechua.
Vargas reclamaba que la obra arguediana solo podía comprenderse estudiando al hombre Arguedas:
... un libro como El zorro de arriba y el zorro de abajo es incompatible con la teoría de que la crítica debe prescindir del autor... sin el disparo que hizo volar la cabeza de Arguedas —al lado del manuscrito recién acabado—el libro sería algo distinto, pues esa muerte por mano propia dio seriedad y dramatismo a lo que dicen (a lo que inventan) [pero todo texto literario es invención] sus capítulos y diarios... ese cadáver infringe un chantaje al lector: lo obliga a reconsiderar juicios que el texto por sí solo habría merecido, a conmoverse con frases que, sin su sangrante despojo, lo hubieran dejado indiferente. Es una de sus trampas sentimentales. (p. 300)
Al analizar la obra de Arguedas, el mismo Vargas únicamente se ocupó de los fragmentos que él llamó utopía arcaica y no tuvo en consideración la multiculturalidad del Perú que Arguedas describía. Vargas solamente vio en la novela Todas las sangres el ejemplo de lo que él llamaba un fracaso literario pero ignoro todas las propuestas que hacía para el futuro del Perú. Vargas se negaba a ver los proyectos de Arguedas y no quería reconocerlo como la figura mayor de la literatura peruana, como un ejemplo a seguir. Arguedas narró un regreso al pasado tanto como lo había hecho Tolkien. Como Tolkien, Arguedas imaginó un mundo que fue mejor y que se había perdido. El núcleo de Arguedas era el anhelo de recoger lo mejor de la tradición para que el país no perdiera sus raíces indígenas y se convirtiera en una mala copia de Europa o de Estados Unidos. Los artistas de Yuyachkani o de los talleres de teatro de Villa el Salvador que se inspiraron en el diálogo o encuentro de los zorros aceptaron la dinámica del entendimiento y la confrontación con lo nuevo y extraño que también formaba parte del Perú. Vargas le recriminaba a Arguedas que se hubiera convertido en un héroe cultural
José María Arguedas, de autor literario se convierte para estos y otros grupos en un paradigma teatral de variada y constante referencia. Incluso la sola enunciación onomástica es la advocación con la que una serie de grupos y centros culturales barriales parecen encontrar una suerte de identidad o derrotero para su trabajo (Salazar del Alcázar, 1990: 22)
En 1976 Ángel Rama sostenía en el prólogo a la colección de artículos escritos por Arguedas entre 1940 y 1969, Señores e Indios, que la unidad de la obra arguediana provenía de su interés centrado en el indio peruano, de donde provenía su carácter nacional, y por la ampliación de esta visión a los mestizos. En su primer libro de cuentos, Agua (1935), y en su primera novela, Yawar Fiesta (1941), Arguedas permaneció fuera de la modernidad, mientras que en los trabajos siguientes buscó su presencia. Por ello, si lo mágico en Arguedas le sugería a Vargas Llosa irracionalidad, una relación negativa entre mito y utopía, para Ángel Rama, el universo arguediano desarrollaba un sistema de permanencia de pequeñas variaciones, un modelo simbólico en el cual la creación artística estaba ubicada en el centro de la transculturación.
El pensamiento arguediano se basaba en la convicción de que el país podía encontrar la salvación a través de la recuperación de la cultura andina, de los valores ancestrales. Arguedas desarrolló nuevas funciones para la novela, transformándola en una herramienta en el proceso de lucha por los valores andinos.
Vargas Llosa consideró que todas las reivindicaciones indígenas eran parte de la utopía arcaica. El escritor se sirvió de un argumento falaz: ya que algunos de los personajes de la obra de Arguedas son enemigos de lo moderno, entonces hizo de Arguedas un enemigo de lo moderno. Vargas asumió que la defensa de lo étnico y las grandes reivindicaciones indígenas era parte de la utopía arcaica, de lo pre-moderno. En su opinión carecía de sentido cualquier retorno al pasado y planteó la necesidad de asumir la modernidad y sacrificar todas las persistencias étnicas. Toda forma de identidad étnica debía ser sacrificada a la modernidad. La clase política tradicional compartía con Vargas Llosa la tesis de que los indios no eran parte del país y que había que proponer su integración a la sociedad nacional.
En cambio, Mariátegui comprendía al indigenismo no solamente como un movimiento literario, sino que excedía a la literatura. El indigenismo buscaba solucionar un problema social y cultural, el problema del indio. Mariátegui afirmó que el indigenismo tenía una inspiración política y económica. Flores continuó la obra de Mariátegui y sobretodo de Arguedas. Compartió con ellos un doble carácter en sus escritos: los libros de Flores podían leerse tanto como documentos sociales y como textos literarios. Flores repensó la historia peruana desde el mundo andino y el libro que escribió era tanto una persistencia de la memoria como una prolongación de la imaginación.
Los historiadores peruanos habían descrito al mundo andino como un lugar de agravios y de exclusiones. El quiso convertirlo en un espacio de mitos y de utopía. Intentó dar una mitología al Perú. Así, aunque las ideas de utopía y mitología tenían raíces occidentales, Flores Galindo realizó con ellas un trabajo de creación, elaborado a partir de características y de acontecimientos ocurridos en los Andes y reordenados por su mente. Arguedas escribió:
Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua.
Buscaba
perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento de todo cuanto se descubre en otros mundos. No. No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacamac y Pachacútec, Guaman Poma, Cieza y el Inca Garcilaso; Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren; la fiesta de Qoyllu Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a cuatro mil metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar a alguien desde aquí resulta algo escandaloso. (Arguedas, 1975: 283).
Flores pensaba que el utópico Arguedas nunca quiso renunciar a Occidente. Vargas pensaba que Arguedas sí quería renunciar a Occidente, pero entendía que no era posible.
La cita que Arguedas hacía de los cronistas Guaman Poma, Cieza y el Inca Garcilaso es significativa. Se puede ver el origen del país no en el territorio o la gente, sino en lo que ellos escribieron, en sus libros. De los tres, el único cuya obra se difundió tempranamente fue Garcilaso, por lo que la imagen que formamos del Perú fue la que él imaginó en sus Comentarios Reales. Una obra que el concluyó con su vida, todo lo opuesto al trabajo de un joven Cieza de León. El otro personaje, Guaman Poma, fue una incógnita.
Flores se relacionó con el mundo andino a través de la obra arguediana. Ella le ofreció una prolongación hasta el hombre andino. Sus libros le entregaron la memoria de un hombre criado en los Andes y la imaginación de un futuro creado a partir de ese origen. Los libros de Arguedas le sirvieron como un registro de la vida y los sueños de los hombres andinos. Pero sirvieron también para inventar nuevas ideas y abrir un territorio para la especulación. Los libros de Arguedas son herramientas para la construcción del país y para su perfeccionamiento.

La Guerra Silenciosa
El esfuerzo de Flores para imaginar al Perú no estuvo aislado. Al mismo tiempo que Flores estudiaba Manuel Scorza daba forma a su pentalogía La guerra silenciosa. Al igual que otros narradores indigenistas, Scorza intentó en todo momento hacer la crónica de acontecimientos reales. Para lograrlo, en la primera novela del ciclo resaltó el carácter testimonial de su trabajo, presentándolo como una noticia. Lo describió como la historia de la lucha desesperada de los campesinos de los Andes centrales durante la década de 1950. El campo que describió Scorza ya estaba penetrado por el capitalismo, representado por la Cerro de Pasco Corporation. Su historia narraba el expolio de las tierras de las comunidades. Sin embargo la historia que Scorza contaba no era lineal sino cíclica, ya que siempre concluía con la masacre de los comuneros. Los comuneros siempre terminaban derrotados por los gamonales y las autoridades pero siempre aparecía un líder en la comunidad que hacía que recuperara la rabia y comenzara otra rebelión.
Para narrar las luchas campesinas Scorza escogió inicialmente el informe político, pero luego optó por realizar un texto de ficción, aunque enfatizó que los hechos narrados eran verídicos. El relato veraz e históricamente fiel que Scorza contaba era La guerra silenciosa, la lucha que los hombres andinos iniciaron contra sus opresores desde el momento mismo de la Conquista y que se seguía prolongando durante cinco siglos. El narró un episodio de esa lucha, ocurrido en las provincias mineras de la sierra central entre 1950 y 1962, pero Scorza recalcó que no había inventado la lucha. El intentó ser un cronista para estos héroes campesinos anónimos. Resaltó su condición de testigo y la calidad descriptiva de su narración.
La administración estatal desde la colonia a la República había buscado mantener sometida a la población andina. Pero existía una contradicción interna del orden colonial. Los españoles sometieron a las sociedades andinas, pero también les dieron las herramientas para imaginar un mundo diferente. La invasión occidental permitió la emergencia de factores de cohesión de los hombres andinos, que se identificaron entre sí frente a sus invasores. Toda la narrativa indigenista está entrecruzada por este esfuerzo por reconocerse, por rescatar la propia identidad. La narrativa indigenista había tomado un elemento de Occidente para reafirmar la identidad del mundo andino. Los esfuerzos del indigenismo produjeron mitos: el mito de Inkarri, la utopía andina y la guerra silenciosa. Flores debía tener presente las novelas de Scorza al escribir Buscando un inca, ya que el libro concluye en la guerra silenciosa.
El ciclo de La guerra silenciosa estaba formado por novelas de la rebelión campesina. Tenía precedentes notables en El mundo es ancho y ajeno, Todas las sangres y Los ríos profundos. Flores Galindo  sostenía que la rebelión campesina andina era un hecho que había atravesado todo el siglo XVIII y que continuaba.
Las novelas de Scorza constituyeron una renovación dentro de la tradición indigenista, ya que asimilaron las nuevas técnicas desarrolladas por los novelistas latinoamericanos del Boom pero que continuaron la intensa motivación social de la novela indigenista desarrollada por Ciro Alegría o José María Arguedas. Flores también emprendió una renovación en el estudio del mundo andino y el origen del Perú. El intentó resolver la crisis que agobiaba a la población peruana y propugnó un cambio radical. Respondió con originalidad a los problemas del país, a partir de la lectura de los Siete ensayos de Mariátegui y del drama personal de Arguedas, de la visión de la sociedad peruana dividida entre los Andes indios y la modernidad criolla de la costa. Los rasgos de libertad narrativa que desarrolló en Buscando un inca partían de la necesidad de no mostrar la historia andina como un hecho insular, localizado en las partes más atrasadas del país, limitado a la explotación de las clases subordinadas, sino un problema vinculado al desarrollo de la conciencia en todos hombres marginados en Perú.
Esta misma búsqueda era la indagación por la continuidad entre nuestra historia local y toda la historia. Desde la Conquista española ha existido una sola y misma historia, la historia de la continua rebelión andina. Esta continuidad fue enunciada por Benito Castro en El mundo es ancho y ajeno y también por Genaro Ledesma en La tumba del relámpago, la última balada del ciclo de la Guerra silenciosa. La rebelión andina, narrada en el mito de Inkarri, en la utopía andina de Flores Galindo, había durado ya cinco siglos. Nuestros rebeldes, los rebeldes de Perú, llegaban desde el fondo de la historia.
Scorza asumió el papel del narrador omnisciente del indigenismo. Su discurso se volvió profético, denunciando las masacres cometidas por las empresas transnacionales, los hacendados y el Estado criollo contra los campesinos andinos, y anunciando la continuación de la lucha de los hombres andinos. Esta narración no tomó en cuenta que el sistema de haciendas de la sierra central ya estaba en crisis y que no pudo defenderse de la presión campesina, sino que trató a las   compañías transnacionales y a las haciendas como entidades todopoderosas. No describió al mundo rural en cambio de la segunda mitad del siglo XX, sino a un mundo mítico, al que podía percibir como una totalidad continua desde la Conquista y una esencia andina más allá del tiempo. Por eso y pese a eso, Scorza presentaba su versión como la historia verdadera de las luchas rurales en los Andes centrales.
La ruptura de Scorza con la tradición indigenista se encontraba en el uso original del lenguaje, del humor, de la metáfora, en el empleo de las técnicas del realismo mágico. Scorza resumió esto en un sencillo postulado:
yo viajo del mito a la realidad.
Flores también empleó una nueva técnica de escritura para tratar el tema mítico propuesto. Por ello Buscando un inca excedía las características usuales de los libros de historia del Perú. Si lo que escribió Flores Galindo fue solamente una discusión intelectual o fue expresión de tendencias reales de la sociedad, entonces la justificación de su visión de la crisis quedaría aclarada al enfrentar el dilema de la identidad mestiza peruana.
En Buscando un inca existía un planteamiento central: el fracaso de la historia como quehacer intelectual para aprehender el papel de la imaginación en la historia; Buscando un inca fue un libro escrito en un momento de honda crisis nacional en que Flores Galindo presentía que se abrían oportunidades para imaginar un futuro distinto y, en cierto modo, el libro era la imaginación de ese futuro. Los hombres siempre habían estado interesados en imaginar el futuro. Todas las sociedades desarrollaron relatos sobre el futuro. Los hombres habían intentado conocer el futuro tomando contacto con lo sobrenatural. Ellos alcanzaban lo sobrenatural mediante sus mitos y la religión.
Sin embargo, había ocurrido un extraordinario declive de la creencia en la religión y en los mitos desde la Ilustración del siglo XVIII. Debido a ello, las sociedades tuvieron que desarrollar nuevas formas de pensar en el futuro, considerando ahora una relación con el tiempo histórico. Es decir, los hombres tomaron en cuenta que sus sociedades tenían un pasado e intentaron relacionarlos con el futuro.
Existen tres grandes formas de imaginar el futuro. La primera forma se basa en la repetición de los hechos históricos. La segunda forma se basa en la esperanza de que aparecerá una fuerza que cambiará radicalmente el curso de la historia. La tercera forma busca las tendencias del pasado que podrían continuar desarrollándose y construir el futuro. Flores exploró cada una de estas formas en Buscando un inca.
Lo que había sucedido antes, volvería a suceder nuevamente, los incas volverían. Los partidarios de la utopía andina adoptaron esta visión cíclica presente en la cosmovisión de las sociedades andinas prehispánicas. Los españoles se habían hecho con el poder tras la Conquista pero también llegarían su final. Los dioses antiguos retornarían y volvería a transformarse el mundo. Los hombres andinos creyeron absolutamente en el control de las huacas sobre el tiempo y sobre la actividad de los pueblos. Creyeron que el tiempo de las huacas volvería.
Flores-Galindo anotó que una característica peculiar de la utopía andina fue que
en los Andes, la imaginación colectiva terminó ubicando la sociedad ideal [...] en la etapa histórica anterior a la llegada de los europeos.
La utopía andina aparecía como una añoranza idealizada de una edad heroica de tipo histórico, tal como la había imaginado Homero.
Tanto Buscando un inca como La utopía arcaica realizaron un balance del relato indigenista desde un punto de vista disciplinario e ideológico. Tanto para el socialista como para el liberal existía una gran distancia respecto al pensamiento anterior al mundo moderno.
Vargas Llosa pensaba que era paradójico que el libro de Flores Galindo, concebido como una crítica de la utopía andina acabara postulando una fusión entre la mística milenarista y el socialismo moderno. Flores Galindo reconocía el carácter ficcional, es decir utópico, del indigenismo y el carácter arcaico y milenarista del contexto histórico premoderno en que surgió la narrativa indigenista, pero no se aferraba a él como un fundamentalista y un dogmático, sino que planteó la posibilidad de preservar ciertos signos del discurso indigenista y transferirlos a un nuevo contexto, para unirlos con un discurso racionalista y las esperanzas socialistas. La modernidad fue fundada trasladando la simbología de la antigüedad clásica a la Europa del siglo XV, denominado precisamente por eso Renacimiento.
Las limitaciones de las conjeturas de Flores no están en la pretensión de actualizar viejos mitos en el horizonte de las puras expectativas, sino en que su proyecto entiende erróneamente la narrativa arguediana, suponiendo que descansa en una construcción ideológica discursiva conceptual, de la misma manera que las antiguas utopías discursivas platónicas o aristotélicas de la antigua tradición cultural conceptualista griega, en la que se puede rastrear el origen de racionalidad conceptual moderna. El discurso arguediano basaba su verosimilitud narrativa en la esfera de la sensibilidad, previa a la racionalidad. Esta sensibilidad no es profana o subjetiva, sino sagrada y supraindividual. Este modo de percibir las sensaciones no permite una relación dialógica y no admite un interlocutor. Flores Galindo buscaba preservar ciertos signos recurrentes de la tradición discursiva indigenista, pero debía vaciarlos de su contenido fundamentalista.
También Flores imaginó el futuro a partir de las tendencias observadas en la historia. Flores entendió ciertas tendencias de la sociedad peruana del siglo XX como pervivencia de formas andinas de organización que luchaban por crear un futuro. Se podía decir que existía una versión ortodoxa de la historia nacional, basada en la creencia de que la cultura criolla era el tronco principal de la nación peruana, y una versión herética, que Flores había explorado en Buscando un inca. Vargas Llosa estuvo más cerca de la versión ortodoxa, mientras que Flores Galindo abrazó la versión herética. Las herejías habían sido desde la Baja Edad Media formas no conformistas de pensamiento. Para Vargas Llosa, este estudio herético de la historia nacional, del pasado nacional, era una elaboración de intelectuales influidos por Occidente, historiadores renacentistas como Garcilaso y cronistas misioneros como las Casas, que poco tenían en común con la visión que las masas campesinas habían tenido de su misma historia. Estos cronistas utópicos renacentistas condenaron los abusos de la Conquista y cuestionaron el derecho de España sobre América, para terminar creando una versión idílica de las sociedades prehispánicas. Esta versión idílica es la que han continuado los historiadores heréticos de la utopía andina.
El punto de vista de Vargas Llosa o de Del Busto partían del presupuesto de que el estudio de la herejía es inútil. Las versiones dominantes de la historia condenan a las herejías. Sin embargo, varios factores coincidieron durante el siglo pasado para desafiar a las versiones dominantes de la historia del Perú. La crisis de la República aristocrática y de la República oligárquica, la expansión urbana, las migraciones desde el campo, el indigenismo, el desborde popular, todo ello contribuyó a crear conciencia de un origen distinto del Perú, de su continuidad de su pasado andino. El quiebre en el modo como se explicaba el pasado ocurrió durante el gobierno militar de Velasco Alvarado. Los militares de la revolución de las Fuerzas Armadas de 1968 se decidieron a marcar el inicio de la emancipación definitiva del Perú. Por eso condenaron el injusto orden social y económico existente que permitía el usufructo de la riqueza nacional solamente a las clases privilegiadas, en tanto que las mayorías populares sufrían las consecuencias de la marginación. El discurso de los militares de 1968 estaba teñido de un fuerte tinte antiestadounidense y contenían una crítica clara al papel desempeñado por la oligarquía nativa, a la que se acusó de actuar como cómplice de la explotación y dependencia en que se hallaba sumido el país. El régimen de Velasco abrió las puertas para la difusión en la enseñanza pública de las versiones diferentes y heréticas de la historia del Perú. Un punto de inflexión es la publicación, por el Instituto de Estudios Peruanos de La Independencia en el Perú de Heraclio Bonilla y Karen Spalding. En esta versión el Perú nunca había sido libre, siempre se habían mantenido los mecanismos de sujeción y opresión. Finalmente la historia peruana se planteaba como un problema de sectas, de conversos de una u otra creencia. La creencia oficial enseñada en los colegios públicos por el Ministerio de Educación o equivalentes previos a la reforma educativa de Velasco era que no existía ningún problema del Perú como nación. La nación peruana ya se había constituido, como describía Víctor Andrés Belaúnde, que hablaba de la peruanidad. Sin embargo, ahora se buscaba dar una nueva definición de peruanidad.

La utopía y sus límites
En el trabajo original de Moro, la utopía no tenía tiempo ni lugar real, sino imaginario. Sin embargo, la gente siempre le ha buscado una ubicación real. Así los judíos hablaron de su edad dorada durante el reinado de Salomón o los americanos hablaban de cómo se ganó el oeste. Los representantes de la República aristocrática, del Perú criollo, soñaron con la Arcadia colonial. En los Andes, la utopía se ubicó en el tiempo anterior a la llegada de los españoles. Se imaginó al mundo andino bajo la forma única del imperio inca, homogéneo y justo. El inca se convirtió en el símbolo del orden justo. El regreso del inca fue interpretado desde puntos de vista milenaristas y mesiánicos. Flores afirmaba que estas ideas milenaristas y mesiánicas sustentaron las grandes revueltas campesinas del periodo colonial. La utopía andina era un equivalente de las herejías populares europeas, aunque las autoridades coloniales no quisieron tratarlas como tales. La adopción de las esperanzas mesiánicas y milenaristas desarrolladas en Norteamérica tendría relación con los rasgos heréticos de la utopía andina.
El indigenismo no había sido solamente un fenómeno literario sino que se vinculó a una realidad social. Para Mariátegui los indigenistas auténticos colaboraban en la reivindicación de los hombres andinos. El problema de los indios, de los hombres andinos, tan presente en la política, la economía o la sociología no podía estar ausente de las artes y de la literatura.
Todas las tesis sobre el problema indígena que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos –y a veces tan solo verbales, condenados a un absoluto descrédito.
Sin embargo, no está claro por qué se tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para ver estallar las rebeliones andinas. Durante el siglo de la Conquista se estableció un pacto colonial que permitió la permanencia de las costumbres y formas de organización andinas. Este pacto fue revisado por la Corona al menos en dos oportunidades: con el gobierno del virrey Toledo y con las reformas carolinas. En el siglo XVIII la crisis del imperio español favoreció las tendencias autonomistas, pero fue necesaria cierta toma de conciencia de la población andina. La toma de conciencia de la población debió suponer la integración y la comunidad lingüística. Se conoce poco de la evolución del quechua entre la toma del Cusco por Pizarro y el sitio por Túpac Amaru, pero los circuitos comerciales y administrativos coloniales tuvieron un papel muy importante tanto en la integración y la comunidad lingüística andina.
A principios del siglo XX, los intelectuales de la clase alta peruana habían decidido que la identidad nacional era un asunto resuelto y cerrado. Habían entendido esto tomando como punto de partida la reconstrucción del Estado peruano luego de la guerra con Chile. La tradición que había creado ese Estado nunca intentó fundir a las diferentes poblaciones que vivían en Perú en una sociedad participativa y justa. El Perú existía centralizado por la herencia española y a partir de ella se creó la retórica del mestizaje. La encarnación más completa de este ideal fue José de la Riva Agüero. Los miembros de esta tradición, como Porras Barnechea, veían en Francisco Pizarro al fundador de la nación. En su necesidad de explicar la sociedad en que vivían, trasladaron sus ideas al pasado e imaginaron las luchas políticas que condujeron a la Independencia del Perú. Las afirmaciones de Porras sobre Pizarro resultaban exageradas, ya que no se lo podía concebir como forjador de la peruanidad, como tampoco concebirían los franceses a Julio César como forjador de la nación francesa por haber conquistado Galia.
A diferencia de Europa, las naciones en América Latina no se habían creado en base a diferencias lingüísticas. El castellano no actuó como una base para diferenciar a los pueblos. En América Latina, las naciones fueron creadas después de los Estados, y empleadas luego por los Estados mismos para justificar su existencia. El origen del Estado republicano en Perú no mantuvo una relación de consecuencia con las rebeliones andinas del siglo XVIII, sino con la administración colonial. El país mantuvo el orden establecido por la dominación colonial. Las divisiones políticas de los nuevos países se hicieron partir de los territorios administrativos del orden colonial. Estos nuevos países no mostraron criterios diferentes en su relación con el espacio andino. Las ocho intendencias que se crearon en el virreinato peruano fueron el origen de los departamentos del Perú republicano. Los corregimientos fueron la base para la creación de las provincias. Ni los corregimientos ni las intendencias respetaron la lógica del espacio andino ni supieron aprovechar las formas de administración prehispánica. La herencia de estas formas de administración colonial continuaron dificultando las relaciones de los pobladores del país con su espacio geográfico.
La aparición del indigenismo planteó claramente el problema de la identidad del Perú, descubriendo a la nación peruana como una comunidad no definida, sino en esfuerzo por definirse. Arguedas describió un Perú construido a partir de una tradición cultural distinta a la española, nutrido en otra fuente. El idioma podía convertirse en esta nueva base. Los estudios de Alfredo Torero sobre el quechua mostraron la variedad de esta lengua y, en consecuencia, la variedad del mundo andino.
Buscando un inca surgió de la pasión de Flores Galindo por el mundo andino. Flores estaba convencido que el mundo andino actual no era más que los restos de desgracia sufrida por el renacimiento andino ocurrido a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Durante más de cien años los Andes asumieron el desafío de la modernidad y se desarrollaron con bastante libertad de la Corona española. La nobleza andina ganó gran importancia; los hombres andinos participaron ampliamente en el desarrollo social, prosperaron grandes ciudades en las tierras altas; la lectura y la escritura se difundieron más allá de la Universidad de Lima y de los conventos y se volvieron frecuentes entre las elites andinas, las que empezaron a reivindicar su pasado y sus derechos. Hubo una recuperación demográfica y el establecimiento de un gran circuito comercial en los Andes, organizado alrededor de los centros mineros, para los que se producía maíz, vino, carnes y textiles. Esta explosión de modernidad tenía lugar dentro del marco de la recuperación de la historia, de manera que un indio volvía a estar orgulloso de su condición y conciente de su pasado. Los hombres andinos podían prosperar y lograr un mayor control del destino de la sociedad. Durante más de un siglo los Andes vivieron la ilusión del progreso. Pero luego ocurrió el desastre. Fracasó la Gran Rebelión andina y venció la represión. La lucha en los Andes devino en una guerra de castas. Al final, la República criolla, heredera del orden colonial, terminó absorbiendo algo de ese mundo que fue destruido y la utopía andina volvió a brotar en las ciudades criollas.
Flores Galindo dedicó sus mayores esfuerzos al estudio de la sociedad colonial. En Aristocracia y plebe describió la imagen desencantada que le producía la sociedad colonial tardía y el futuro sin esperanzas de los años de la Independencia. La sociedad colonial estaba completamente jerarquizada. Los individuos estaban agrupados en castas, grupos definidos en base tanto criterios económicos como a partir del color de piel. Los miembros de la naciente República eran incapaces de actuar como una nación. La legislación española creó barreras jurídicas entre las castas y la República asumió esta herencia colonial. Sin embargo, las prohibiciones jurídicas no impidieron el mestizaje y la aparición de grupos de personas de características indefinidas y lealtades inciertas. La migración africana y más tarde, la migración asiática desafiaron la capacidad integradora de la sociedad. El Perú continuó siendo para muchos una sociedad excluyente, que negaba alternativas a la mayoría de la población.
Flores Galindo ya había planteado en Aristocracia y plebe que los enfrentamientos dentro de las clases populares urbanas durante el final de la colonia explicaban la ausencia de respuestas violentas frente a la dominación española. Flores ofrecía una imagen polarizada de la sociedad limeña, entre blancos e indios. En este cuadro los negros aparecían mejor integrados a la vida urbana que los indios, motivo por el cual mantuvieron un fuerte antagonismo con los hombres andinos. Se le ha criticado a Flores Galindo la parcialidad de esta imagen, ya que los hombres andinos también se habían integrado en la vida urbana desde el siglo XVII.
Buscando un inca intentaba reflejar el proceso ocurrido en los Andes tras la Conquista española, pero desde la conciencia de los hombres andinos. Más que repetir datos históricos, Flores Galindo quiso atrapar los sueños y las esperanzas, las pesadillas y las decepciones de esos tiempos. Debido a ello, su libro no seguía una cronología estricta. Flores narró el desarrollo de distintas historias por momentos simultáneamente y de manera cronológicamente laxa. A través de tal fragmentación del tiempo, trató de explicar el tiempo cíclico característico de la cosmovisión andina. A través de la estructura narrativa misma buscó producir un efecto mítico. Para conseguirlo, narraba los sucesos acaecidos durante cinco siglos como si fueran la experiencia vital de un solo hombre. Por ejemplo, la Gran Rebelión y la guerra interna contra Sendero Luminoso estaban separadas por dos siglos. Sin embargo, al confrontarlas a ambas, Flores intentaba reflejar una verdad mayor, la lucha persistente contra un orden que se negaba a dar cabida a las mayorías de este país.
Los hombres andinos que aparecían en Buscando un inca eran todo lo contrario a los hombres sin esperanzas y sin proyectos de los trabajos anteriores de Flores. No solamente eran hombres que luchaban contra la opresión sino hombres anteriores a la Caída, libres del pecado original que había traído el mal al mundo andino. Los hombres andinos creían (Flores aprobaba esa creencia) que había existido un Jardín del Edén en la tierra y que el pecado traído por la Conquista había causado todos los males en el mundo andino. Flores sabía que los hombres andinos habían pecado o errado, pero no habían caído en el mal en el sentido teológico y por ello seguían siendo capaces de lograr cosas imposibles para otros hombres. En este mundo los hombres andinos se mostraban como artistas creadores de una belleza superior a la que podían imaginar los occidentales establecidos en los Andes. La creación andina era auténtica, mientras que la creación de los occidentales establecidos aquí era opaca y epigonal.
La obra de Flores asumió un doble rol: la utopía andina buscaba una alternativa en el encuentro entre la memoria y la imaginación. Se buscaba reedificar el pasado como solución a los problemas de identidad y se empleaba a la memoria como un mecanismo para conservar y edificar la identidad. Flores se volvió a la memoria para repensar el presente e imaginar un futuro. La utopía andina percibió al imperio incaico como una imagen invertida del país actual. Era la descripción de un país irreal, tal como el país de las amazonas que describían los griegos clásicos, donde el orden estaba invertido. Sin embargo, en el caso de Perú la intensión no era garantizar el orden existente sino afirmar que el país real tenía un orden invertido. El inca pasó de ser el jefe de una etnia concreta que dominó los Andes centrales a ser un rey justo y benefactor. Flores recopiló varias representaciones populares sobre la captura de Atahualpa y su muerte. El contenido de las narraciones no era idéntico en toda la región andina, la cultura andina interpretaba de maneras diferentes al inca: en Perú, Atahualpa es un inca cusqueño, mientras que en Ecuador Atahualpa es un inca quiteño y el orden cusqueño no era presentado como el ideal.
También debía considerarse que las rebeliones indígenas del siglo XVIII no fueron las luchas independentistas que querían los historiadores ortodoxos, sino que respondían a otras motivaciones y tenían otros objetivos. Fueron equivalentes a las herejías populares medievales. En Europa medieval, las revueltas populares tomaron el aspecto de herejías debido a que la idea de cristiandad alcanzaba todos los aspectos de la vida. En Perú, por lo mismo que el país tenía muy cercano el recuerdo de los tiempos precristianos, no apareció el inconformismo tanto como una herejía con bases teológicas claras, sino como sincretismo religioso con los cultos prehispánicos. La definición de luchas independentistas suponía un grado de desarrollo y de conciencia políticos que no existían en el Perú del siglo XVIII.
Las tesis de Buscando un inca fueron cuestionadas tempranamente. En 1986 Carlos Ivan Degregori publicó una crítica de la idea de la utopía andina en el artículo Del mito de Inkarrí al mito del progreso. El entendía que la propuesta de la utopía andina implicaba un retorno al pasado que las poblaciones campesinas y migrantes no buscaban realizar. Las poblaciones andinas abandonaron los mitos previos, entre ellos el mito de Inkarrí, y adoptaron nuevas creencias para enfrentar un futuro en que dejaban de ser campesinos y se convertían en habitantes urbanos y luego en ciudadanos. Degregori criticó la idea de la utopía andina afirmando que esta propuesta  implicaba un retorno al pasado:
Lo cierto es que el tránsito del mito de Inkarrí al mito del progreso reorienta en 180 grados a las poblaciones andinas, que dejan de mirar hacia el pasado. Ya no esperan más al inka, son nuestro inka en movimiento. El campesinado indígena se lanza entonces con una vitalidad insospechada a la conquista del futuro y del progreso.
Degregori destacó las transformaciones producidas por la migración andina a las ciudades costeras y pensaba que esta transformación se convertiría en la base para crear una sociedad más libre y participativa. El proceso económico aparecía como el fundamento de la racionalidad del cambio. Degregori describió un nuevo mito, el mito del progreso, la creencia en la mejoría a través de la adopción de costumbres modernas. Una de las manifestaciones esta nueva mitología era el empleo de nuevos nombres, ahora ya no solo en castellano sino también en inglés. Las poblaciones andinas reorientaron sus objetivos y dejaron de mirar hacia el pasado en busca de soluciones. Ya no esperaban más el regreso del inca. El campesinado indígena, migrante en las ciudades costeras criollas, inició la conquista del futuro y del progreso, transformándose de invadidos en invasores. La población andina ya no se sentía acorralada y sin otros caminos que la confrontación, el mito del progreso les ofrecía la esperanza de escapar a la marginalidad y a la pobreza sin llegar a la rebelión.
Para Flores Galindo este fenómeno no significaba que ocurriera una ruptura con el pasado andino. Para él las masivas migraciones del campo a la ciudad no abolían la historia andina, sino que afirmó que los hombres andinos mantenían en su mentalidad andina. La esperanza en el progreso, la lucha por la educación y otros servicios modernos convivían con las imágenes de regreso al pasado, la recreación del mito de Inkarri. Los migrantes no dejaron de ser andinos por el solo hecho de vivir en la ciudad. Tampoco rompieron con su pasado. Por el contrario, mantenían los vínculos con él, afiliándose a las asociaciones de su pueblo en la capital y participando en las festividades que se celebraban en sus lugares de origen.
El indigenismo había surgido como un examen de conciencia del país tras el fracaso en la guerra con Chile. En muchos estudios de historia y antropología, publicados en los últimos años, se buscó establecer nexos entre cultura, modernidad, identidad y nación. Deborah Poole en Entre el milagro y la mercancía: Qoy'llur R'iti (Márgenes, Año II, Nº 4) hizo dos proposiciones en relación a los cambios ocurridos en la población campesina durante el siglo XX. Ella afirmaba que la mercantilización de la vida cotidiana en la sierra sur había alcanzado incluso las conciencias religiosas del campesinado y había alterado el peregrinaje al Señor de Qoy'llur R'iti, uno de los paradigmas de la religiosidad andina. Poole ponía en duda que la fidelidad ciega de los campesinos andinos a sus tradiciones y ofrecía un ejemplo de cómo el mundo occidental, representado por los circuitos comerciales, había penetrado en el mundo rural.
Posteriormente se publicaron también en la Revista Andina tesis más radicales que ponían en duda el papel de los indigenistas en las luchas campesinas por sus derechos humanos y civiles. Los indigenistas de la década de 1920, que habían sido considerados como “gente decente”, eran descritos como hipócritas y falsos defensores del indio. Se afirmaba que habían empleado su indigenismo para defender el carácter elitista y aristocrático de la sociedad regional cusqueña. Marisol de La Cadena en Decencia y cultura política (Revista Andina, Año 12, Nº 1, 1994) elaboró una ideología desmitificadora de lo andino. En sus conclusiones afirmaba que
como resultado de la influencia de la noción de decencia, antes que proteger a los indios, el indigenismo llegó a ser pilar de la defensa de los caballeros cusqueños, incluidos aquellos hacendados contra los cuales los mismos indios estaban luchando.
La Cadena descalificó al indigenismo descalificando a quienes lo enunciaban. Buscó desmifiticar lo andino. Cuestionó la revalorización de lo andino a partir de la idea que convertir lo indígena en una esencia creaba otro Perú dentro del país, distinto del Perú criollo, o mestizo, o múltiple, y era una defensa de lo arcaico.
Para Flores Galindo, la discusión sobre la modernidad en el Perú no tenía por qué oponerse a la tradición andina. Por el contrario, el conocimiento de lo andino hacía posible descubrir el tipo de modernidad que correspondiese a Perú.
Luis Millones y Mary Pratt analizaron en Amor Brujo, publicado en 1989, las representaciones del amor andino en las tablas de Sarhua. Ellos definieron:
las tablas de Sarhua son una forma regional de arte contemporáneo que llamaron por primera vez la atención a fines de la década de 1960, constituyéndose desde entonces en una forma bastante conocida de arte folklórico andino. Sarhua es uno de los quince distritos de la provincia de Víctor Fajardo, departamento de Ayacucho.
Desde fines de los años sesenta, los migrantes sarhuinos produjeron en talleres artesanales limeños tablas con dibujos que retrataban la vida cotidiana, las fiestas, los rituales y las creencias en Sarhua. Los antecedentes de esta tradición artística se encontraban en la costumbre de pintar o dibujar sobre las vigas que se ofrecían en el techado de la casa de los recién casados. Se sugirió que existía una relación entre las tablas pintadas contemporáneas con aquellas que Pachacuti Inca Yupanqui mandó pintar para organizar la memoria del imperio que empezaba a construir y que se almacenaron, de acuerdo a los cronistas Pedro Sarmiento de Gamboa y Polo de Ondegardo, en una singular biblioteca llamada Poquencancha en la ciudad del Cusco. Luis Millones y Mary Pratt continuaron esta evolución con las telas mandadas pintar por el virrey Francisco de Toledo posiblemente a pintores indios cusqueños, para mostrar a los reyes españoles la historia mediante los retratos de los gobernantes incas. Mencionaron también los dibujos de Guaman Poma, las obras de la escuela de pintura cusqueña de fines del siglo XVII y la labor de los muralistas indios del siglo XIX. Millones y Pratt encontraron similitudes  entre los dibujos de las tablas y los de Guaman Poma en su Nueva Coronica y buen gobierno. Para ellos estas similitudes demostraban la persistencia de formas andinas para organizar el espacio, la sociedad y las ideologías. Sin embargo no ofrecían pruebas, sino impresiones sobre la evolución del arte gráfico en los Andes.
En Quellcay. Arte y vida de Sarhua  (Lima, 1991) Josefa Nolte también afirmaba que las tablas, las quellcay de Sarhua, eran la forma actual de las tablas pintadas almacenadas en el Poquencancha, los lienzos pintados en el Cusco por orden de Toledo, los dibujos de Guaman Poma y los cuadros de la pintura colonial cusqueña, y otras formas artísticas andinas. Sin embargo, nuevamente la genealogía no estaba confirmada para nada previo a las vigas que fuese anterior a 1876. Los artistas sarhuinos mantuvieron su tradición propia durante casi un siglo, pero comenzaron a experimentar y a producir para un mercado que tenía nuevas preferencias cuando migraron a Lima. El estudio de Nolte mostró los mecanismos para intervenir construyendo un discurso histórico que ofreciese legitimidad y autenticidad a un arte popular andino que era una realización contemporánea y tenía aun un breve devenir histórico. Estas conductas, la construcción de un discurso histórico para dar legitimidad y autenticidad a la cultura andina y la confusión entre las necesidades de la actualidad y los hechos históricos, han sido criticadas por buscar un carácter esencial ficticio de lo andino. Pablo Macera en 1991 se había declarado contra los desmitificadores de lo andino:
Empieza a estar de moda hoy denunciar el interés por la tradición andina como una suerte de escapismo; esos críticos exigen que sólo se haga estudios sobre el campesino concreto (?). Los motivos que hay detrás de estas denuncias no son tan limpios como parecen; en algunos casos son formas escondidas y sutiles de atacar transversalmente el fundamentalismo musulmán (por ser el mayor peligro directo a corto plazo contra Occidente a pesar de la derrota de Irak) y prevenir la “terrible” posibilidad de un fundamentalismo andino (con sus propios ayatolas y huaicos) que intentaría arrasar con todo, con todo lo podrido del país, que es tanto. Para mi no es incompatible el estudio de la tradición andina con la reivindicación política directa de los campesinos.
Los artistas sarhuinos habían inventado una tradición pictórica como un mecanismo de supervivencia en la ciudad, tratando temas nuevos, descubriendo imágenes, motivos y colores y explorando las posibilidades técnicas que ya habían probado en su pueblo de origen, pero que cuyos productos artísticos, las tablas o las vigas, nunca habían salido a un circuito comercial. Los sarhuinos en Lima descubrieron que existía mercado y que existía un mercado para sus productos. Modificaron su conducta a partir del convencimiento de poder lograr aceptación y la certeza de tener un mercado para abastecer y al que podían moldear. Su conducta podía ser descrita como un intento de dar esencia andina. Ellos usaron técnicas modernas para producir un objeto artístico que tuviera apariencia tradicional: no plantearon ninguna contradicción entre tradición y modernidad en su trabajo, sino más bien asumieron su labor como un uso legítimo de la modernidad al servicio de la tradición, incluso aunque esta tradición fuese reciente. Las tablas de Sarhua, para sus productores y sus compradores eran objetos culturales que expresaban una identidad, la propia, y que por ello los identificaba.
Esta nueva polémica entre apocalípticos e integrados, entre telúricos y evadidos, entre los conversos y los desmitificadores de lo andino, podía tener repercusiones que se extendieran más en el mundo de la globalización. La polémica entre los partidarios de lo andino y sus oponentes estuvo definida por las posiciones ideológicas tomadas previamente. Se podía objetar a los mitificadores de lo andino los criterios que habían empleado para definir lo esencial andino. Se podía objetar a los desmitificadores su incapacidad para estudiar fenómenos distintos de la vida material y considerar que cualquier acercamiento a la modernidad constituía una renuncia de los indígenas a su mundo cultural. El conocimiento del pasado terminaba siendo un problema formidable, porque el significado de la historia se había vuelto obsesionante.
El apego a lo andino fue una estrategia de conservación de identidades, de rescate de la historia y de relación armónica con el entorno. También se convirtió en una forma de relacionarse con la nación peruana. Los pobladores del valle del Mantaro empleaban nuevos instrumentos musicales para continuar con desarrollando la música, danzas y rituales tradicionales pero también crearon nuevos géneros musicales que estaban más relacionados con el mercado regional y nacional, con un comportamiento similar al de los pintores de Sarhua. En ambos casos lo andino era constantemente redefinido utilizando lo moderno, trasladándose a las ciudades para dejar de ser una cultura campesina pero manteniendo los rituales y usos anteriores, aunque dándoles nuevos significados. La utopía andina también compartió este empeño por conservar las tradiciones e identidades, no como formas cerradas sino un discurso en constante transformación, un discurso cada vez más amplio y que intentaba comprender a todos aquellos llamados a formar la nación peruana.
Henrique Urbano afirmaba que:
la mayoría de los estudios que hasta ahora se publicaron acerca del mito antiguo o del pensamiento actual en los Andes no sugieren ninguna hipótesis teórica que pueda guiarnos en una búsqueda de un esquema global de interpretación de las representaciones mentales andinas.
El imaginario cultural andino había demostrado ser dinámico y contradictorio, exactamente como la colectividad que lo había generado. Se ha planteado que el mito de Inkarrí constituía una prueba irrefutable de la
persistencia de moldes culturales completamente originales basados en el tradicional sistema de valores y representaciones colectivas,
y consecuentemente que
la espera de una era próxima en la cual los quechuas vivirán un nuevo esplendor y, libres, gozarán de toda abundancia, se ha mantenido inalterada en el tiempo.
Sin embargo, la diversidad de las versiones recogidas del mito de Inkarrí no permitía hacer afirmaciones tan concluyentes. Los múltiples y cambiantes Inkarrís que circulaban en el universo discursivo andino a través de las distintas versiones y formas, componían una figura fundamental de la literatura oral andina y contribuían a la construcción permanente de la identidad colectiva. Ortiz Rescaniere describió el camino recorrido desde el Inca utópico al Inca de la tradición popular contemporánea a través de tres ejemplos diferentes de empleo de esta figura: la del quechua Inkarrí en competición con el aymara Collarrí para marcar diferencias culturales y regionales entre estos grupos; la tradicional versión Inkarrí y Españarrí y la parodia de la historia y la mitología andinas que se cuenta actualmente en las calles de Lima y que funciona como una crítica de la situación en que viven los migrantes andinos. La presencia de estas narraciones en la ciudad demostraba el avance de la cultura andina. La andinidad se había abierto camino desde el campo y desde las barriadas para reclamar un espacio central en Lima. El avance de la andinidad había obligado a la burguesía a retirarse, sin que esto les librase de la influencia de la cultura andina. La cultura andina se instaló en una ciudad que se enorgullecía de ser criolla y la había convertido en una imagen más fiel de la composición humana del país.
El discurso de Flores Galindo, como antes el de Mariategui y el de Arguedas, planteaba un proyecto socialista como propuesta para el futuro desarrollo del país. El socialismo fue para Flores, Mariátegui y Arguedas la nueva utopía, que no oponía la modernidad y la tradición, sino que las unía. La imposición y la aceptación forzada de la cultura occidental habían constituido una alineación del hombre andino. Mariátegui había vinculado las características étnicas y culturales del país con el análisis económico de Marx. Los historiadores marxistas como Spalding describieron como estas características terminaron volviéndose un parámetro para la división del trabajo. Desde el punto de vista marxista, el producto del trabajo determinaba la naturaleza y el objetivo de la actividad humana. Debido a ello, en una sociedad capitalista, los materiales que debían servir a la vida terminaron rigiéndola. La conciencia del hombre andino se volvió una víctima de la producción material a la que era obligado. Este modelo fue descrito por Mousnier en Furores campesinos y por Golte en Repartos y rebeliones. Las condiciones sociales impuestas durante la colonia determinaron la conciencia de los hombres andinos.
El hecho histórico concreto que dio origen a este tipo de relaciones fue la Conquista. La Conquista estableció un orden social predominante caracterizado por el sometimiento del hombre andino. Esta condición podía interpretarse como de forma que el hombre resultaba andino en la medida en que había sido sometido. Flores no aceptaba que una economía sin ningún control fuese la que regía todas las relaciones sociales. El hombre andino se pauperizaba más al producir más riqueza. El sometimiento resultaba mayor mientras mayor fuera la riqueza que produjeran los sometidos. Para poder obtener más riqueza, el sistema colonial tuvo que degradar más aún al mundo andino y poder justificar mejor la opresión. La República criolla continuó y desarrolló los principios establecidos por el sistema colonial.
Sin embargo, en un momento la población andina decidió dejar de ser marginal sin tomar el camino violento, sino pacíficamente. Se inició una nueva edad de invasiones, se ocupó las ciudades y se las transformó. Las migraciones del campo a la ciudad no intentaban derribar el orden establecido sino ganar un espacio dentro de él. Sin embargo, terminaron por subvertir ese mismo orden social que los condenaba a la marginalidad. Los invasores ingresaron a las ciudades en situación de sometimiento pero terminaron apropiándose de ellas en forma pacífica, aunque estas invasiones llegaron a mostrar rasgos violentos. La Lima criolla cedió su lugar a la Lima andina.

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